viernes, 14 de marzo de 2014

La caravana de los palmeros

La caravana de los palmeros

H. MUÑOZ. MÁLAGA



Votad, votad, malditos.

   Éste podría ser hoy el título de la mítica película de Sydney Pollack, Danzad, danzad, malditos, ambientada en la Gran Depresión de los años treinta, la madre de las crisis financieras hasta que en 2008 reventaron Lehman Brothers y la burbuja inmobiliaria. Bailar hasta morir, de desesperación y miseria.

   Los palmeros ―en referencia a los políticos― son esos ridículos seres que se afanan en jalear a los auténticos dueños del cotarro ―los que tienen la pasta―. En esto, y en crear el suficiente ruido para ensordecer a la audiencia, basan su existencia y sus ganancias. A algo más de dos meses vista, ya ensayan de cara a las elecciones europeas del 25 de mayo.

   Agrupados en partidos políticos, que no son otra cosa que sus propias compañías de teatro, se atrincheran tras un guión adaptado para vender su producto por el asequible precio de un voto por cabeza. Que nadie espere un debate real con la ciudadanía, en el plano de las ideas; que nadie espere autocrítica u objetividad; que nadie espere una explicación clara, ni de lo que pasó, ni del porqué ocurrió, ni de lo que está por llegar. Los asuntos importantes no son del dominio público.

Votad, malditos.

   La troupe se pone en marcha; van dispuestos a entretener al personal. A encenderlo, entusiasmarlo, levantar pasiones y despertar emociones. No tienen ningún interés en fomentar un diálogo racional con la sociedad. Para ellos, la mayoría es lo que Walter Lippmann llamó ‘el rebaño desconcertado’: millones de sujetos reducidos y relegados a meros observadores de un espectáculo cinematográfico; millones de personas a las que cada cuatro o cinco años les ofrecen un líder y el inmenso honor patriótico de meter un papelito en una caja de plástico. De esta manera, unos delegan la solución de sus problemas y descargan su conciencia cívica, y los otros solo esperan que después de votar, las masas vuelvan a su sillón y al rol de espectadores que la Democracia les ha asignado. Esta es toda la participación del pueblo, y si te vi, ya no me acuerdo. Hasta las próximas elecciones.

Votad, malditos, votad.

   Para los palmeros, ya sean rojos, azules, verdes o amarillos ―da igual el color del disfraz―, el rebaño es “demasiado estúpido”, como escribe Chomsky, para comprender las cosas; hay que domesticarlo, pero en vez de usar pistolas, como hacen los sistemas totalitarios, ellos prefieren la propaganda permanente y las urnas. El plomo también, pero ‘solo cuando esté justificado’. Los votos son su gran coartada; con ellos acabarán con lo poco que va quedando del estado de bienestar; entrarán en guerras ajenas y seguirán protegiendo los intereses de la minoría dominante, sus amos, los de la pasta, los que mandan de verdad. Y todo ello lo harán, lo hacen, tras un velo tejido por un universo ficcional de malos y buenos, de héroes y villanos; los espectadores podrán estar de parte de unos u otros, pero no pensar: para eso están ellos.

Votad, votad, malditos.

   Mientras el rebaño no se desperece y se limpie las legañas endurecidas por décadas de desinformación, la única opción revolucionaria será la de la fuerza de la desesperación, la de siempre, teñida de rojo caliente, henchida de llanto y de dolor. Pero si las gentes entienden, por fin, cómo son burdamente manipuladas con tan pasmosa facilidad, dejarán de ser rebaño para convertirse en ciudadanos pacíficos, que el próximo día 25 disfrutarán un maravilloso día de descanso, ajenos a la gran performance de los palmeros y sus amos ultraliberales. Será su propia fiesta, con urnas vacías y de espaldas, en bloque, a la tramoya verbenera de los colegios electorales. La gran revolución del siglo XXI puede ser la abstención masiva, la deslegitimación pacífica de un sistema pervertido.

   Abrir los ojos o pagar con un voto: éste es el dilema. El bicho muere si no come, pero engorda con las papeletas. La Constitución no contempla la ‘democracia militante’, según sentencia del Tribunal Constitucional; esto quiere decir que también ampara a los que no comulgan con el sistema. La cantinela de que “votar es un deber ciudadano” es otro cuento palmero: votar es un derecho, y no hacerlo también lo es, e igual de legítimo. Y en las circunstancias presentes, podría ser hasta lo más responsable.

5 comentarios:

  1. Muy bueno Hector. Magnífico. Enhorabuena. No se si has tenido oportunidad de leer un artículo de un profesor de Pensilvania, español, sobre los candidatos de los dos principales partidos a las autonomicas: " vidas paralelas de dos apparatichick". Lo compartí en Google +. Tu artículo me lo ha recordado.
    Muy bien. De nuevo enhorabuena. Reivindico un día campestre en la próxima recolección de papeletas

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  2. Muchas gracias, José Carlos. Voy a buscar ese artículo.
    Un abrazo.
    Héctor.

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  3. Sembrado como siempre Hector. Un fuerte abrazo.

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  4. Gracias Paco. Seguimos en la brecha.
    Un abrazo.

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  5. Pero si no votamos ... ¿ no conseguimos lo mismo que votando ? Ellos siguen legalmente legitimados, que es lo único que les importa y nosotros seguimos sin representación. No será mejor intentar que todos votemos en su contra ??? Me encanta la prosa, pero no acabo de entender el argumento.

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