jueves, 27 de septiembre de 2012

domingo, 23 de septiembre de 2012

Una leyenda más.




Málaga tiene una leyenda llamada macrohospital

Héctor Muñoz. Málaga

En la entrevista a la gerente del hospital Carlos Haya de Málaga, Carmen Cortés, publicada en el diario Sur el pasado día 19 se abordan diferentes temas entre los que destaca el proyecto de un gran hospital para la ciudad. Cortés se muestra “convencida de que se construirá” y la consejera “así lo ha transmitido”.
La ciudadanía ya puede estar tranquila porque sabe perfectamente que no se va a hacer hasta que pasen algunas generaciones, si algún día se hace. Las malagueñas y los malagueños son buenas gentes pero no tontos. Esta recurrente noticia sale a la palestra cada vez que para los políticos y gestores pintan bastos; es como el Santo Grial, que a fuerza de no encontrarlo se convirtió en leyenda.
Lo curioso de la cuestión es que hace doce años se hizo un proyecto de ampliación del hospital Carlos Haya, que incluía urgencias y consultas externas; las obras comenzaron y terminaron con la construcción de una cafetería-restaurante de dos plantas y cristalera verde. La sala de recepción de pacientes en urgencias sigue teniendo entre 35 y 40 metros cuadrados, dato que puede ser contrastado fácilmente. La gerente se ha encontrado con esta situación y no se le puede atribuir responsabilidad alguna, pero no estaría de más que comenzara a retomar un problema tan básico, si realmente pretende la “excelencia” del hospital, palabra que repite cuatro veces en la citada entrevista.

Carmen Cortes: «La crisis ha repercutido en los salarios de los profesionales, pero no en las prestaciones ni en la cartera de servicios»

Carmen Cortes, especialista en medicina preventiva y salud pública, ayer, en su despacho del Hospital Carlos Haya. :: Álvaro Cabrera (diario Sur)

         Es cierto su comentario sobre los buenos profesionales del hospital, y muy loables la comprensión por el malestar laboral y su “sensibilidad en estos momentos difíciles”, lo que no debe ser óbice para recordarle que a finales del pasado mes de julio el presidente de la junta de personal solicitó el uso del salón de actos para una asamblea de trabajadores y dicha petición le fue denegada, según manifestó en su día el representante de los mismos. Si bien es verdad que los colegios profesionales siempre han supuesto un molesto grano para los responsables sanitarios, catalogar su visión como obtusa y sus ideas como decimonónicas no resulta, precisamente, un ejercicio de sensibilidad con los miles de colegiados que existen en Málaga.
         En cuanto a la influencia de la crisis en las prestaciones, no sería mala idea contrastar la opinión de Cortés con la percepción de los usuarios del sistema, en cuanto a listas de espera, atención domiciliaria y demoras en consultas (por poner algún ejemplo): igual el panorama no resulta tan alentador.
            

lunes, 17 de septiembre de 2012

Una de piojos




Ojo con los piojos

Héctor Muñoz. Málaga


Como este artículo puede ser leído por personas ajenas a la profesión médica, es conveniente aclarar conceptos antes de desarrollar el tema. ¿Qué es un MIR?  Literalmente significa médico interno residente: médico general que accede a través de un examen selectivo a una plaza para su formación como especialista en un hospital durante un periodo de tiempo, habitualmente cuatro o cinco años, tras el cual obtiene el título deseado, se supone que acreditando una serie de conocimientos, habilidades, actitudes y aptitudes. Su trabajo es remunerado mediante un contrato laboral con un sueldo más lo percibido por las guardias que realizan; si bien no es una cantidad desorbitada, sí es cierto que es más que digna para vivir desahogadamente, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría son jóvenes recién salidos de la facultad sin grandes compromisos familiares, muchos de ellos aún al abrigo de sus padres, orgullosos y satisfechos de la carrera de sus polluelos. Y polluelas.
        
         Mucho ha cambiado este sistema -que ha dado y sigue dando excelentes profesionales- en los últimos años. Cambios que han ido de la mano de una serie de transformaciones sociales, familiares, políticas, profesionales y laborales, desde su implantación a finales de los 70. El perfil del MIR de hoy no es el de antaño, aquel médico feliz por abandonar -al menos temporalmente- la bolsa de trabajo y las oficinas de empleo, capaz de llegar al hospital a las ocho de la mañana para presentar, ante la mirada crítica de sus maestros, un raro caso clínico sacado del New England Journal of Medicine, encargado tres días antes, nada más y nada menos que por el mismísimo jefe del servicio en el que hacía su rotación docente, comerse las críticas pertinentes con humildad y propósito de enmienda, aguantar con nobleza alguna que otra impertinencia, pasar media planta más o menos tutorizado, informar a familiares y salir a las cuatro de la tarde o continuar de guardia en esa especialidad para terminar a la misma hora pero del día siguiente. O llegar a las nueve de la mañana en su turno de 24 horas de urgencias, machacarse generosamente sacrificando en no pocas ocasiones comidas y cabezadas, para caer muerto y contento en su cama, también a las cuatro de la tarde del día siguiente, si -con suerte- no le habían colocado un cursito vespertino de formación específica. Zombis ojerosos con fonendo al cuello, pijama y bata con los bolsillos exageradamente llenos de notas, chuletarios, martillo de reflejos y oftalmoscopio; ellas descuidadas de rímel, sombras de ojos, colorete y pintalabios; ellos, despeinados y barba de dos días. Todos ganándose el respeto de los médicos adjuntos por su interés, su trabajo y ansia de superación, disfrutando íntimamente de aquel caso resuelto y del sincero reconocimiento de un paciente agradecido, cuando no jodidos por un error o un descuido oportunamente corregidos por un staff atento al quite. De esta forma, se hacían profesionales solventes con un nombre respetado en el hospital por su excelente y permanente disposición a no bajar el listón ni un milímetro, y eran valorados por ello, no por su simpatía, habilidad para reír gracias, dar palmaditas en la espalda o besar culos agradecidos por no emplear una expresión mucho más soez.

         Los justos logros laborales, como librar en saliente de guardia, limitar el número de horas de trabajo y una serie de mejoras económicas, han contribuido de facto a equilibrar una situación mil veces denunciada, casi en silencio, de “mano de obra barata”. Y es cierto: la administración ha usado a los MIR en este sentido, y lo sigue haciendo; con ello ha pretendido compensar el gasto que supone la formación de estos médicos generales con el progresivo decremento en las partidas destinadas a la contratación de profesionales ya hechos en el mismo sistema. Y esto, al menos en Andalucía, ha dado lugar a una mayor presencia de médicos generales en formación, en primera línea de batalla asistencial, con una menguada tutorización por la escasez de supervisores, cada vez más prematuramente quemados y agobiados por la sobrecarga y la precariedad laboral. Decisiones como las de suprimir guardias de presencia física en determinadas especialidades para médicos adjuntos (mucho antes de la crisis actual) avalan lo expuesto. El resultado de todo ello es que un pipiolo o pipiola, con 14 meses de antigüedad, se presenta ante el paciente y su familia como cirujano o cirujana, cardiólogo o cardióloga, intensivista, nefrólogo o nefróloga, traumatólogo o traumatóloga, y así sucesivamente, con un bizantino halo dorado de sabiduría y santidad, para decidir cuestiones importantes no siempre resueltas con el talento necesario, o simplemente no resueltas.

         Por otro lado, y como la cuerda suele romperse por el trozo más débil, una serie de errores médicos propios de la inexperiencia provocaron en su día las correspondientes sentencias judiciales adversas (los de la toga no entienden de barcas) que motivaron la orden para que los MIR de primer año no puedan firmar por sí mismos un documento oficial como puede ser un alta. Sin ser una medida descabellada, no deja de llamar la atención que un médico recién salido de la facultad pueda ser responsable de la salud de los cientos de personas del pueblo más recóndito al que le ha tocado ir en calidad de sustituto, y otro teóricamente más preparado, con todo tipo de pruebas complementarias a su alcance y la posibilidad de consultar con cualquier especialista, sea incompetente para hacerse cargo de un simple resfriado. A los políticos y sus gestores designados a dedo no les interesa que la población sepa que, en un elevado porcentaje de casos, es atendida por generalistas aprendices que se hacen pasar -sin rubor y con cierto recochineo- por consagrados especialistas. Igual, con esta información, un residente no podría hacer nada hasta su titulación definitiva porque, puestos a elegir, los pacientes y sus familiares optarían por el de mayor experiencia.

         Social y familiarmente no debemos olvidar que en los últimos quince años asistimos a generaciones de jóvenes tipo “Jonatans, Ingrids, Ikers y Ainhoas”. Consentidos y educados de una manera peculiar, informados y desinformados con smartphones de última generación, portátil superchulo y sus redes sociales, han sabido desarrollar, hábilmente, un discurso amoral basado en la libertad del “todo vale”. Y los MIR no han sido ajenos a estas corrientes; bien es verdad que en este colectivo no parecen ser mayoría. De momento. Pero los que son, son. Medicina defensiva a ultranza, más miedo que vergüenza, interesados en aprender maniobras evasivas antes que dar la cara, pelotas y sumisos con quien les interesa, déspotas y rebeldes con quien no o con los que estiman que pueden serlo, vagos de puro vicio y pésimos médicos con muchas leyes presididas por la del mínimo esfuerzo. Nadie les ha enseñado que hay que respetar las canas, por encima de todo, aunque no tengan razón, como a tus padres. El problema es que éstos y éstas no respetan ni a los suyos.

         Bastante se quejó en su día el catedrático y académico, profesor Ciril Rozman, uno de los padres del sistema MIR, de que no hubiera un examen al final de la residencia. Fue sustituido por un sistema de tutores que capean el temporal como pueden, sin malas palabras ni buenos gestos. Y con cierto grado de interés, todo hay que decirlo. En los últimos meses se han producido en el hospital Carlos Haya de Málaga, según fuentes solventes, una serie de incidentes con ciertos médicos generales en formación, casi todos -casualmente- de una misma especialidad, harto desagradables y que han motivado alguna protesta más que justificada, incluso con constancia escrita. La reciente reproducción de los mismos, en grado superlativo, con una recién llegada, invita a pensar en un contagio “boca a boca” que puede resultar en pandemia. Y se corta de cuajo o termina enmierdando el ambiente, más de lo que ya lo está.

Si para algunos y algunas no hay lugar para el respeto, en los demás no debe caber la misericordia con ellos y ellas. Hay una serie de procedimientos administrativos -siempre por escrito- desde el jefe de servicio hasta la misma gerente si es necesario. Cualquier cosa antes de que los piojos pongan huevos. Cualquier cosa antes de que la mayoría de buenos médicos residentes tengan que pagar por cuatro gañanes. Y gañanas.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Una de mujeres



Dos damas españolas

Héctor Muñoz. Málaga

Con la opinión pública mediáticamente abducida por la ruina económica, asustada, agobiada cada mañana y cabreada el resto de la jornada, brotan, casi de la nada -por imprevistos-, dos hechos noticiables que terminan dando la vuelta al orbe refrescando el ambiente con ese inconfundible olor a tierra recién regada: Cecilia y Olvido. Borja y Los Yébenes. Aragón y Castilla. España.

Ni que decir tiene que a ambos acontecimientos no les han faltado los que gustan de buscar los tres pies al gato; unos por imbéciles de oficio, otros por no tener otro tema de conversación y los de siempre para arrimar interesadamente cualquier fogata a sus medros políticos, desviando la atención de sus propias fechorías hacia cuestiones tan humanas, tan corrientes y tan normales, elevadas casi a categoría de asuntos de estado, en ese manido ejercicio, tan viejo como la Humanidad, de distraer al personal con pérfidas intenciones.

Doña Cecilia, una señora cabal, celosa de su pueblo, de su iglesia y de sus santos. Una mujer de carácter, resuelta y decidida. Conocedora de los rincones más ocultos del Santuario de la Misericordia, de sus cuadros, de sus imágenes, de sus telarañas, olores y humedades, convencida de su capacidad para arreglar ella sola lo que el tiempo y la dejadez de otros han estropeado en silencio. Un pequeño error de cálculo y cierta carencia de perspectiva artística -que se han producido sin género de dudas a la vista del resultado- no pueden empañar el desinterés con el que la señora acometió la empresa. Y mucho menos, eclipsar la dignidad y la valentía de la misma al reconocer su atrevimiento e impericia. Muchas Cecilias y Cecilios necesita este país de chamba, en el que solamente la cagan los que lo intentan. Los que no toman decisiones nunca se equivocan, y suelen ser los mismos que ahora critican el abandono del patrimonio cultural, como si fuera algo novedoso; cualquier viajero interesado ha podido constatar la indefensión de cientos de monumentos centenarios, incluso milenarios, repartidos por los campos ibéricos, abandonados a su suerte, en pié hasta que el tiempo se lleve por delante, no a sus piedras, sino a las manos que las cuidan.

Doña Olvido, cuatrocientos kilómetros al suroeste, en plena Mancha, es otra mujer española de armas tomar. Metida a política y electa como concejala del PSOE en el ayuntamiento de Los Yébenes, Toledo, ha tenido a bien grabarse un clip íntimo, presumiblemente destinado a una persona y no a una audiencia masiva a la que algún cabrón -o cabrona-, con pintas, ha conseguido llegar con ese revuelto de envidia, venganza y despecho que tizna nuestra historia y la preña de hideputas. Traicionada por su confianza, la atractiva edila no ha hecho nada distinto a los miles, por no decir millones, de babosos -y babosas, pero menos- que se machacan todos los días en Internet; mejor dicho: sí lo ha hecho diferente, por elegancia y sensualidad. El problema, al igual que doña Cecilia, ha sido un error de cálculo y falta de perspectiva, tecnológica en este caso. Y ya la hemos liado: entre abucheos, insultos, golpes de pecho, peticiones de dimisión y manifestaciones de apoyo (que no se sabe qué es peor), el mismísimo Torquemada parecería un querubín cándido e inocente. Al fin y al cabo, la Inquisición torturaba y después matarile. Un mal trago que terminaba con ese inconfundible olor a carne quemada. La hipócrita sociedad del siglo XXI tortura pero no mata. Tortura y tortura, sin acritud, con tranquilidad y buenas maneras, dentro de la legalidad vigente. Pero no mata.

Señoras Cecilia y Olvido: siempre a sus pies.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Un orgasmo lorquiano



Un orgasmo lorquiano

Héctor Muñoz. Málaga


¡Qué difícil es desconectar a veces de lo que ocupa y preocupa! ¿Verdad? Es como el jilguero que sale de la jaula y se posa encima de ella sin querer volar, como el síndrome de Estocolmo o como los prisioneros a rayas que no saben donde ir una vez liberados.

Diez días fuera del hospital dan que pensar. La imaginación vuela y alguien puede intuir que en tan largo periodo han debido cambiar muchas cosas: esa policlínica, por fin digna y espaciosa, con consultas y todo, sin biombos, con camillas preparadas para la máxima seguridad del paciente, no como aquellas desvencijadas en la que más de uno casi se desnucaba, no. Un sistema informático veloz, integrado, seguro e intuitivo, sillones ergonómicos, orden, silencio, rapidez y discreción.

Un personal feliz, entregado sin condiciones a la consecución de los fines más sublimes: manos limpias, recetas al buen uso propio y praxis ajustada al máximo nivel de evidencia científica. Como tiene que ser.

Y diligencia, mucha diligencia. Nada de echar balones fuera: colaboración, solidaridad, educación, humildad, sentido común. ¿Un enfermo necesita un marcapasos? Paciencia, no se atropellen por ponerlo en el día. Las prisas nunca fueron buenas consejeras. ¿Piedras en la vesícula? Tranquilos, que la que se queje después de veinte cólicos biliares lo hace de puro vicio. No es conveniente que el sistema se deje llevar por la ansiedad de los clientes. Es una inercia perniciosa. Como la anemia. Y hablando de carencias: esas criaturas transfundiéndose en el hospital de día, radiantes al recibir el sagrado fluido, tomando color y calor. ¡Qué bonito!

Y camas, muchas camas libres, como mínimo las más de cien que han estado cerradas y las 40 o 50 que siempre están libres. Siempre. ¡Qué gozada! ¡Qué derroche!

Esos médicos y enfermeras tan ejemplares como sus contratos indefinidos. Impresionante. O ese equipo de dirección, degustando empanados en franca camaradería con los que tienen guardias, picoteando de las fiambreras de los que no las tienen o convidando a chupitos de finas hierbas, sin alcohol, por supuesto, pero de muy buen rollo. Muy emocionante, carne de gallina al cantar juntos “la Tarara sí, la Tarara no; la Tarara, niña, que la he visto yo”. ¿Y qué más da que al que caiga enfermo le birlen el prorrateo de sus guardias? “Lleva la Tarara un vestido verde lleno de volantes y de cascabeles”. ¡Alegría, alegría!

Y un ecosistema bacteriano libre de bichos incómodos, de éstos que vienen del mismo culo del mundo y se acoplan de tal forma que parecen turistas de hamaca y gafas de sol. Nada de eso, porque para ello los que mandan, expertos donde los haya, actúan prestos ante la alarma más nimia. Es cuestión de reflejos, y éstos son unos linces que hay que cuidar, mimar y criar, incluso en cautividad si fuere necesario, para que nazcan, crezcan y se reproduzcan, como los camaleones, ya saben, esos lentos reptiles de ojos saltones que tienen la increíble cualidad de cambiar de color para mimetizarse en el entorno. ¡Qué habilidad!, que diría el sabio de Tarifa y que Dios lo tenga en su gloria.

Para redondear, un público educado, correcto, respetuoso, responsable, limpio, aseado, conocedor de sus obligaciones (que de sus derechos ya se han encargado linces y camaleones de ponerlos al día). “Luce mi Tarara su cola de seda sobre las retamas y la hierbabuena”.

Es materialmente imposible que las cosas vayan mal porque tenemos a la mejor: “Ay, Tarara loca. Mueve la cintura para los muchachos de las aceitunas”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Así nos luce el pelo




La culpa es siempre de los otros


Héctor Muñoz. Málaga

No hay más cera que la que arde. La misma que lleva ardiendo durante todos los siglos que han forjado este ser español: no solo es la España de pandereta que amó y padeció Machado; es la de “mi equipo es el mejor del mundo”, aunque pierda siempre; la de “al enemigo no le doy ni agua”, y mucho menos la razón, aunque la lleve; la de “mi niño es el mejor hijo del mundo y el más guapo”, aún sabiendo que el pollo es un haragán profesional que tiene a la madre como criada y trapichea en las puertas de las discotecas para sacar lo que no le roba del monedero, además de ser físicamente lo más parecido a un gremlin malo; o la de “no cambio mi ciudad o mi barrio por nada del mundo” mientras se sortean con habilidad las mil y una cagadas caninas en aceras y parques, dando gracias a Dios cuando se pisa una, porque eso “da suerte”. Y al que se le ocurra hacer la más mínima observación crítica del equipo, del niñato, de la ciudad o del barrio, pasa automáticamente a la lista negra. O conmigo o contra mí. No querer reconocer errores y defectos ante los demás, por evidentes que fueren, no aceptar una crítica ajena justificada, no decir jamás: “señores lo he hecho mal”; es la España de siempre, turbulento río en el que se diluye la responsabilidad, en el que la culpa siempre es del otro.

La casi total desaparición del ejercicio autocrítico en el panorama político español, nacional y autonómico, conforma un estado latente de polaridad miope, cuando no premeditadamente organizada, que frena cualquier avance social. La autocrítica y el debate interno han sido, o al menos lo han pretendido, señas de identidad de la “izquierda” española. No obstante y sin término medio, estas sanas discrepancias pasaron de ser insalvables, en la Segunda República y aún durante buena parte de la Guerra Civil, a insignificantes en los tiempos que corren. Los intereses de partido, los cargos y los escaños han tomado descaradamente el lugar de las ideas. En cuanto a la “derecha”, no necesita ningún tipo de análisis porque se retrata sola a plena luz del día defendiendo los intereses del dinero y el paquete de “valores morales” heredados del feudalismo, el poder eclesiástico y la burguesía conservadora.

         Con todos los defectos y carencias que se le puedan atribuir, no parece que el presidente de Venezuela, Hugo Chávez, sea sospechoso de conservador. Por ello, sorprenden sus duras críticas públicas “a algunos gobernadores y alcaldes de su propio partido que han fallado en sus compromisos con los electores”, convirtiéndose por ello en “el primer opositor”, según sus propias palabras (Ignacio Ramonet, Le Monde Diplomatique en español, agosto 2012). El tiempo dirá si son manifestaciones populistas -que lo son- o se traducirán en decisiones firmes que releguen al ostracismo a aquellos que no respetaron las promesas electorales.

Independientemente de ello, tal declaración supone una pequeña lección desde la otra orilla del Atlántico para la coalición teóricamente más progresista del abanico político andaluz, Izquierda Unida (IU), y su decisión de participar en el Gobierno autonómico, avalada por casi todos sus militantes en un referéndum de resultados más que predecibles. Desde ese momento, callaron las voces del “ala dura” del partido, y solo su cabeza visible, el diputado y alcalde de Marinaleda, Sánchez Gordillo, mantiene el espejismo mediático de una lucha social trasnochada. Trasnochada porque el siglo XXI acaba de amanecer -muy nublado, por cierto- y la noche de broncas y juergas del XX ya terminó. Hambre y miseria hay para parar once trenes. El debate en la sociedad sobre riqueza y pobreza lleva instalado en ella toda la vida, por mucho que ahora el vicepresidente de la Junta de Andalucía, Diego Valderas, quiera actualizarlo para justificar asaltos a supermercados. Ni Valderas ni Gordillo ocupan sillón por los votos de los 5.000 carnets que dijeron para que pudieran sentarse cómodamente a participar en la lapidación de la clase media que es la que mantiene, con su trabajo y sus impuestos, este cotarro.

Porque a ver de dónde sale la pasta para parados, pensiones, salud y educación para todos y todas. Hasta para sus propios sueldos. Y en vez de darles traca a los que declaran millones de renta y ganancias anuales -que seguirían viviendo como sultanes con menos de la mitad de lo que poseen- exprimen a los que tienen una nómina fácil de atracar con un simple decreto. Lo más curioso es que entre éstos -profesionales de todo tipo, muchos con trabajos de gran responsabilidad- hay votantes de IU. Han olvidado que están donde están por más de 400.000 papeletas y no solo por sus 5.000 militantes. Cómplices de la política servil de Griñán y compañía, se parapetan tras la barricada del no pasarán; pero como ya han pasado, la culpa es de todos menos de ellos. Y no sueltan la poltrona ni con agua hirviendo, en vez de decir: “la hemos cagado y nos piramos a la oposición de verdad, la que nos corresponde, que para palmeros ya hay muchos”. No. Ahí siguen, tragando carretas y carretones, con una jeta de cemento armado, contribuyendo con su ciega cobardía política -y sus intereses- al derrumbe del entramado social que tanta tinta, talento y sangre han costado para poder medio ensamblarlo. Prefieren ser abejorros zumbones que moscas cojoneras. Prefieren hacer la vista gorda ante la red clientelar que tiene montada la Junta (mientras entonan la Internacional con el puño en alto -da igual que sea el diestro o el siniestro-) y conseguir una buena foto, que protestar ante los puestos a dedo en la administración y el imperio del mérito político frente al del trabajo y el estudio. Prefieren, en definitiva, robar comida que atracar librerías, porque tampoco tienen gran interés en que el pueblo esté bien formado e informado. Se les cae el chiringuito, como ya se les ha caído varias veces.

No es de extrañar, por tanto, que todo aquél que discrepe de la gestión política de la “izquierda” sea tachado de facha impresentable. Pues miren ustedes, griñanes, valderas y gordillos: el peor mentiroso es el que miente a los que no tienen otra opción que creerlos. El peor lobo es el que se disfraza con un vestido rojo. Y mire usted señora: su hijo es un delincuente feísimo, su equipo es malo a reventar, su ciudad apesta y su barrio es un auténtico estercolero.

Usted no tiene la culpa: la tienen los demás.