lunes, 5 de septiembre de 2022

Opinión: No hay rey bueno

 

No hay rey bueno

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA. 5 sept. 2022

 

Felipe VI de Borbón, 'El Resentido', no perdona el atrevimiento de la independencia latinoamericana. Fue el único mandatario que el pasado día 8 de agosto permaneció sentado ante el paso de la espada de Bolívar. Ocurrió durante los actos de la toma de posesión del nuevo presidente colombiano, el izquierdista y exguerrillero Gustavo Petro. Mientras el Borbón mostraba su desprecio a muchos pueblos y a un símbolo de su libertad, los latinoamericanos vibraban con la espada del Libertador. Los Borbones son malos perdedores.

 

Felipe VI: contraperfil

«El niño es un demonio. Disfruta tratándonos mal y poniéndonos en evidencia». Así hablaba en 1980 un miembro de la escolta de la familia real, un antiguo buen amigo. Se refería al entonces príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, que contaba con 12 años de edad en aquellos momentos. «Ninguno de nosotros quiere ir con el niñato, preferimos seguir al padre a 200 km/h en sus escapadas nocturnas, aunque acabemos derrapando en la M-30. Siempre nos da esquinazo».

La periodista Pilar Eyre, especializada en dimes y diretes de la monarquía, afirma en la revista Lecturas que con 36 años, el Borbón abrió una nevera por primera vez en su vida, en casa de la abuela de Letizia, en Asturias. «No lo ha hecho en su vida y le hace ilusión», dijo su prometida, según Eyre. Está mal visto que la realeza pise las cocinas. Para eso disponen de una generosa servidumbre, pagada por los contribuyentes.

Dicen que es el rey más preparado. Esto es relativo. Depende, elementalmente, de la preparación de sus antecesores. Para superar a su padre ―cazador de elefantes―, a su bisabuelo Alfonso XIII o a su trastatarabuela Isabel II no precisaba hacer carreras. Total, todos estos pasan siempre con nota y nunca necesitan presentarse en septiembre. Igual es que la consanguinidad los hace más listos.

Su padre es franquista. Él también. En 1970, el emérito declaró para una televisión suiza que Franco era un ejemplo viviente para él. Cinco años después, con el sátrapa frío y seco, bajo mil coronas funerarias, juró lealtad a los principios del Movimiento, para que lo proclamaran rey. «Su recuerdo [Franco] constituirá para mí una exigencia de comportamiento […]», dijo en su primer discurso como monarca.

El hijo es lo mismo. ¿O alguien a estas alturas se traga que simpatizar con el Atleti y casarse con una periodista son síntomas de amor por las libertades? En el discurso contra el Procés catalán o en el desplante a la espada de Bolívar vimos su talante democrático. Tampoco hay que dar más vueltas al asunto: rey y democracia son términos incompatibles. Podrán aparentar ser la vanguardia de la libertad, pero solo por no perder la corona.


Borbones y Latinoamérica

Fernando VII los mataba. Tras las declaraciones de independencia de las colonias, “el rey Felón” apostó por un escarmiento y envió a criminales de guerra como el mariscal Morillo a masacrar población civil y fusilar a los líderes independentistas. Fue el “Régimen del Terror”. En España tampoco se contuvo. Mataba liberales por vicio.

Se ha puesto muy de moda el chascarrillo de que “no se pueden mirar aquellos hechos con los ojos de hoy”. Lo dijeron Pérez-Reverte y el traidor Vargas Llosa, y una legión de bobos lo repite cada vez que quieren sacudir su patriótica conciencia histórica. Es la perfecta coartada discursiva de los que, como los Borbones, añoran las gestas de Hernán Cortés, Pizarro y compañía. Lo jocoso del asunto es que estos mismos, sí pueden mirar con los ojos de hoy las supuestas atrocidades cometidas por los indígenas, para poder justificar después la invasión, sometimiento y “reeducación”.

Juan Carlos I los callaba. La Revolución Bolivariana de Hugo Chávez fue vendida por la propaganda occidental como la loca mentira de un presidente choni. Se ridiculizaba a Chávez, y aún peor: se ridiculizaba la esencia latinoamericana. Durante el último gobierno de Aznar los ataques fueron furibundos y humillantes.

En la Cumbre Iberoamericana de 2007, Chávez se quejaba de ello y el rey de España trató chabacanamente de callarlo, como hubiera hecho con cualquier indígena sometido. La diferencia es que mientras uno era impuesto por decreto de Franco y herencia monárquica, el otro era un presidente electo legítimamente. Que no es asunto baladí. ¿Con qué ojos hay que mirar esto?

El emérito desapareció cuando amenazaba tormenta. A pesar de las evidencias de corrupción, la justicia archivó todas las causas. Y el Borbón regresó hace unos meses, siendo incluso aclamado por cuatro desocupados. “Vivan las caenas”. Se largó pronto con sus amigos jeques al paraíso de los derechos humanos.

Felipe VI los desprecia. El desdén mostrado frente a un gran símbolo de la libertad de los pueblos latinoamericanos viene a reforzar la idea de que este Borbón porta en su ADN el colonialismo más rancio. En su última visita a Colombia, no solo hizo el feo a la espada de Bolívar; se reunió con el presidente saliente, el derechista Iván Duque. Parecía más lógico que lo hiciera con el entrante, el único que, a partir de ese momento, tendría capacidad de decidir. El problema es que es rojo y exguerrillero. Como Mujica, que sí fue recibido como presidente de Uruguay por Juan Carlos I en el Palacio Real. Vamos de mal en peor.


El asunto de pedir perdón

No es un tema trascendental. Pero sería un gesto noble. Mucho más que tensar el pescuezo altivamente y seguir mirando a los hermanos de Latinoamérica por encima del hombro. Motivos para disculparse de las bellaquerías de nuestros antepasados españoles haylos de sobra, ya los miren los ojos de Pérez-Reverte, los del acomodaticio Vargas Llosa o los del mismísimo sursuncorda.

La conquista y colonización española de América se hizo con la espada y con la cruz. El Vaticano es poco proclive a dar su brazo a torcer, y sin embargo, Juan Pablo II y Benedicto XVI ya pidieron perdón en su día. El papa Francisco ha ido más lejos: «Pido humildemente perdón por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada Conquista de América».

Los inmigrantes latinoamericanos siguen siendo objeto de estereotipos, prejuicios, rechazo y discriminación en nuestro país. Es lo que muchos españoles parecen haber aprendido de algunos de sus políticos y de todos los Borbones. Ellos lo viven con la mayor alegría, incluso en condiciones sociales de exclusión. Las secuelas del yugo español les obligan a buscar el pan aquí. Vienen de repúblicas y si algo se grabó a fuego en el inconsciente colectivo es que no quieren reyes en sus países. Saben muy bien que no hay rey bueno

 

domingo, 13 de junio de 2021

Opinión: Trato humano en un servicio de urgencias

 


 

Humanizar desde los despachos

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

    

Uno de los objetivos prioritarios de la Unidad Clínica de Gestión de Urgencias (UGCU) para el año en curso, según el correo que me envía su equipo directivo, es la “Humanización en urgencias”. Esta brillante iniciativa se produce en una situación de colapso permanente; una situación en la que los enfermos con orden de ingreso en planta pueden permanecer hasta más de 72 horas en el área de urgencias, rodeados de cables y secuestrados en una cama en la que están obligados a depurar su organismo en diferentes recipientes de plástico o cartón reciclado. Solo gozan de la compañía de sus seres queridos dos horas al día. Algunos tienen peor suerte, no por ser ancianos nonagenarios y estar enfermos, sino porque además, ante la escasez de camas, tienen que ser atendidos en un cómodo sillón hasta 24 horas. Seguro que los miembros de la ‘Comisión de Humanización’ no saben lo que significa ese martirio.

  

Soy un animal. Un saurio trasnochado que necesita ser humanizado. Un médico impío y despiadado. Un sádico inmisericorde incapaz de empatizar con el dolor ajeno. Por todo ello, los mandos intermedios que dirigen mi servicio de urgencias quieren hacerme humano, significado literal de ‘humanizar’, según el DRAE.

El respeto a la dignidad de las personas es un elemento encarnado en la civilización y en cualquier sociedad realmente democrática. El respeto a la dignidad del ser postrado, el trato afable y comprensivo, la paciencia cómplice y compasiva, la mirada limpia de la esperanza y el gesto que gana su confianza, forman parte del ADN de la Medicina y de una gran parte de sus profesionales médicos y de enfermería.

No concibo que un trato inhumano sistemático pueda convivir felizmente con la cualidad de ‘buen profesional’ en una misma persona. Los malos seguirán siéndolo y los buenos continuarán trabajando como lo han hecho siempre, por mucha comisión humanizadora que inventen, por muchos cursos ad hoc que organicen y por muchos panfletos de recomendaciones que exhiban, incluso donde puedan leerlos los familiares de los pacientes.

La iniciativa es innecesaria para lo relevante porque no cambiará actitudes personales, ni siquiera las de algún elemento de la misma comisión. Puede que sea imprescindible para cumplir los objetivos de la UGCU, sacar una buena nota y obtener la compensación económica pactada con los niveles superiores de la gestión sanitaria andaluza. Pero esto nada tiene que ver con el trato humano en la asistencia sanitaria.

Es mucho más necesario y humano trabajar para evitar el secuestro indigno de pacientes en el área de observación de urgencias, a veces durante días, porque no hay camas disponibles en el hospital, porque las altas diarias en las plantas se demoran incomprensiblemente y porque la organización funcional de otras unidades de gestión impide los nuevos ingresos que, con suerte, no se hacen hasta la siete de la tarde. Y cuando en los entreactos hay que mantener en sillones, durante muchas horas, a ancianos enfermos, nadie se rasga las vestiduras ni se habla de humanización. ¿Quién humaniza a nuestros humanizadores?

Resulta ofensivo que desde unos despachos sin corazón pretendan dar clases de trato humano a los que llevan años ejerciéndolo y bregando con todo tipo de zancadillas administrativas. Es más ofensivo aún cuando se sabe que ni el objeto ni la finalidad de sus cursos y recomendaciones son el bienestar de las personas enfermas, usadas por la administración, una vez más, como rehenes de su política.




La Consejería de Salud, a través de su fundación IAVANTE, organiza cursos de humanización para el personal sanitario. Curiosamente, estos cursos están patrocinados por Janssen Pharmaceutica, conocida por su vacuna para la COVID y filial de la poderosa corporación norteamericana, Johnson & Johnson. Es reconfortante comprobar que el noble interés por la humanización de la asistencia sanitaria en Andalucía traspasa nuestras fronteras.

Mi servicio no ha sido menos. Se han organizado cursitos acreditados por la Agencia de Calidad Sanitaria de Andalucía, que concede 0.2 créditos a los asistentes. La comisión de humanización ha conseguido que podamos disponer de tapones para los oídos y antifaces, para que los enfermos descansen mejor en el turno nocturno. No es broma. Así, y con la mascarilla puesta, estarán bastante más aislados del entorno.

También han elaborado unas recomendaciones para el personal sanitario, que afecta a la enfermería en gran parte. De forma resumida, las más novedosas son sugerencias para espaciar la toma de constantes, la administración de las medicaciones y las extracciones de sangre. También recomiendan “ajustar las alarmas de monitores y bombas de infusión”. Implícitamente están reconociendo que el área de observación se ha convertido en el aparcamiento de los pacientes estabilizados para los que el hospital no dispone de cama en planta. A un enfermo en situación grave e inestable no se le puede espaciar nada ni ajustar (¿silenciar?) las alarmas.


En este momento, alguna persona con su ingreso cursado en planta, sufre por no poder ni siquiera estirar las piernas. Podría estar sentadita en su habitación, viendo las noticias con un familiar querido, pero está sola y atada innecesariamente a unos cables que ya no precisa. Los tapones y el antifaz le parecen una befa cruel.

Es lo que tiene la humanización de los despachos


viernes, 11 de junio de 2021

Opinión: Atención Primaria después de la pandemia

 

Síndrome del Pisuerga

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA.

Por fin han enseñado la patita. Mejor dicho, por fin la realidad ha destapado la patita del Gobierno del Partido Popular en Andalucía. Disipada la neblina de los 100 días de cortesía, y mientras la densa niebla de la pandemia parece que empieza a aclararse, se van perfilando las fauces babeantes del lobo neoliberal.

La Atención Primaria en Andalucía fue una niña bonita de tez aterciopelada mientras duró el entusiasmo de un puñado de profesionales bien formados, que se sentían protagonistas de un giro histórico en la concepción de una asistencia sanitaria pública de calidad en su primer escalón. La niña se estropeó con cientos de granos que afearon su rostro. Abandonados presupuestariamente por los últimos gobiernos del PSOE, los centros de salud solo mantienen la fachada de un contenido que se asemeja cada vez más al de los antiguos ambulatorios.

La decepción de unos profesionales progresivamente funcionarizados es la madre soltera de la desidia, esa energía negativa que castra la iniciativa, invierte la sonrisa, impide la creatividad y anula el sentimiento de pertenencia a una empresa común. Y es, justamente, en esta fase del proceso cuando se producen dos hechos que determinarán el futuro de la política sanitaria en Andalucía: la llegada de la derecha al poder y la pandemia por el SARS-COV-2.

Con la ayuda de la ultraderecha de Vox y de la conocida promiscuidad política de C’s, el PP se tragó a Caperucita Roja en las últimas elecciones andaluzas. Si nefasta fue la gestión sanitaria del PSOE, sobre todo en las dos últimas legislaturas, la del actual consejero de Salud, Jesús Aguirre, apunta maneras y promete una postcrisis marcada por el “Síndrome del Pisuerga”. Aprovechando la pandemia —el río que pasa por Valladolid—, el consejero Aguirre parece dispuesto a convertir los centros de salud en consultorios telefónicos.

Cabe pues la sospecha de que detrás de esta reconversión, aparentemente circunstancial, exista un proyecto político para derribar el paradigma de la gestión cien por cien pública de la atención primaria de salud. Recuerden la voracidad privatizadora del Partido Popular en los años 90, de la mano del exministro y delincuente convicto, Rodrigo Rato.

Con la oferta mermada a golpes de citas “telemáticas”, llega el aburrimiento de la demanda; perdido el miedo a contagiarse en los hospitales y cansados del teléfono, los usuarios vuelven a dirigir sus pasos y sus quejas a los servicios hospitalarios de urgencias. Es de cajón: van donde no tienen barrera alguna de accesibilidad y donde creen que su problema de salud será resuelto en unas horas. Es la canción de siempre, pero con nuevos arreglos del autor.

Antes de la pandemia, los flujos asistenciales hacia las urgencias hospitalarias eran obligados por la inoperancia de los centros de salud, por las inadmisibles demoras de los especialistas y por las interminables listas de espera para pruebas diagnósticas e intervenciones quirúrgicas. Tal inercia centrípeta se nutría —y sigue nutriéndose— de la escasa conciencia ciudadana en una sociedad cuya solidaridad acaba cuando comienza el problema de cada cual.

En la recta final de la pandemia —si es que estamos en dicha fase— están siendo evidentes las prisas políticas por retomar los rituales tradicionales de interacción social (movilidad, fiestas, bares, espectáculos, etc.). Pero en los centros de salud siguen con el teléfono, como si se hubiera congelado el tiempo.

A los elementos que determinaban esas “migraciones dolientes” prepandémicas hacia los servicios hospitalarios de urgencias, ahora cabe sumarles la pasividad, lentitud e indolencia política de los responsables sanitarios para liberar a una atención primaria que ha quedado secuestrada entre líneas telefónicas, víctima del Síndrome del Pisuerga

 

 

domingo, 27 de septiembre de 2020

Opinión: Relaciones laborales


El jefe preocupado

         De cobardías y crueldad


HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Pelotas y aduladores siguen existiendo. Pero ya quedaron atrás los tiempos del capataz, del cómitre y de los galeotes, a pesar de que la nueva ola de autoritarismo que recorre el planeta Tierra pretenda rescatarlos.

Decía uno de los miembros de Les Luthiers que la esclavitud no se abolió, que en realidad la cambiaron por ocho horas diarias de trabajo alienante. La afirmación, además de sorprendente, podría ser acertada para el operario que coloca un tornillo detrás de otro o para el trabajador cuya única misión es hacer churros en serie.



Sin embargo, no debería serlo para el acto médico, en el que el profesional necesita el sosiego y la libertad suficientes para indagar, pensar, razonar, deducir y decidir. Cuando el desastre para la integridad física de una persona es factible en poco tiempo o es inminente, el médico de urgencias, particularmente, tiene que completar el proceso a una velocidad muy superior a la de crucero.

No es creíble esa patraña que separa profesionalidad y competencia técnica, de humanidad y trato empático. No es concebible la idea de ser buen médico y no saber ―o no querer― ponerse en el pellejo de la persona enferma y de sus allegados. Es pensar, sentir y actuar en consecuencia.

El médico de trinchera, el que atiende enfermos ―porque hay muchos que menos eso, hacen de casi todo― no trabaja con churros o tornillos, trabaja con personas que ven amenazada su salud, el valor más deseado. Es una idea simple que nuestros gestores siguen sin entender ni valorar. Y además, les importa un ardite.

Pretender robotizar los actos médicos y “homogeneizar la atención” ―¡cómo gusta esta frase entre los grises habitantes de los despachos!― es atentar contra el pensamiento, la libertad y el sano debate entre profesionales que mantienen diferencias de criterios.

A día de hoy y desde hace ya demasiado tiempo, las normas de actuación vienen dictadas desde las zonas administrativas. Algunos de los “expertos” que se dedican a tales menesteres, lo son, efectivamente, en evitar manchar sus relucientes batas con los variados fluidos orgánicos que destilan las miserias de la enfermedad.

«Quiero trasladaros mi preocupación por los tiempos de espera». Cuando en plena pandemia un jefe de urgencias comunica y transfiere a los médicos su pesar por el alargamiento de los tramos cronológicos en la asistencia, es que el asunto goza de especial favor entre sus tareas de gestión.

Las demoras siempre han sido la némesis de todos, o casi todos, los servicios de urgencias. Es una disfunción con muchas patas que fallan al mismo tiempo. En absoluto es únicamente atribuible a los médicos, como parece pensar el jefe preocupado cuando dice a sus facultativos: «os ruego que no demoréis la asistencia».

«Este tiempo es un indicador de calidad de la asistencia a pacientes prioritarios» Esto no es un descubrimiento realizado en cualquier despacho del Sistema Andaluz de Salud (SAS) ni se lo acaba de inventar el jefe preocupado. El propio término ‘urgencia’ expresa un significado íntimamente ligado al crono.

El estrepitoso fracaso en la gestión de la Atención Primaria en Andalucía, las demoras para pruebas de imagen y para citas con los especialistas —que a su vez se pelotean los pacientes entre sí—, y los retrasos en las listas quirúrgicas, provocan una “migración” de pacientes, masiva y continua, a los servicios de urgencias hospitalarios, cuyo acceso es libre, el más libre de todos.

En una entrevista de 2011, para el diario Málaga Hoy, el jefe del servicio de urgencias en aquellos momentos, Guillermo Quesada, afirmó que en más de la mitad de los casos (56%) no estaba justificado acudir al hospital. «Los servicios de urgencias son la entrada falsa del sistema, cuando la entrada correcta es por la atención primaria», afirmó.

El resultado es una mezcla informal de enfermos que necesitan un adelanto del crono, y pacientes que no requieren ningún tipo de asistencia urgente. Separar unos de otros era como purgar lentejas para eliminar las piedras. ¿Cómo solventó el Sistema este dilema? Estableció el triaje a través del programa informático del SAS, el famoso Diraya; desde entonces, de ser mayoría los casos triados como poco o nada urgentes, muchos de ellos pasaron a ser prioritarios. ¡Alehop!

Así, el servicio de urgencias del Hospital Regional de Málaga pasó, de la noche a la mañana, de tener mayoría de pacientes con problemas no urgentes (56% en 2011) a que casi todos fueran prioritarios.

Este hecho tiene un enorme calado político. Poder demostrar, a través de los datos recogidos por Diraya, que en Andalucía solo acuden a urgencias casos justificados, y que tanto la Atención Primaria como la especializada funcionan en niveles de excelencia, podrían ser buenas bazas electorales. Dos pájaros de un tiro. Pero a Susana Díaz no le sirvió para mantener el sillón, ahora sostenido por la extrema derecha, entre otros.

Diraya es mágico, es Joker y Gran Hermano al mismo tiempo. Diraya vigila a los médicos durante su trabajo. En realidad no es un programa-espía; los que transgreden la intimidad profesional del médico y de sus pacientes son los gestores, jefes y jefecillos, que lo tienen instalado en el ordenador de sus casas. Todos los datos médicos de los andaluces están a su merced.

«No es asumible que más del 30% de los pacientes P2 esperen más de 15 minutos a ser atendidos por el facultativo» Los pacientes ‘P2’ (prioridad 2), a los que se refiere el jefe preocupado cuando se dirige a sus médicos de urgencias, son aquellos que, sin tener una amenaza vital inmediata, presentan un proceso patológico muy urgente que requiere la valoración de un galeno en menos de 15 minutos, según los expertos del SAS. Dicha prioridad la establece un Diraya programado para dar prioridades altas, en base a los datos introducidos por un enfermero tras preguntar al usuario e interpretar sus síntomas.

Por tanto, es plausible negar la mayor. Si la premisa principal depende de un software manipulado ad hoc para obtener determinados resultados, y la información introducida depende de la interpretación de un factor humano, como es un enfermero agobiado cuyos intereses personales, en un momento determinado, no coinciden con el rigor necesario para una correcta clasificación, los resultados se antojan espurios. Por ejemplo, es difícil asumir que un enfermo derivado desde la consulta de un especialista, para la que ha estado toda una mañana esperando, de repente sea una prioridad alta en el servicio de urgencias. Por mucho que lo diga San Diraya.

«Este tiempo es uno de los objetivos que tenemos para el próximo año, que más del 80% sea atendido en menos de 15 minutos» Por fin, el jefe preocupado desvela la verdad de sus cuitas. Se trata de la Unidad de Gestión Clínica (UGC), ese engendro ideado para, entre otras cosas, “homogeneizar la atención”. Mediante el establecimiento de unos objetivos pactados con las jerarquías sanitarias —en Málaga y en Sevilla—, y en función del grado de cumplimiento de los mismos, existen unos incentivos económicos para el personal del servicio, incluido el jefe preocupado, que suele ganar más. Para este, además, es un buen trampolín de ascenso a puestos de mayor enjundia en el futuro.

Duele pensar en el 20% restante, los que no entran en el objetivo del 80%, una vez cumplido. Dos de cada diez están condenados por la UGC, al menos, a esperar más de lo que dice el famoso Plan Andaluz de Urgencias y Emergencias (PAUE). ¿Qué será de ese 20%? ¿Está justificado moral, ética y deontológicamente la participación de un médico en esta ruleta rusa? El jefe preocupado y todos los gestores suelen enarbolar la bandera de “lo primero es el bienestar del enfermo”. Uno sabe que esto es una falacia, y lo sabe de ciencia propia en algún caso determinado.

«Os ruego que abráis la historia de Diraya, realizando así el registro al inicio de la atención para que quede constancia». Para quien necesite muestra, he aquí un botón: el objetivo se cumple cuando hay constancia de que el enfermo está registrado. El crono se detiene cuando el médico introduce una frasecita que haga creer a Diraya que está valorando al paciente de verdad. Puede que sí, puede que no. El jefe preocupado respira aliviado. A partir de ahora da igual lo que pase con el ‘P2’, ya está en el bote. Se trata de parecerlo, no es imprescindible serlo. Queda muy claro.

Mientras uno escucha y lee el mismo discurso de los tecnócratas, de forma tan reiterada, sobre objetivos, métrica del tiempo, circuitos diferenciados, prioridades y estructuras funcionales, observa a un afortunado paciente que ingresó al borde del abismo y ahora agradece al equipo de urgencias haberle salvado la vida.

Solo tiene una queja: lleva tres días en el área de observación esperando cama en el hospital. Está lleno de cables, atado a un maldito monitor que pita de forma desagradable cuando se mueve más de la cuenta. No puede levantarse, orina y depone en recipientes de plástico, en la cama, por supuesto. Su familia lo ve dos horas al día y su enfermedad necesita un estudio que no comenzará hasta que no esté en su planta.

En este hospital eso no tiene remedio, por eso el jefe preocupado se preocupa de otras cosas; no le preocupan las demoras que sufren los pacientes y familiares para subir a su habitación, ni las derivaciones inadmisibles que el servicio sigue padeciendo, ni las relaciones con Atención Primaria; tampoco parece preocuparle el trato y la actitud evasiva de una mayoría de especialistas, que quieren bajar a urgencias las menos veces posibles. En este sentido sería mejor decir “residentes de especialidades”, es decir, médicos generales que aún no tienen otro título. Repito: médicos generales a los que les llaman cardiólogo, nefróloga o cirujana, lo que, por cierto, es un tremendo fraude para los usuarios que piensan haber sido atendidos por algún especialista titulado. Algunos —no todos— se permiten el lujo de marear a los adjuntos de urgencias, pidiendo pruebas o sugiriendo otros especialistas: la cuestión es no ver al enfermo. Y para colmo, suelen ser soberbios y pendencieros cuando se les afea su actitud.

Todo esto se padece desde hace años y nadie ha hecho nada, salvo Antonio Rodríguez, el primer jefe de este servicio tras la reorganización de finales de los 80. Pero este nuevo jefe preocupado, que se dirige a sus médicos diciéndoles «os ruego», no ruega nada, no pide nada. Es un “rogatorio imperativo”. El fundamentalismo no es exclusivo de ciertas facciones de terroristas islámicos. Ni mucho menos. Los fundamentalistas son gente de un solo libro y creen ciegamente que lo que hacen es lo correcto.

El jefe preocupado podrá sustentar su gestión en una serie de individuos acríticos, colaboracionistas —que no es lo mismo que colaboradores— y aduladores. Enfrente va a tener a los que no están dispuestos a callarse por costumbre. Si pensaba que después de dirigir el segundo hospital de Málaga esto iba a ser un camino triunfal hacia las más altas cumbres de la dirección sanitaria, errado anda.

Decía el filósofo renacentista Michel de Montaigne, que la cobardía es la madre de la crueldad. El poder, en cualquiera de sus formas, huele el miedo mejor que nadie; y ante el temor de los súbditos se empodera cada vez más.

Sin cobardes, no hay crueles.

 

 

 

 

 

domingo, 26 de julio de 2020

Opinión: ¿Ha llegado la hora de la verdad?




Sí, hablo de Revolución
(Comentarios al debate político de dos nobles ciudadanos)

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Podría deciros aquello de que estamos todos en el mismo barco y tal, o lo otro sobre tirar juntos del mismo carro... Me gusta leer vuestras diferencias ideológicas, tan sanas, legítimas y necesarias para construir sociedad. Sin embargo, en mi opinión, el actual estado de cosas trasciende a la nobleza de vuestro debate.
Me explico: sin ánimo de ser apocalíptico, la muda observación de lo que acontece me da suficientes motivos para deciros que las catástrofes seminaturales, como la pandemia actual y otras, asociadas a los cambios climáticos, unidas a los fenómenos sociales derivados, como el estallido social que se avecina o las migraciones masivas incontenibles, van a desensamblar todo el andamiaje ideológico creado históricamente por unas élites minoritarias para su propio beneficio. Todo ello bajo el disfraz grandilocuente de manidos eufemismos como democracia, estado de derecho, del bienestar, etc.

Cuando una mayoría razonable sea capaz de entender esto y de actuar en consecuencia para despojar sin piedad a los causantes de las miserias, arrebatándoles en justicia todo lo que han robado y los privilegios obtenidos a costa del dolor ajeno, la situación comenzará a cambiar.
Mientras discutimos de asuntos que un día consideraremos marginales, estamos proporcionando, inocente, noble, pero irresponsablemente, la coartada perfecta de los miserables que se esconden entre bambalinas. Sí, hablo de Revolución. Sin vértigo de ninguna clase. No nos han dejado otra.
Y cuando llegue ese día, los codiciosos desearán haber sido justos. Pero para ellos también será tarde.

viernes, 24 de julio de 2020

Opinión: Situación Político-Sanitaria en un entorno pandémico




La Revolución podría haber comenzado

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

«Bueno, pues el asunto de los recortes bellacos del SAS en Málaga ya ha llegado a los medios de cobertura nacional. En el vídeo de los informativos de Telecinco se puede ver al director Prieto, sonriente él, recitando disciplinadamente la consigna aquella de “la asistencia está garantizada”.
Se ve que el gerente nuevo está un tanto quemado ya de aparecer en la prensa (o está de vacaciones) y ha debido decirle: “Prieto, hoy sales tú, que se te ve menos que a la mujer del teniente Colombo”. Y ahí tenéis al hombre invisible, al fin».
Esto fue publicado en julio de 2016, un caótico verano desde el punto de vista sanitario. De hecho, fue la punta de lanza para sacar de San Telmo a los pésimos gestores del PSOE. El problema es que los andaluces prefirieron virar a la derecha, a la extrema derecha y a la ultraderecha.
El Vaso Canopo fue un elemento muy crítico con la administración sanitaria local, particularmente en el hospital Regional, y autonómica, como sabrán los que me hacen el honor de seguirlo.
Algún atravesadillo puede estar pensando que el Vaso Canopo calla para no molestar a los reaccionarios que hoy dirigen los destinos de Andalucía; algún iluso afín a estos creerá que el silencio se debe a una magnífica gestión del Sistema Sanitario Público de Andalucía.
Ni una, ni otra. Aparte asuntos personales, la cuestión es que el actual Gobierno PP-C’s, con el inestimable apoyo rottweileriano de la ultraderecha de Vox no lo está haciendo ni bien ni mejor que los otros, que ya es decir. En su mascarón de proa están las privatizaciones masivas. Estos no tienen complejos como sus antecesores.
¿Pero qué ha ocurrido? Al año de estar gobernando llegó la plaga. La pandemia les ha servido, y les sigue sirviendo, como un espeso manto que lo envuelve todo y torna borrosa la capacidad de observación. La anestesia psicológica proporciona a la población el miedo que muestra ante la peste y frena cualquier amago de estallido social. Por el momento.
Por tanto, semiocultos, sin fiscalización y con gran parte de la actividad sanitaria relegada por el Covid-19, los lacayos de Casado, los supervivientes de Rivera y los nostálgicos de Santiago Matamoros creen vivir en una luna de miel eterna. Andan errados, algunos herrados.
El hospital Regional de Málaga sigue con la misma escasez de camas y los pacientes atrancados en el área de urgencias. Como siempre. Un reciente mensaje enviado por un médico de guardia a sus compañeros dice textualmente: «Necesitamos camas… Observación llena y sin camas en el hospital… O eso nos dicen». Una llamada SOS en toda regla. Nada que no conozcamos los viejos del lugar, pero el emoticono horrorizado que acompaña al texto eriza la piel y no precisamente de gusto.



La atención primaria ya enseña la patita: la han dejado sin uno de sus principales atributos en la propia concepción del servicio: la accesibilidad. A este respecto es interesante el artículo en el diario Sur, escrito por Rafael González —médico y alto cargo de CC.OO. en el sector sanitario— sobre la “bunkerización” de los centros de salud.
Juan José Guerrero Castillo es un enfermero de atención primaria muy dedicado a labores de gestión, a juzgar por los numerosos trabajos que ha realizado en este sentido, y que yo he podido encontrar en la red. Este señor afirma categóricamente en un articulito del diario citado: «Las consultas telefónicas se van a quedar». Tal despliegue de certeza solo tiene dos caminos: o se ha tirado un moco o está más cerca de los jefes que de los indios, y sospecho que la opción buena es esta última.
Fuera de Andalucía, concretamente en Navarra, los médicos de urgencias denuncian que la no atención presencial en centros de salud hace que les lleguen los pacientes en peores situaciones clínicas. El Gobierno de Navarra cuenta con mayoría del PSOE; la consejera de Salud es de ese mismo partido, se tiñe el pelo en rojo y se apellida Induráin. Y hace lo mismo que los otros.
El virus nos ha jodido bien, los mercados se encargarán de la vaselina y los políticos andan prestos para el puntazo final. O corremos más que todos ellos o no nos va a quedar ni para sangrar.
La Revolución podría haber comenzado.


miércoles, 15 de abril de 2020

Opinión: los aplausos al personal sanitario.




Lo mejor es que mañana no nos peguen

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Un entrecortado «gracias, doctor», a pesar del lacerante dolor que le provoca la peor noticia de su vida. Un suspiro de alivio al oír la melodía del «todo ha salido muy bien». Esas miradas de reconocimiento. Una sana sonrisa de alegría. Un gesto sobrio, casi reverencial, que delata un agradecimiento infinito. Un emocionado apretón de manos. Una anciana que no está dispuesta a marcharse sin un beso.
Todos esos, y tantísimos más, son momentos únicos que hacen de esta profesión la más bonita del mundo. Es tan honda la emoción experimentada, que el profesional suele sentirse bien pagado. Y lo es. Lo es en la vertiente humana, en el plano afectivo.
La actual pandemia por el COVID-19, y las medidas decretadas por el Gobierno para contenerla, le están proporcionando al personal sanitario de toda España momentos sublimes de agradecimiento por parte de la población. Momentos diarios, absolutamente nuevos, desconocidos, impensables hasta la fecha.
Los aplausos que suenan todos los días en los balcones de este país reconocen el trabajo, adivinan el riesgo y agradecen la dedicación de los profesionales. Son reconfortantes. Son emocionantes.
Pero nadie olvida que se necesita algo más para sobrevivir. Los hijos tienen la costumbre de comer a diario; sus matrículas universitarias no se pagan con aliento. Los banqueros no aceptan ese tipo de moneda. La enorme responsabilidad debe ser remunerada justamente. No es lo mismo trabajar con personas que con cosas. No es igual.
Un enemigo invisible sitúa a los trabajadores sanitarios, cara a cara, frente al vértigo de la parca y, paradójicamente, convierte estos malos tiempos en días de vino y rosas con la población a la que atienden, especialmente para los que llevan muchos años en las trincheras. Hoy es el COVID-19. Antes fueron el SIDA, el SARS producido por otro coronavirus, la Gripe Porcina o el Ébola, por citar unos cuantos.
Todo esto pasará. Seguramente dejando graves secuelas personales, sociales, laborales y económicas. Los más perjudicados, además de los muertos, serán los de siempre, aquellos que ya contaban con pocos recursos para mantener una existencia digna. Dicen que nada será como antes. En algunos aspectos sería deseable.
Un mes antes de la declaración de pandemia por la OMS, el sindicato de enfermería SATSE denunciaba que las agresiones al personal sanitario en Andalucía se incrementaron un 50% en los últimos tres años. Desde la reforma del Código Penal de 2015, estos hechos se consideran un atentado a la autoridad y pueden ser castigados hasta con cuatro años de cárcel.


Esta reforma no contempla como delito las amenazas, injurias, vejaciones y coacciones. Salen gratis. O casi. Como mucho, amenazar de muerte a un médico puede costar 120 euros. Y ello, suponiendo que pueda demostrarse un hecho que se produce en la intimidad de la consulta. Y siempre que el trabajador no renuncie a denunciarlo por miedo a encontrarse una desagradable sorpresa a la salida del centro asistencial.
No deja de ser preocupante que una sociedad necesite ordenar jurídicamente la agresividad de la población contra aquellos que trabajan para cuidar su salud. Por ello son aún más sorprendentes los aplausos de hoy.
El reconocimiento de los ciudadanos es justo y gratificante: refuerza el ego y nos sube la moral. Pero no es conveniente llevarse a engaño. Lo mejor es que mañana no nos peguen.