sábado, 4 de agosto de 2012

Crónica desde el Infierno

Una flor en el aire

La condición humana no tiene límites, ni para lo bueno ni para lo malo. La esclavitud tiene muchas caras y muchos dueños, pero no deja de ser una red por la que siempre asoma la libertad

Héctor Muñoz. Málaga


“Nos conocimos en el Proyecto Hombre. Aunque usted la vea ahora así, Rosa vale mucho, es una mujer muy inteligente”. De esta forma describe Raúl a su pareja, con la que comparte vida, casa e hija. Tras sus gafas de pasta negra, tan negra como su ánimo, unos ojos cansados y curados de espanto dibujan toda una vida plagada de obstáculos. Resignado y preparado para cualquier mala noticia este gladiador superviviente describe el tremendo estruendo producido por el impacto del cuerpo de Rosa, en caída libre desde la altura de tres pisos. “Esa es mamá”, le dijo su hija de trece años al oír el golpe. Sin terminar de creerlo, las zapatillas, perfectamente abandonadas al borde del pretil de la terraza, anuncian lo peor; su mujer yace descoyuntada en el piso del patio interior de la vivienda. Sin tiempo a recuperarse de la escena, aún tiene reflejos para evitar que la chiquilla se asome y vea a su desesperada madre debatiéndose entre el dolor y la culpa.
         “Hace unas semanas salió del Centro Provincial de Drogodependencias (CPD) y estaba muy bien, pero ayer la noté extraña y, rebuscando, encontré dos botellitas vacías de alcohol de 96º. Me dijo que la bebida puede con ella, pero yo le respondí que nada vence nuestra mente si realmente nos lo proponemos. No me ha extrañado que haya intentado quitarse la vida, ni me siento culpable por haber discutido con ella antes de lo que ha pasado. Pensaba que estaba curada tras 15 días de desintoxicación después de estar 5 meses en lista de espera. Yo sé por experiencia lo que es una adicción pero también sé que te puedes liberar; yo estoy ‘limpio’ a base de esfuerzo”.
         Con su columna vertebral rota como si fuera un macabro puzle de fragmentos sueltos por el azar de la gravedad, Rosa solo lamenta la mala suerte de no haber caído de cabeza. “Estoy hasta el coño de esta puta vida”, repite sin descanso. A sus 40 años, que parecen 60, ha decidido rendirse y sacar la bandera blanca. Ni siquiera pregunta a los médicos sobre sus lesiones; le sobra, a su pesar, con saber que vivirá. Ni la desolación, ni la niña de sus ojos que ya está en casa de sus abuelos, ni la Guardia Civil que lo apremia para hacer el atestado, distraen a Raúl de la idea y de la esperanza de que todo esto va a servir para que su mujer se vea libre de la esclavitud que padece desde tanto tiempo atrás. “Mire, doctor: si sale de ésta en carrito de ruedas y no bebe más, yo seré el hombre más feliz del mundo, pero si no sale será porque por una vez en su vida tomó una decisión firme; no hay mal que por bien no venga. Estoy preparado para todo”.
A las ocho de la mañana un zombi sonado deambula por los alrededores del hospital; el sol de verano asoma para Raúl después de un nefasto día y una mala noche sufriendo los gritos de su compañera. “Todos los días amanece, doctor, todos los días”. Con sus brazos caídos y su marcha vacilante se aleja sin rumbo fijo. Acaba de comenzar una nueva carrera de obstáculos, y él lo sabe.

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