viernes, 22 de agosto de 2014

MIR: ¿Un príncipe convertido en rana?

Los aspirantes (I)

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

El comienzo del verano de este año 2014 ha sido pródigo en noticias sobre el Servicio de Urgencias del hospital Carlos Haya. Los diarios malagueños, especialmente el de mayor difusión, el Sur, se han hecho eco de la amenaza de huelga de los Médicos Internos Residentes (MIR) de segundo año, obligados por la Dirección del hospital a trabajar en urgencias por las mañanas, en días laborables, durante los tres meses estivales en los que los médicos adjuntos (médicos de plantilla) toman sus vacaciones anuales. Esto se produce días después del anuncio de la inminente reestructuración arquitectónica de dicho servicio.


Hay muchas personas ajenas al mundo sanitario que preguntan ‘qué es un MIR’, tras leer en los periódicos los titulares y las noticias sobre sus conflictos laborales. Es curioso el desconocimiento popular sobre un sistema de formación de médicos especialistas que ya tiene una historia de más de un tercio de siglo. No pocos creen que son estudiantes; para muchos son esos médicos ‘jovencitos’ que aprenden y ayudan; y para otros son unas mentes superdotadas que han conseguido ser especialistas con poco más de 25 años. Los que se interesan algo más preguntan, acertadamente, por qué ‘internos’ y por qué ‘residentes’; y la primera respuesta es que no son ni una cosa ni la otra: ni están internados ni viven en el hospital.

Por lo tanto, no parece que la actual denominación de este colectivo de médicos generales sea acertada. Es arcaica, inexacta y confusa. Para el que tenga alguna duda: son médicos generales; son ―y así serán denominados a partir de ahora― Médicos Generales en Formación Especializada (MEGFE)[1]. Y es muy conveniente que el ciudadano, como usuario del Sistema Nacional de Salud (SNS) y contribuyente de la Hacienda Pública, conozca todo lo relacionado con los MEGFE, porque están en todos los puestos asistenciales: quirófanos, plantas de encame, urgencias, paritorios, UCI, centros de salud, laboratorios, salas de radiología, etc. Es muy improbable que un usuario de cualquier servicio sanitario público no se encuentre, más temprano que tarde, con uno de estos médicos. Otra cuestión es que no lo sepa o no le interese, siempre que se considere bien atendido.

Estos médicos generales desempeñan sus funciones con un horario laboral normal: una jornada ordinaria, una serie de horas extraordinarias que se llaman guardias, vacaciones y descansos reglamentarios. El Estado les paga por ello, y habilita otros recursos necesarios para que, al mismo tiempo, estudien y aprendan lo suficiente y, al cabo de cuatro o cinco años, consigan el título de médico especialista con las garantías que la sociedad demanda. El día de mañana serán ―o al menos eso se pretende― buenos cirujanos, cardiólogos, urólogos, anestesistas, etc.

Los MEGFE son pues, mayoritariamente, jóvenes médicos generales recién salidos de una facultad. Con sus títulos, estrenándolos, acceden a una dura prueba teórica de carácter estatal que, una vez superada, les permite ingresar en un hospital acreditado, habitualmente público, para obtener durante cuatro o cinco años la formación suficiente y poder conseguir así el correspondiente y ansiado título de especialista, una vez superadas las diferentes evaluaciones que marca la ley[2]. Durante todo ese tiempo perciben un salario y un complemento por las guardias realizadas.

El montante total de sus retribuciones varía en función de la comunidad autónoma, y ha sufrido un decremento considerable como consecuencia de los recortes derivados de la actual crisis económica, al igual que ha ocurrido con el resto de estamentos profesionales. Según un estudio de la Confederación Estatal de Sindicatos Médicos (CESM), presentado en septiembre de 2013[3], la media de ingresos brutos de este colectivo ronda los 30.000 euros anuales para un MEGFE de segundo año que haga cuatro guardias mensuales. Algo menos cobrarían los de primer año, cuya labor asistencial es completamente tutorizada por ley, y algo más los de cuarto y quinto año, habilitados legalmente para una mayor adopción de responsabilidades, siempre bajo la guía del staff[4], ya que no dejan de ser médicos generales hasta la validación del título de especialista al terminar el periodo formativo.

El número de MEGFE que no superan el periodo formativo, por no ser considerados aptos, es ínfimo, por no decir inexistente. Prácticamente, salvo abandonos y desgracias personales, todos ellos ―miles todos los años― salen con el título bajo el brazo. El sistema de evaluación se realiza a través de las comisiones y unidades docentes de cada uno de los hospitales acreditados, mediante una red de tutores que son médicos adjuntos de los diferentes servicios, encargados de calificar al ‘residente’ en sus diferentes rotaciones y en su actividad puramente asistencial. Excepto infrecuentes auditorías ministeriales, las evaluaciones se hacen en y por el mismo hospital o centro de salud. A tenor de la aplastante proporción de ‘aptos’, una de dos: o todos son muy buenos y el sistema es perfecto, o hay una generosidad en exceso; y los que conocen la realidad, que son muchos, saben que para la perfección queda un buen trecho.

Este sistema de formación postgraduada se instauró en España a mediados de los años 70 y alcanzó su madurez en 1984. No hay duda de que este hecho es un hito en la historia de la medicina española, porque ha proporcionado una gran cantidad de médicos bien formados que han construido una solvente estructura técnica, profesional y científica, sobre la que se ha conformado la idea de un SNS basado en la atención sanitaria de calidad, universal y gratuita. Un sistema que, además, aspiraba a garantizar la máxima hipocrática de la transmisión del conocimiento y la praxis médica a través de las diferentes generaciones de profesionales.

Uno de los pioneros en este arranque es el profesor Ciril Rozman, un eminente catedrático, internista y hematólogo, de origen esloveno, que ya en el año 2008 atisbó un horizonte no exento de problemas y desviaciones: según Rozman, el hecho de que el acceso a MEGFE consista solamente en un examen puramente teórico, de carácter memorístico-cognitivo, “ha tenido como efecto secundario adverso, un empeoramiento de la fase pregraduada”. De estas palabras cabe deducir que la enseñanza universitaria está más enfocada a preparar brillantes opositores que a formar médicos integrales, delegando esta última responsabilidad en el sistema MEGFE. Se trataría de asegurar la aptitud mediante un test y encomendar la actitud, la praxis, el humanismo y las cuestiones éticas al libre albedrío, a una malentendida ‘evolución natural’ o al simple e incierto destino de cada cual.

Otra queja del profesor “tiene que ver con el examen al final del período de formación MIR”. Esta evaluación estaba prevista en España, “pero una huelga de los mismos MIR impidió su puesta en práctica”.[5] A tenor de esta declaración, no parece que Rozman estuviera convencido de la solvencia profesional de todos los especialistas del sistema MEGFE, por el único hecho de cursar un periodo formativo remunerado durante unos cuantos años.

En los 80, años de desempleo, un recién licenciado se apuntaba a la bolsa del paro y, con suerte, conseguía algunos contratillos de días, semanas o pocos meses en algún ambulatorio de la capital o en cualquier pueblo perdido de la provincia de Málaga. Allí iba para sustituir temporalmente al médico titular de la plaza. El ‘sustituto’ llegaba con una mochila cargada de ilusión, ganas, temor y conocimientos teóricos, muchos de ellos tan inservibles para el cuerpo a cuerpo de la realidad, que terminaban desapareciendo de la memoria.

El hospital quedaba muy lejos en el horizonte profesional; allí estaba la élite, con sus buenos especialistas y sus MEGFES, que no solían tener problemas para encontrar trabajo estable al terminar su periodo formativo. Además, el currículo acumulado les permitía acceder con garantías a las oposiciones para una plaza fija. A los médicos que no conseguían superar el duro examen test del mal llamado MIR, le quedaban pocas opciones: muchos seguirían vagando temporalmente por consultorios, urgencias extrahospitalarias o ambulancias de mala muerte (las famosas ‘lecheras’); algunos, a través de un conocido o familiar, intentaban formarse en alguna especialidad de forma tan poco regulada como mal retribuida: así nacieron los Médicos Especialistas sin Título Oficial (los MESTO); otros buscaban en la medicina privada ―de capa caída en aquellos tiempos― el pan y la sal. Los más tozudos estudiaban, año tras año, para ser MEGFE; y los más listos aprovecharon determinadas coyunturas políticas y un carné de partido para dedicarse a cargos administrativos que les permitirían medrar y trepar, lejos de la vocación que les había llevado a esta carrera universitaria: no son pocos los gestores actuales ―al menos en Andalucía― que proceden de aquellas hornadas.

Mientras los MEGFE tuvieron trabajo asegurado al acabar la ‘residencia’ no hubo mayores problemas, aunque ya se percibía un cierto estatus de castas. Pero a finales de los 80, el paro volvió su malévola mirada también hacia ellos. El corporativismo defensivo y la insolidaridad en las adversidades, talones de Aquiles de la profesión médica, despertaron como la quimera de su letargo: especialistas y médicos de familia vía MEGFE contra MESTO y médicos generales, que reclamaban sus derechos a un puesto de trabajo y una homologación profesional; las administraciones hacían todo tipo de piruetas legales para adaptar títulos dispares y reconocer situaciones consolidadas en un vacío difícil de llenar.

A estas alturas, el colectivo MEGFE y sus mentores se habían convertido en un importante grupo de presión con la bandera de la competencia profesional ‘acreditada’. Los primeros en caer fueron los MESTO, desposeídos sin piedad de sus puestos tras años de sacarle al SNS las castañas del fuego, muchos de ellos ya con una edad y una situación familiar que les ponían muy cuesta arriba el camino y su futuro. Los médicos de familia que terminaban su ‘residencia’ gozaron de un baremo favorable y coparon rápidamente los primeros lugares en la bolsa de trabajo. Las sobras, para los médicos generales sin plaza en el SNS. Nadie podrá negar que la formación de aquéllos contribuyera a mejorar la calidad asistencial; pero este hecho solamente se dio mientras la nueva Atención Primaria funcionó como estaba previsto.

Esta especie de gazpacho galénico se estabilizó, más o menos, ya entrados los años 90, gracias a una mejoría del mercado laboral, que dio relativo acomodo a los diferentes colectivos médicos. Los nuevos especialistas no tenían grandes problemas para ser contratados, incluso en los mismos servicios en los que se habían formado. Los médicos de familia encontraban acomodo en los centros de salud o en urgencias. Durante tres, cuatro o cinco años habían trabajado duro, habitualmente con más horas de hospital y estudio que de hogar y ocio. Y sin salientes de guardia hasta que una justa reivindicación y diferentes sentencias judiciales terminaron reconociéndolos como un derecho laboral muchos años después. Motivados, curiosos, ávidos de saber, esforzados, respetuosos con la profesión y con sus docentes; a la aptitud teórica sumaban la actitud necesaria para afrontar los problemas, adquirir responsabilidades y tomar decisiones. No tenían necesidad de servilismo ni de adulaciones interesadas para ser bien valorados.

En un hospital terminan conociéndose todos. El hospital, como entidad con todos sus trabajadores, enfermos y allegados, es el que suele dictar la primera sentencia sobre el que es ‘buen médico’, y la primera predicción sobre el que será un ‘buen especialista’; esos pasillos han visto tanto y a tantos, que difícilmente se equivocarán. Y por aquella época los pocos ‘residentes’ desidiosos e incompetentes ―que también los había, como en cualquier otro estamento o institución― resaltaban más por el alto nivel que tenía la mayoría de sus compañeros, que por su propia mala actitud. La mediocridad encontraba serias dificultades para mimetizarse en una blanca bata o un pijama verde, y era fácilmente descubierta, incluso paternalmente tolerada por el sistema.

La segunda mitad de los 90 no fue mala, laboralmente hablando. La puesta en marcha de nuevos servicios asistenciales, la reorganización de la asistencia urgente, el inesperado silencio sindical durante el primer mandato de Aznar y la relajación de las bolsas de trabajo, permitieron contrataciones casi a la carta y de mediana o larga duración en muchos de los casos. Tales arbitrariedades fueron posibles dentro de un vacío administrativo pero, sobre todo, fueron adecuadas porque los diferentes jefes clínicos usaron criterios que coincidían con la valía profesional de los elegidos. El tiempo les dio la razón. Además, los mediocres no tenían grandes problemas para encontrar trabajo. Todos contentos. Desde el futuro, siempre difícil de adivinar, el nuevo milenio se invitaba a si mismo, socarronamente, a irrumpir inexorablente tras la última campanada del maltrecho siglo XX. Quizá, lo que no han sido capaces de prever Rozman y otros impulsores de la formación médica especializada, son las consecuencias que sobre la misma han tenido, y tienen, los cambios a nivel social, político, laboral, profesional, académico y científico, que se han producido desde entonces.

El siglo XXI no venía solo.

(Continuará)





[1] Denominación original del autor, que pretende una mayor coherencia entre el significante y el significado, pero sin valor oficial alguno.
[2] http://www.boe.es/buscar/pdf/2008/BOE-A-2008-3176-consolidado.pdf
[3] http://www.cesm.org.es/index.php/laboral/retribuciones/2653-los-medicos-hemos-perdido-como-minimo-un-25-de-su-poder-adquisitivo-desde-2010
[4] En el ambiente hospitalario, Staff es el término que engloba al conjunto de médicos adjuntos de plantilla y los jefes clínicos de un centro sanitario. En la empresa privada, se refiere con mayor exactitud al grupo directivo.
[5] http://blogderozman.wordpress.com/2008/12/23/breve-historia-del-sistema-mir/