viernes, 21 de junio de 2013

El otro «maracanazo»


El otro «maracanazo»

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Junio de 1970. Mundial de fútbol en México. Son las tantas de la madrugada: dan, en blanco y negro, los partidos más importantes; la selección brasileña, con Pelé y Jairzinho, la alemana con Beckenbauer y el torpedo Müller, o la italiana de Riva y Rivera. Un delirio para un niño de 11 años, enamorado del cuero, del buen fútbol. Ni los bostezos intempestivos son capaces de provocarle un mínimo pestañeo.

Ganó Brasil su tercer mundial con juego de ensueño y con una afición –prácticamente todos los brasileños– que se desquitaba, una vez más, de la tragedia de 1950, de aquella final perdida en el santuario de Maracaná –el mayor estadio del planeta, construido con recursos públicos, cómo no, y en tiempo record para ese evento– contra Uruguay y contra cualquier pronóstico mínimamente racional: el maracanazo. Violencia desatada, suicidios casi colectivos, llanto y silencio; enmudeció hasta el carnaval de Río, que ya es significativo. La antigua colonia portuguesa se olvidó de la samba y se vistió de luto. Si hay un país donde el fútbol se viva desde el parto hasta la fosa, ese es Brasil. Si hay una sociedad que muera por sus colores esa es la canarinha.

Por aquellos tiempos, en plena Guerra Fría, regía el país un militar –Gaspar Dutra– conservador y liberal, escorado a un imperio norteamericano obstinado en mantener su área de influencia sudamericana frente a la amenaza soviética, ese fantasma alimentado desde Truman hasta papi Bush. Quiso utilizar el más que previsible triunfo de la selección, pero los jugadores uruguayos le fastidiaron el festín propagandístico. Y se quedó jodido, más aún cuando tres meses después perdió las elecciones.


El año que viene Brasil organizará su segundo Mundial de fútbol. Y como viene siendo norma, han organizado un año antes la actual Copa de Confederaciones: un campeonato diseñado como banco de pruebas –lo que no deja de ser una excusa–, pero sobre todo como un tremendo negocio para la FIFA y para un complejo entramado empresarial multinacional encabezado por los principales grupos mediáticos que adquieren los derechos de transmisión. Por supuesto, de forma colateral –que no tangencial–, con este torneo se mantiene a la población entretenida, evadida de otras realidades más penosas y menos divertidas; nada original, por cierto, porque ya lo hacían los emperadores romanos con los espectáculos del Coliseo cuando la plebe se les revolvía ante la miseria, la injusticia y la corrupción de sus gobernantes. Les daban sangre y morbo. Ahora nos dan fútbol. Y morbo.

Pues bien, resulta que, 63 años después de aquella derrota histórica en Maracaná, las cosas han cambiado bastante. Los brasileños han aprovechado el escaparate futbolero para salir a la calle y clamar por los derechos, bienes y servicios básicos que les están sisando. Lo mismo que en España, Italia, Portugal, Grecia, Turquía, Chile y muchos otros más. Brasil, país que nos han vendido como «emergente», está tan sumido en la mierda de la corrupción, y en el más absoluto desprecio a sus ciudadanos, como lo están los otros; la ventaja que tienen para ser oídos y vistos es, precisamente, la Copa de Confederaciones. Y la están aprovechando a pesar de que los manolos de Mediaset o los de Marca TV nos quieran pintar un panorama distinto, una realidad virtual en lo que lo más importante es si España jugará o no con doble pivote, o los diez goles que le han metido a un grupo de polinesios. La Roja y el tiqui-taca llevan jodiendo a los españoles desde que ganaron la Eurocopa de 2008, porque justo desde entonces nos han venido engañando como a chinos –los de antes, porque a los de ahora no hay manera–. Y si no, pregunten a más de uno, que mientras colgaban en su balcón la bandera patria y cantaban el gol de Iniesta de mi vida, otros estaban firmando sus cartas de despido.

Pero ya no es lo mismo: no pueden impedir que conozcamos la revuelta popular de un país hastiado que se ha tirado a la calle para reclamar su dignidad, lo que ya les ha costado un muerto, y es previsible que no sea el único. La presidenta Rousseff ha convocado gabinete de crisis. Según el diario El País, la remodelación del nuevo Maracaná ha costado 500 millones de dólares y parece que aún no está acabado completamente. Cerca del mismo, la pobreza, la insalubridad, la incultura y la delincuencia conforman la escena real, muy alejada de los cánticos victoriosos. Este panorama es descarnadamente inmoral, tanto como que nadie tenga reaños de suspender el campeonato, para, al menos en este evento, enseñarles los dientes a los tiburones financieros, políticos y mediáticos. Ya hay jugadores que comienzan a cuestionar esta sinrazón, y alguno –el mismísimo Pelé– se siente como en la ladera de un volcán y pide tranquilidad a las masas. Y como éstas decidan meterse en Maracaná, no va a ser para felicitar a Blatter o a Platini.


         Ojalá, con suerte y sin sangre, los brasileños desmonten esta pantomima y no se celebre un partido más. Menos fútbol y más agua potable. Menos millones para circos y más para escuelas. Menos grúas para gradas y más para viviendas. Menos corrupción y más vergüenza. Menos lucro y más salud. Menos alta gama y más autobuses.

A casita, chavales. Que se acabó la fiesta para la FIFA, Globo, Mediaset, y toda la estirpe de especuladores. Que se jodan.

2 comentarios:

  1. Respecto a este tema, Héctor. Me gustaría que leyeras el siguiente titular:
    "Un reportero de MARCA vive en primera persona
    los graves disturbios en Río"

    Como si los reporteros no debieran vivir lo que cuentan en primera persona. Como si ahora tuviéramos que dar las gracias y alabar al muchachote que se jugó el pescuezo por hacer su trabajo.

    Te habría gustado el temario de una de las asignaturas de este cuatrimestre. Ahí lo dejo, para que te entre curiosidad.

    Un Saludo.

    ResponderEliminar
  2. José carlos Escudero4 de julio de 2013, 14:12

    Ojalá la conciencia de la gente aumente lo suficiente como para que cueste mucho mas engañarnos.

    ResponderEliminar