domingo, 28 de abril de 2013

Crónica de un atropello


En primera persona

Héctor Muñoz. MÁLAGA.

La tarde del día 26 del presente publiqué en el diario Sur de Málaga un comentario, redactado en estilo informativo, a la noticia aparecida en dicho periódico sobre el evento celebrado ese misma mañana en el hospital Carlos Haya, para presentar a la prensa el exitoso ―y pionero en España― trasplante renal cruzado[1]. El comentario era, en sí mismo, otra noticia: la de que a un profesional, relacionado con el sistema de donación de órganos y trasplantes, se le había prohibido la asistencia al acto mencionado.

Ahora es el momento de contarlo con mayor detalle. Resulta odioso tener que hacerlo desde la primera persona, puesto que los ataques a la libertad de información y de expresión, tanto como a los derechos laborales, son «cosa pública», y más graves, si cabe, cuando tales atentados son cometidos por instituciones oficiales de poder; por ello, y despreciando el protagonismo no deseado del que esto escribe, el recurso retórico de la primera persona no es más que eso: un recurso necesario para no caer en el cinismo. Pero entiéndase que a cualquiera puede pasarle mañana y que es un problema de todos; la importancia no es que le pase a uno, o a una: lo relevante es que está pasando.

Dos días antes del acto celebrado en el salón oficial del hospital, recibo un correo electrónico en el que se me informa de la llegada prevista de la consejera Montero «para un asunto relacionado con trasplantes»; el informador baraja una posible hora de comienzo, pero sin seguridad alguna. Conociendo, como conozco, el uso propagandístico que la jerarquía política hace de los trasplantes, desde hace muchos años, intento investigar algo más, pero nadie  ―ni Google, que ya es difícil― sabe nada. Ni un solo anuncio en el hospital, ni en la web oficial; mis compañeros (uno de ellos miembro de la Comisión de trasplantes, y otro de la mismísima Coordinación) afirman no conocer el evento, dos horas antes de producirse. Sin embargo, al día siguiente la noticia es destacada en todos los diarios locales malagueños y en los principales nacionales: del secreto más absoluto, a una difusión mediática de máxima cobertura. Este hecho, incontestable, habla por sí solo y delata las intenciones políticas de la Consejería, con su línea comunicativa basada en el control de la información y el uso persuasivo de la misma. Para ello emplea todos los medios a su alcance: también los represivos, como me ocurrió a mí.

Pues bien, aunque un médico dedicado a la coordinación de trasplantes no supiera nada, un vigilante de seguridad me confirma que a las once y media hay evento. Efectivamente, desde 10 minutos antes, comienzan a llegar las «personalidades» y otros de menor rango; saludo cordialmente a un jefe de servicio ―o unidad de gestión clínica, como quieran llamarle― y a algún compañero con el que más de una madrugada he tenido que compartir la ingrata tarea de un protocolo de muerte cerebral. Algo más fríamente, cruzo un esbozo de «hola, qué tal» con el director médico Prieto y el subgerente Terol. La gerente Cortés pasa junto a mí ―en la puerta del salón de actos― dedicándole una furtiva, pero atenta mirada a mi tarjeta de identificación. Están esperando, inquietos, la llegada de Montero. Incómodo por la situación, me asomo a la puerta del hospital para tragar aire fresco. Antes de alcanzarla observo a una señora que encuentra un enchufe y pone su móvil a cargar. Dos policías nacionales custodian la puerta principal; me miran, pero afortunadamente, ni reparan en la lógica presencia de un tipo con uniforme, fonendoscopio al cuello y tarjeta de identificación. Un neurólogo, sin bata porque regresa de su desayuno para continuar pasando la consulta, sí es requerido por los agentes, a los que les debe dar una explicación convincente para poder entrar, explicación que finalmente aceptan, antes de oír quejarse al facultativo: «Menos mal que no llevo mochila».

Mientras tanto, ya en la explanada de acceso, las impolutas batas blancas de la gerente y su subalterno ―junto al no menos limpio traje azul marino de uno que los acompañaba― destacan sobre el color oscuro metalizado de dos buenos coches que acaban de entrar: la comitiva recibe a la recién llegada; besos, apretones de manos y entrada triunfal. La consejera, sobrada ella, sube con su séquito la escalinata principal; contrasta su seguro caminar con los tropezones que los otros se van dando por seguir su estela. Ajenos a toda la escena, se mueven los usuarios, pacientes y acompañantes, de un lado para otro, buscando la consulta o la sala de radiología: un mundo real frente a otro de diseño, ignorándose ambos.

Entra la reina y su corte en el salón de actos; discreto, en un segundo plano, me coloco en la cola para acceder a la sala. A medio metro de la puerta, me frena en seco un responsable de seguridad del hospital, flanqueado por un vigilante y otros dos subalternos sin uniforme. La puerta se cierra como una sentencia firme y el ruido del portazo se confunde con las primeras palabras del celoso guardián:
―Caballero, usted no está…, no está permitido… Es un acceso restringido.
―¿Ah, sí?
―Sí, es un acceso restringido.
―Pero… yo soy médico del hospital.
―Sí, pero no… ehh… no está permitido el acceso.
―¿Por?
―Órdenes de la Dirección.
―Ajá. Es para un tema de trasplantes…
―Sí, pero no me deusted no puede…
―¿Yo?
―No, usted no…, ya no puede entrar nadie más, de los que…
―¿Ningún médico del hospital puede entrar?
―En principio, en general… creo que no.
―Ajá. Muy bien. Y ¿a quién tengo yo que dirigirme ahora o luego para…, bueno…, para que me den una explicación que no sea la que usted me está dando, lógicamente?
―Hable usted con la subdirección…, en este caso la de Procesos Industriales y ya allí…
―¿Subdirección de Procesos Industriales? ¿Dónde está eso?
― En el pabellón de gobierno.

Saco del bolsillo mi libretilla, para anotar un nombre que, a buen seguro, está destinado a perderse en mi memoria: es curiosa la capacidad del lenguaje político-burocrático para inventar bizarras denominaciones como si se tratara de fabricar trajes de camuflaje con los que obstaculizar la visibilidad de la gestión.
―Entonces, usted me dice que ningún médico del hospital esta autorizado…
―No, hay una lista de médicos autorizados… y yo creo que ya están todos.
―Y ninguno que no esté en esa lista…
―Exacto.
―Muchas gracias.

Alguien sale en ese momento ―de forma inoportuna para mi interlocutor― y alcanzo a ver cámaras y reporteros dentro, antes de volverse a cerrar la puerta. Serenamente indignado, incluso con cierto placer morboso por tener la oportunidad de relatar esta peripecia, hago ademán de media vuelta y fuga, pero, pensándolo mejor, vuelvo al tema con cierta inquina y miro directamente hacia su tarjeta identificativa, colgada al cuello con una cinta.
―Perdón, no le importa, ¿verdad?, que tome su…
―¡No hombre! ¡Que luego coge y me denuncia a mí, coño! ―acompañando esta súbita pérdida de compostura con una risotada y un hábil movimiento de su mano derecha para dar la vuelta a su tarjeta de identificación e impedir que anote su nombre y apellidos.

Tras conminarle a que cumpla su obligación de identificarse, y asegurarle que no es mi intención denunciar a un simple mandado que sólo hace su trabajo, el que le han encomendado, consigo que pronuncie su nombre ―en tan bajo volumen de voz que casi uso el fonendo para poder oírlo y anotarlo. Las caras de póquer de sus subordinados dirigen sincrónicamente sendas miradas hacia la libretilla en la que yo apunto, como si estuvieran siendo multados por un guardia civil de carretera; la identidad de su jefe es tan insignificante para el caso que nos ocupa, como él mismo: no habla por su boca, lo hace por la de aquellos y aquellas que, de un plumazo, lo pueden mandar al paro ―o a un gulag― mañana mismo. Es ―aunque él no lo sepa― una víctima más de un sistema fáctico disfrazado de valores democráticos.

Minutos después, comento el caso con dos delegados sindicales que se ofrecen ―sin compromiso alguno, puesto que yo no soy afiliado del sindicato para el que trabajan― a acompañarme de vuelta a la maldita puerta del salón de actos para comprobar y testificar lo que previsiblemente va a ocurrir de nuevo: que siguen sin dejarme entrar. Ya no está el jefe, pero sus inferiores, ante los sindicalistas presentes, dan una nueva versión; ahora no se permite la entrada porque el acto está finalizando. Si se coordinan para la seguridad igual que para inventarse trolas, cualquier día de estos se llevan una cama del hospital y ni se enteran. O un scanner. Es lo que tiene la improvisación y las órdenes imprevistas.

Tal vergüenza debió de pasar uno de ellos, que una hora más tarde acudió a buscarme, a mi puesto de trabajo, para disculparse en nombre propio por el bochornoso atropello, disculpas que fueron ―cómo no― aceptadas. De paso, se le fue la lengua y me confesó que, además de los dos agentes uniformados de la Policía Nacional que custodiaban la puerta, había otros tres de paisano; a éstos, en la Dictadura franquista, les llamábamos «Los Secretas».

La principal conclusión de todo esto es que tienen miedo, cuando lo que deberían tener es vergüenza. He contado lo que ocurrió, de la forma más amena posible, y callo muchas cosas por no aburrir ni contaminar. Lo he hecho, además, con exquisitas literalidad y textualidad. Recientes informaciones revelan cierto cuestionamiento de la gestión del Carlos Haya. Se dice en diversos mentideros que la gerente ha caído en desgracia porque «debe mejorar en la forma de llevar Carlos Haya y mantener una actitud más abierta con los profesionales»[2]. Personalmente, la vi nerviosa, hiperalerta, preocupada; las fotos publicadas en los periódicos, escritos y digitales, no parecen desmentir esta impresión. Obsérvense con detenimiento. Creo que el traje le viene largo al actual equipo de dirección. Este emblemático hospital no es lo que es por ellos; lo es a pesar de ellos. Es hora de que se marchen, que ya les buscarán un despachito o, si lo prefieren, que vuelvan a su labor original, suponiendo que todos tengan plaza en propiedad. Y si algunos no la tienen, seguramente tendrán una puntuación suficiente, en la bolsa de trabajo, para pillar alguna sustitución temporal al 75%.

De trasplantes y unidades de gestión clínica, podemos hablar otro día.