miércoles, 30 de diciembre de 2015

Reseña Bibliográfica: TERRITORIO COMANCHE



RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

TERRITORIO COMANCHE

Arturo Pérez-Reverte

Editorial: Ollero & Ramos. Madrid, 1994 (1ª edición)
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Fantasmas de colores
 Héctor Muñoz

Territorio Comanche es la sexta novela de Arturo Pérez-Reverte y la última publicada mientras ejerció como periodista durante 21 años. Fue escrita en la antigua Yugoslavia entre agosto de 1993 y febrero de 1994. Ambientada principalmente en el conflicto bélico de los Balcanes, Territorio Comanche incluye también bastantes referencias, anécdotas e historias reales de otras guerras cubiertas informativamente por el mismo Pérez-Reverte o por otros compañeros de profesión.
A lo largo de seis capítulos y 144 páginas, el autor narra las peripecias y situaciones a las que se enfrentan los reporteros de guerra para buscar y obtener la información en bruto, elaborarla y emitirla. Al hilo de dicho relato, y a partir de su amplia experiencia profesional en esta especialidad del Periodismo, el escritor describe con realismo la escena, los personajes, el horror y las víctimas de un mundo en permanente conflicto y de la propia condición humana, esa que, a través de milenios y civilizaciones, ni escarmienta ni se cansa de matar.
Las dedicatorias del libro, en sus sucesivas ediciones, ofrecen ya una primera pista y revelan parte de su esencia. La primera, de 1994, está dedicada a José Luis Márquez León, protagonista de la novela y reportero gráfico de TVE, actualmente jubilado. La última edición (Alfaguara, 2010) lo está a dos reporteros más, ambos asesinados mientras cubrían guerras: Miguel Gil Moreno, en el año 2000, durante una emboscada guerrillera en Sierra Leona, y Julio Fuentes, en 2001, al comienzo de la invasión anglo-norteamericana de Afganistán para derribar el régimen de los talibanes. Lo tristemente irónico del caso es que estos dos periodistas fueron compañeros de Pérez-Reverte y aparecen como personajes de esta novela.
Protagonistas
Los protagonistas principales son dos reporteros de TVE: Márquez y Barlés, por este orden. José Luis Márquez es un personaje real, como casi todos los que aparecerán en la obra. Está considerado como uno de los mejores cámaras de guerra del mundo. Barlés es el redactor y presentador de las crónicas de guerra; es un personaje figurado porque es el nombre que el autor se da a sí mismo para poder construir el relato en tercera persona. Junto a ellos viaja la intérprete croata, Jadranka —profesora de castellano y catalán en la Universidad de Zagreb, intérprete para la embajada de España y ex alto cargo del Gobierno Tudjman—; los tres formaron el equipo móvil de TVE en diferentes momentos de las guerras balcánicas, entre 1991 y 1994.
Sinopsis
La acción principal se desarrolla a principios de 1994, durante la guerra Croata-Bosnia, en Bijelo Polje, una pequeña localidad Bosnia situada a 14 kilómetros al norte de Mostar. La Armija —fuerza militar bosnia— avanza recuperando el territorio tomado anteriormente por el ejército croata de Bosnia y Herzegovina (HVO). Los dos bandos están separados por el río Neretva y se parapetan a ambos lados del puente que lo vadea. Los militares croatas —los llamados jáveos— lo han dinamitado y se proponen detonarlo en su retirada para impedir el avance de la Armija.
Los dos reporteros se encuentran en el lado croata, en una carretera cercana al puente, para grabar la explosión. Márquez está obsesionado con obtener esa imagen, planteándoselo como un reto profesional. Será una exclusiva porque no hay otros periodistas allí. La secuencia del puente volando por los aires resume el poder destructor de una guerra, y el cámara la quiere a toda costa.
A cien metros de ellos, pasada una curva de la carretera, hay una granja en la que vive una familia croata. Detrás de la casa, Jadranka los espera en el coche, un Nissan blindado con el que se desplazan a las zonas de conflicto. Toda la trama transcurre en una sola jornada de trabajo, desde que llegan los reporteros y escogen la mejor posición hasta que vuelan el puente y se marchan para elaborar y emitir la crónica.
Estructura
El acontecimiento del puente se desarrolla a lo largo de seis capítulos y sirve de hilo conductor que el narrador abandona y retoma continuamente, mientras reflexiona sobre los hombres, con sus luces y sus miserias, sobre la guerra y el reporterismo. Ilustra el discurso con historias reales vividas durante los más de 20 años cubriendo conflictos bélicos en casi todo el mundo. Las que no son de su experiencia son de conocimiento propio por fuentes directas. Unas y otras son relatadas descarnadamente, con la rudeza de un profesional curtido que ha visto el infierno mil veces y lo ha podido contar, y también con la ternura —contenida y casi disimulada— de un tipo instruido que no puede permanecer ajeno a tanto dolor extraño.
Por los pasajes de Territorio Comanche desfila un sinfín de personajes: soldados, víctimas civiles y, sobre todo, periodistas de los principales medios del mundo, muchos de ellos compañeros directos y amigos, algunos que ya no están, que “han dejado de fumar” como irónica y metafóricamente se refiere el autor a sus muertes. Pérez-Reverte describe escenarios, personas y hechos de forma que el lector puede imaginarlos sin esfuerzo.
Abre el primer capítulo con Márquez enfocando el cadáver de un soldado croata abandonado en una cuneta. Sitúa el contexto bélico del momento en una guerra, la de los Balcanes, que fueron muchas guerras a la vez. Dibuja el entorno físico, a modo de escenario, y describe con detalle el terreno, las casas en ruina, los olores y los sonidos, como el de los morteros, los cristales rotos al pisarlos o el mismo silencio: eso es un territorio comanche, “el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta, donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti”.
Cierra el relato con la tremenda explosión del puente, la sonrisa de Márquez de oreja a oreja por haber conseguido tomarla, las cuentas que hacen los dos reporteros para alcanzar ilesos el Nissan bajo una lluvia de proyectiles bosnios y poder llegar a tiempo de emitirlo a la hora del Telediario.
Salvo el primero y el último, los otros cuatro capítulos son más bien paradas de descanso que emplea el escritor para dar un poco de aire. Cabe destacar un par de páginas del cuarto capítulo (“Las postales de Mostar”), dedicas a contextualizar históricamente el conflicto de los Balcanes y el origen de los nacionalismos, desde el Imperio Austrohúngaro, la Bosnia otomana, la cuestión serbia en el origen de la Primera Guerra Mundial y el sangriento papel de ustachis croatas y chetniks serbios en la Segunda, hasta la disolución de la antigua Yugoslavia y la guerra que desencadenó.
Por lo demás, no hay cambios sustanciales en la línea narrativa. De hecho, a lo largo de la obra incide en los mismos o parecidos argumentos, si bien contados de distinta forma o a colación de acontecimientos diferentes. Por tanto, mejor que un análisis por partes resulta más conveniente desarrollar las claves.
Claves del relato
Márquez
Es el protagonista principal y objeto de la obra. Mucho se ha discutido sobre si Territorio Comanche es una novela de ficción o hasta qué punto lo es; el autor lo aclara en una entrevista, varios años después:
“El puente de Márquez voló en realidad cuando los serbios intentaron cruzarlo en Petrinja [septiembre de 1991]. Pero Márquez no pudo firmarlo, porque ya no estábamos allí. Esa es la única vez que el libro se aparta de la realidad. […] Pero yo le debía su puente. Por eso quise darle la satisfacción de obtener su imagen saltando por los aires, en el libro; […] es el mayor homenaje que podía tributársele a ese curtido cabrón que durante tantos años ha sido mi compañero y amigo. Aunque solo haya sido en la semi-ficción de unas páginas, después de tres décadas cubriendo guerras por cuarenta mil duros al mes, José Luis Márquez tuvo su maldito puente”.

Con esta declaración se despejan dudas y quedan patentes la admiración y el cariño del escritor por el cámara. Esta es una constante a lo largo de las páginas del libro: Pérez-Reverte detalla sus movimientos, sus gestos, sus expresiones; relata anécdotas e historias pasadas vividas en común y describe la técnica de Márquez usando frecuentes explicaciones en lenguaje audiovisual: foco, plano, movimientos de cámara, transiciones, audio, etc. Destaca su frialdad en momentos en los que el reportero se juega, literalmente, la vida, por no desperdiciar el segundo que lleva días, meses o años esperando. Y es que “lo que pasa, pasa en ese segundo, no se puede volver atrás y empezar con un folio en blanco”, dice Márquez en una reciente entrevista para RTVE.
La guerra de los reporteros
En el fondo, Márquez es la personalización de un homenaje a todos esos reporteros —algunos ya no viven— que va citando a lo largo del libro: Paco Custodio, Gervasio Sánchez, Julio Fuentes, Miguel Gil, Enrique del Viso, Miguel Ángel de la Fuente, Leguineche, Ovalle, Fernando Múgica, Josemi Díaz, Eguiagaray y muchos más, españoles y extranjeros. El lector no deja de preguntarse qué diablos es lo que mueve a esta gente a arriesgar tanto para dar una noticia, qué clase de impulso los empuja o los mantiene alejados de sus familias en territorios tan hostiles.
El autor relata experiencias e historias vividas con ellos en la antigua Yugoslavia y en otras guerras, en otros lugares. Traza perfiles en cuatro líneas y suele hacerlo en clave positiva. Una excepción es Ángela Rodicio, la Niña Rodicio como la llama, una joven inexperta en aquellos momentos, capaz de decir que los B-52 (aviones de más de 80 toneladas de peso) bombardean en picado, con actitud prepotente y tendencia a hablar mal de compañeros y grandes reporteros. La verdad es que casi nadie ha desmentido las palabras de Pérez-Reverte, que parece haberse tomado su particular venganza en esta obra.
Los hoteles en los que se alojan los periodistas —la tribu— son otra fuente de inspiración: Beirut, Managua, Bucarest, Kuwait, Buenos Aires, El Aaiún, Vukovar, Bagdad, Zagreb, Sarajevo y un largo etcétera. Relata la vida en ellos, la convivencia a veces difícil por la competencia la solidaridad y el miedo. Usa la jerga del oficio como solo alguien que haya estado allí, y sea de la tribu, puede hacerlo: salir a buscar la noticia —ir de shopping— o apurar las situaciones al máximo (“tres bombas más y nos vamos”). El hotel es para dormir, comer si hay comida, ducharse si hay agua y para refugiarse cuando las cosas vienen muy torcidas y la artillería o los bombarderos no dan tregua, pero no para narrar la guerra, viene a decir el periodista, porque ésta solo se cuenta desde donde ocurren las cosas, sin olvidar, eso sí, que lo peor es no regresar: “Porque todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la mesilla de noche”.
Experiencia y riesgo
La experiencia del autor como periodista y reportero es la espina dorsal de la novela porque no se entiende, o resulta complicado hacerlo, que alguien ajeno al reporterismo de trincheras alumbre una obra como Territorio Comanche, por muy bien que escriba y mejor se haya documentado. El texto destila oficio por sus cuatro márgenes, y solo con ese oficio es posible guardar el equilibrio entre cumplir con la información y no caer en el intento; es el eterno dilema, según Pérez-Reverte: demasiado lejos no hay imagen y demasiado cerca puede ser letal.
La suerte —la mala— puede jugar su papel en cualquier territorio comanche, pero la inexperiencia, la inatención o la temeridad injustificada son a menudo el origen de las desgracias. Por ejemplo, saber distinguir en la vibración de los cristales la onda sónica que precede en cinco segundos al impacto, observar la hierba fresca y tiesa de un camino minado, conocer los rincones preferidos por los francotiradores o calcular los segundos entre mortero y mortero antes de cruzar una calle, pueden suponer la diferencia entre cenar esa noche en el hotel —aunque sea una triste lata de carne en conserva a la luz de una vela— o viajar de regreso a la patria en una caja de madera dentro de otra mayor de aluminio, como una matrioska. Por otro lado, tales desgracias siguen la ley de las probabilidades, la del cántaro y la fuente; de manera que mientras más tiempo está un reportero al pie del cañón —nunca mejor dicho—, más papeletas lleva en la rifa. Por eso, llega el día en que echa cuentas y se marcha para no ver la guerra nunca más: “Más vale no hacer una foto que hacer la última foto”.
Crítica
No es privativa de esta novela porque la crítica al poder —en cualquiera de sus niveles— es una constante en toda la obra de Arturo Pérez-Reverte. Pero en Territorio Comanche adquiere tintes tragicómicos al escribir sobre los domingueros o japoneses, así llamados aquellos que solían visitar las zonas de conflicto en la antigua Yugoslavia, solamente durante uno o dos días, para hacerse una foto y regresar al calor del hogar a la mayor brevedad: intelectuales de toda clase, consejeros, parlamentarios, ministros, defensores del pueblo, presidentes de gobiernos, generales, “periodistas con mucha prisa”, como Lobatón, y personajes del estilo de Pedro Ruiz.
A todos ellos con sus chalecos antibalas y cascos de estreno, “arriesgando la vida a cincuenta o doscientos kilómetros del tiro más cercano, con intrépida expresión”— el escritor proporciona una buena tanda de puyazos y el desdén de un reportero bragado y curtido de verdad. Cualquier profesional en otras disciplinas de choque como, por ejemplo, un médico de urgencias habituado a bregar con el dolor, la sangre y las zancadillas de los que mandan, entiende esto a la perfección y se le queda la misma cara que al periodista cuando llegan los prebostes a retratarse de gratis. Por si las moscas, comenta Pérez-Reverte, en tales ocasiones “Márquez tenía la cámara lista por si al dominguero le daban de una puñetera vez el chinazo que se andaba buscando”.
No escapan a la criba los primeros ministros y cancilleres europeos, “ensayando sonrisitas y posturas ante el espejo” durante la crisis, incluidos los españoles Solana y Fernández Ordóñez, aunque a este último no lo nombra expresamente, supuestamente por haber fallecido antes de la publicación del libro. También dedica algún pasaje con irónica acritud a los estados mayores de las grandes potencias, a sus analistas de guerra y los técnicos que no paran de inventar armas y proyectiles que hagan el mayor daño posible sin finiquitar de inmediato: “Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las arregle como pueda”.
A TVE, la empresa para la que trabajaba, le hace un siete en Territorio Comanche, por mezquina, según el periodista. Dos meses después de la publicación, y ante la probable apertura de un expediente, Pérez-Reverte se marcha del ente público con una famosa carta que termina con aquello de: “Que os den morcilla, Ramón [Colom], a ti y a Jordi García Candau”.
El horror
No abusa el escritor, más bien huye, de regodearse en las salvajadas de los beligerantes. Da la impresión de ser consciente de que el público ya las conoce sobradamente por los medios y no redunda en ellas ni acude al sensacionalismo facilón.
Prefiere dibujar la barbarie a través de los ataques a símbolos culturales, como el incendio de la biblioteca de Sarajevo o la destrucción del histórico puente de Mostar, dedicando —y solo de pasada— alguna tenue pincelada a hechos macabros, como la matanza en el mercado de la capital bosnia, las violaciones masivas de mujeres musulmanas o las masacres de Vukovar. No necesita recurrir a la sangre porque a través de sus descripciones es capaz de comunicar la tragedia de la población civil: las fotos de un álbum familiar entre las cenizas de una casa, el anciano que mira bonitas antiguas postales de una ciudad ahora arrasada o el campesino croata que duda en abandonar su granja, con su familia, ante la inminente llegada de la Armija.
Por el contrario, sí que se detiene narrativamente ante la visión de cadáveres, pero lo hace más con las reflexiones que le evoca la persona que fue o la propia muerte —moneda corriente del entorno en el que trabaja—, que con detalles morbosos o puramente descriptivos: “No hay nada tan solo como un muerto […] porque, en el fondo, un muerto no es sino el dolor futuro de alguien que lo espera y aún no sabe que está muerto”.      
Rasgos estilísticos
La historia está narrada en tercera persona. Barlés, el compañero de Márquez, es el nombre figurado del propio Pérez-Reverte, que lo usa para no convertir el texto en una experiencia personal y no restar relevancia al protagonista principal.
El autor emplea un lenguaje directo y realista, de tono generalmente culto pero con frecuentes expresiones más cercanas al estilo coloquial y castizo —incluso a riesgo de pecar en la malsonancia— que al cultismo empalagoso. La novela es de lectura muy fluida y de gran visibilidad, gracias a sus ricas descripciones y retratos. Completan este cuadro una serie de ingeniosos giros y divertidos comentarios, que en más de una ocasión arrancan la carcajada. El humor negro es una de las constantes vitales de esta obra.
El escritor se apoya en la metáfora con acierto, sarcasmo e ironía, dardos con los que pincha al mundo de la superficialidad, la estupidez, la vileza y la hipocresía, al que denuncia y critica de forma inmisericorde, desahogando su ira, su rabia y su desesperanza por el convencimiento de que poco se puede hacer frente a la ignorancia consentida y militante.
En Territorio Comanche, Pérez-Reverte hace alarde de amplios conocimientos en balística y artillería. Para ilustrar sus explicaciones sobre los sonidos de las balas, los proyectiles, la metralla o las bombas, emplea curiosas onomatopeyas que, leídas despacio y en voz alta, sitúan al lector en las calles de Sarajevo, Mostar o Vukovar, atento a un tump de salida o al temido raas-zaca-bum-bum. Además —y esto es aún más admirable— sabe administrarlas para no pasarse de color.
Valoración
Si no fuese por los elementos de ficción —muy escasos pero conocidos— y por los abundantes juicios de valor de su autor, podría decirse que Territorio Comanche es un gran reportaje de guerra. Incluso cabría añadir que es uno de los mejores, a riesgo de linchamiento por los puristas de los géneros periodísticos.
Sea como fuere novela reportajeada, reportaje novelado o, simplemente, novela— esta obra de Pérez-Reverte es un valioso relato con doble vertiente: por un lado es un documento sobre la guerra y la mísera condición de los felones que, desde la sombra, la provocan o no quieren ni les interesa evitarla. La otra cara de Territorio Comanche es la de todos aquellos que trabajan para contarla y contribuir al derecho que tienen —o deberían tener— todos los pueblos y sus gentes a estar bien informados. Es la cara de un periodismo salvaje y arriesgado, no siempre bien pagado, al menos en España; es la cara del reportero cansado que, tras otra dura jornada, celebra haber escapado un día más a cualquiera de las desagradables sorpresas que una guerra puede deparar.
Y aunque un buen día diga hasta aquí hemos llegado, me largo y hasta nunca, el reportero jamás estará solo. Mientras escriba cómodamente en el ordenador de su casa una crónica de sociedad, un artículo de opinión, una crítica literaria, una novela o no escriba nada, le acompañará aquel amarillento estudiante pekinés aplastado por los tanques de Tiananmén, el negrito eritreo con su barriguita hinchada en un campo de refugiados, el moreno campesino nicaragüense asesinado por paramilitares somocistas o el rubio y blanco croata abandonado sin hálito en cualquier cuneta de la antigua Yugoslavia. Fantasmas de todos los colores, etnias y religiones. Fantasmas de todos los rincones de la Tierra, agradecidos al periodista por haber contado al mundo que una vez existieron.

Seguro que Márquez y Barlés, y todos los demás, tienen apadrinado a más de uno.


sábado, 26 de diciembre de 2015

Opinión: Universitarios y Emigración



El otro mensaje

 HÉCTOR MUÑOZ

Un día de estos alguno se corta las venas en un aula de cualquier facultad española. Y en plena lección magistral, para horror de todos. Porque el mensaje de que aquí nada hay que hacer, que la cosa esta muy mala y de que lo mejor es aprender varios idiomas y salir por piernas con el título bajo el brazo a buscarse la vida —en Alemania, Reino Unido, Francia o algún país escandinavo— comienza a ser irritante para los alumnos.
No solo molesta por redundante y descorazonador, es que parece que los están echando desde el primer día de clases, algo parecido a aquello de “el invitado ya querrá marcharse” o “en otra casa vivirías mejor tú solito”. El asunto puede terminar en tal estado de confusión que el universitario llegue a dudar de si en vez de estudiar para enfermero, periodista o abogado, lo hace para parado. No sería una mala idea que en el primer claustro de profesores, al comienzo del curso, se pusieran de acuerdo en nombrar pájaro de mal agüero a uno de ellos, para no repetirse durante el año. El turno sería rotatorio.
El problema es que no solo son los profesores, sino que también alguno de sus invitados saca la maldita cantinela en algún momento de su charla. Es el caso de Ignacio Martínez, periodista con largo recorrido y una ancha experiencia que le gusta transmitir, o al menos esa impresión daba hace unas semanas en la Facultad de Periodismo. Habló de muchos aspectos de la profesión, con un discurso interesante y plagado de valiosos consejos, perlas que los estudiantes deben atesorar para aprender el oficio de verdad. En el tramo final de su exposición, cómo no, recomendó salir de una España que ofrece un presente malo, con destino a un mundo que es muy grande.
No es probable que alguien dude de la buena intención con la que se dan estas recomendaciones. Y son de agradecer, como las collejas de una madre, pero habrá de entenderse que hasta lo excelso puede ser cansino si se repite más de lo conveniente. Porque tampoco es probable que cualquier chaval de 18, 20 o 22 años ignore a estas alturas el panorama que le espera de no cambiar el rumbo de la historia.
Todo esto tiene sus riesgos, porque cabe la posibilidad de que el mensaje se entienda como una invitación al aprobado por los pelos, a no leer ni ampliar conocimientos fuera de los apuntes; a estar más interesados en aprender inglés, francés, alemán o chino mandarín —no es broma, es el cuarto idioma más demandado—, que en saber hacer un excelente reportaje, una buena cura o un sentido alegato de defensa. A ver si ahora va a haber una legión de jóvenes políglotas españoles migrando de un lado a otro, sin saber dónde tienen la cara en su propio oficio; que ni los alemanes ni los chinos pagan por pronunciar estupendamente.
Sí, es verdad: en los últimos cinco o seis años se han marchado decenas, centenas de miles de jóvenes titulados porque aquí no tienen un hueco digno. Lo que no se sabe bien es qué pasa luego. A los que salen en españoles por el mundo y programas similares no les va mal, o eso dicen. Otros terminan haciendo diariamente varios minijobs —bárbaro eufemismo con el que se pretende camuflar la peor explotación laboral desde la época del Novecento de Bertolucci— para pagar un alquiler y comprar a precio de oro los pimientos importados de su propia tierra. Y por la noche, a poner copas y birras en un afterwork berlinés o un pub londinense, alimentando esa otra leyenda negra de que los españoles son los camareros de Europa, también en Europa. Es complicado que los que fracasan en su dura peripecia emigrante terminen reconociéndolo, y además es humanamente comprensible.

El otro mensaje es el de que aquí hay lugar para ellos, quizá con mucho esfuerzo, mucho estudio y mucho trabajo; con gran paciencia y sin dejar de moverse, día sí, día también, sin desfallecer. Quizá con un poco de ayuda de padres y amigos. Con todo eso y con unos políticos decentes es posible, aunque esto último tiene peor arreglo.

martes, 22 de diciembre de 2015

Opinión: Lotería de Navidad



Primperán, por favor

 HÉCTOR MUÑOZ

Estoy a punto de vomitar. Disculpen si les agrio la fiesta pero, francamente, no es para menos. Todos los años igual, como si no hubiera más lotería que la de Navidad en el país del juego a tiempo completo, en el que no hay un solo día de los 365 que tiene el año, uno más en bisiestos, en que la peña deje de jugarse los cuartos en bonolotos, primitivas, Once, discapacitados o euromillones. Sin contar rifas variadas, quinielas, tragaperras o apuestas por Internet. Y aún hay quien se extraña del más de medio millón de ludópatas declarados que hay en España.

Lo peor no es que casi nunca toque y que uno pueda estar la vida entera jugando y cuando al final echa cuentas hubiera tenido para comprarse el pisito soñado. Ni que si alguna vez sonríe la suerte, llegue Montoro con sus apandadores y se lleve un 20% como el que no quiere la cosa, o que pierdas el décimo, o se lo lleve un amigo.

Lo más insoportable es tener que oír el soniquete de unos niños hiperrepelentes, cantando numeritos desde las nueve de la mañana; en la radio, en el bar, en el coche, en el móvil, en tu casa. La expectación que levantan es algo que roza lo incomprensible. ¿Cómo puede apetecer ver lo mismo —bombo-bolita-cantinela-paseíto— una y otra vez? Y sobre todo, ¿qué gusto le sacan aquellos que no llevan ni una mísera participación? Pues eso, que allí están, en el bar de la esquina, sin perder hilo y con el café finiquitado desde hace un buen rato. Arcadas me siguen dando.

Una nación estalla de alegría cuando sale el Gordo. ¡Con la que está cayendo por estos lares! Mariló Montero y Fernando Ramos brincan en la 1, como poseídos, porque ha tocado en Almería, en Osuna o en Vilariño de Conso, que para el caso les da lo mismo. Las conexiones en directo frente a la puerta de la administración señalada por los Siete Dioses de la Fortuna son un clásico, con duchas de cava, bailes, gritos, abrazos, camisetas preparadas para conmemorar el evento —¿cómo lo hacen con tanta rapidez?— y el lotero o lotera en plan “no hace falta que me deis las gracias chicos”, cuando para sus adentros está pensando que de haber sabido el número no se comían estos una peladilla. ¡Alegría, alegría! ¿Se puede ser más falso en la tierra que inventó la envidia?

Es verdad que para alguna pobre criatura, asfixiada por las trampas, unos miles de euretes son como el boca a boca para un ahogado. Se comprende su emoción y hasta que pierda los papeles ante las cámaras. Pero la que más sorprende es esa señora que, como el caganer del belén, aparece invariablemente todos los años en estos saraos y es la más contenta, con diferencia, de todos. Cuando el reportero le acerca el micro a la boca, lo agarra como si tuviera ruedas y —exultante ella— dice: “¡A mí no ma tocao ná, pero malegro mucho por ellos!”. Eso no te lo crees tú ni bajo hipnosis, guapa. ¿Qué pintará allí ese personaje? Hagan sus apuestas. Hagan juego, señores.

Y mientras discurren con sus cábalas, me van a disculpar pero voy a por el primperán antes de que lo ponga todo perdido. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (11)


ENTREGAS:    1     2 (cap. II y III)    3     4     5     6    7    8    9   10

  ABEL
CELATOR


XII



Mal asunto


Los escasos restos de maquillaje y lápiz de ojos que aún le quedan acentúan su aspecto de cansancio. Somnolienta y cabreada, Reme Sacristán, la joven residente de radiología, espera una paciente entre bostezos ahogados. Como aquel sabio calderoniano de La Vida es Sueño, que se preguntaba si habría algún otro más pobre y triste que él, la licenciada experimenta la firme creencia de ser, en ese momento, la criatura más sufrida del hospital.

«¿Habrá otra persona alguna

de suerte más importuna?»

Poco más de dos años lleva en el hospital. Le enseñan una especialidad y le pagan casi 2.500 pavos todos los meses. Un lujo en un país quebrado. Siempre supervisada, cuando un asunto se complica echa mano de algún radiólogo con experiencia. Es como trajinar con fuego al lado de un bombero. Con 27 abriles recién cumplidos, es hija de una generación a la que le cuesta tolerar la adversidad. Para ella y para otros muchos jóvenes bien preparados en lo técnico, esfuerzo y entusiasmo no son virtudes en sí mismas; solo son herramientas que únicamente tienen cabida si coinciden con unos intereses muy concretos: los propios. Educados lejos del humanismo, a menudo confunden orgullo con arrogancia.

―Vaya, al fin habéis traído la enferma; la he pedido hace media hora…
Abel Grilo aprendió hace muchos años a mostrarse impertérrito ante reproches de esta clase. «Al fin habéis…». La heredera de Röntgen suelta la carga de profundidad y lo hace en presencia de la paciente y su familiar; culpa a los celadores del retraso y ―lo que es mucho más grave― de hacerle perder un tiempo precioso. ¡El de ella!
La señora Gaviria no está para tales cuitas. Concentrada, inmóvil, se aferra a su dolor como si no separarse de él le evitara perder la cordura o la conciencia; ni siquiera levanta la cabeza para mirar a quien no le da ni las buenas noches. La sobrina busca, sin éxito, la reacción de Grilo, que espera, silencioso e impasible, instrucciones de Sacristán. «¿Media hora?», se pregunta Adela, un tanto molesta por la actitud de la residente, antes de decidirse a hablar:
―Ese papelito ―señala un cajetín de plástico transparente por el que asoma la petición de ecografía― lleva aquí más de tres horas, doctora.
―Pásela a la camilla ―ordena Reme al celador sin darse por aludida―. Descúbrale la barriga ―ahora la orden es para Adela.
La habitación es una pequeña estancia en la que solo caben el aparato de ecografía, la silla para el radiólogo y la camilla. La oscuridad necesaria para poder ver la pantalla hace que parezca aún más agobiante. Adela se queda en un rincón libre ―de pie, por detrás de la cabeza de su tía―, desde el que puede ver la cara de la residente, un trozo de pasillo iluminado, a través de la puerta entreabierta, y el cuerpo de María. Observa el abultado abdomen, tenso, brillante, serpenteado caprichosamente por vetas rojizas que, al trasluz, parecen un laberinto que se pierde hacia las caderas. Mientras Sacristán pone en marcha la máquina y unta la piel con un gel transparente y frío, Adela recoge el pelo de la enferma a modo de caricia.
Abel espera fuera. Aprovecha para echar un vistazo a los titulares de la prensa digital en su teléfono móvil. Oye varias voces, lejanas, en el corredor principal; a medida que se aproximan distingue alguna risotada. Aparecen por una esquina y se dirigen al escáner: una celadora empuja un carrito con una joven gitana; les sigue un séquito formado por dos mujeres en ropa de casa y dos hombres que discuten con ellas. Cierra la compaña, varios metros por detrás, un enorme y rubio mohicano que solo levanta la vista de su iPhone blanco para corregir la trayectoria y no golpearse contra las paredes. Un ay de María, amplificado en el silencio de esa zona del hospital, provoca la curiosidad del grupo y todos vuelven su mirada hacia Abel. Susurran entre sí y se pierden hacia el fondo, a la derecha. El Yona acelera el paso, como el que huye de un bombardeo, para alcanzar al grupo. No vaya a ser que…
La presión del transductor sobre su barriga le provoca un dolor sordo e intenso. María aprieta los dientes pero no puede evitar un gemido cuando Reme suelta de golpe; este otro dolor es diferente, más incisivo, agudo, fino como una puñalada. La residente se disculpa y le explica que es inevitable. Su expresión es más sombría a medida que avanza la exploración. De vez en cuando pulsa un botón, para la imagen y graba una instantánea. Se siente observada por Adela y procura no aparentar inseguridad. Mira la pantalla pero en realidad está pensando qué hacer. Finalmente, descuelga el teléfono y marca cuatro dígitos que conoce de memoria. Habla con el radiólogo de guardia, su adjunto, le explica el caso y lo que acaba de ver entre la miríada de puntitos en escala de grises que forman la imagen ecográfica de las vísceras de la enferma. Responde varias preguntas de su interlocutor y termina con un «me gustaría que le echaras un vistazo», que suena más a una petición de ayuda que de opinión.
―Vamos a tardar un poco más, María. Ahora viene el doctor Rodríguez…, ya sabe…, cuatro ojos ven más que dos…
―Lo que usted diga ―responde lastimosamente la paciente, mientras su sobrina se contiene para no preguntar con ella presente, aunque la llamada de Sacristán le da muy, pero que muy mala espina.
“Un juez llama a 1.100 imputados y testigos en el fraude de la formación”. Mientras Abel lee este titular de El País, puede oír una puerta que se abre en las dependencias interiores del servicio de radiología y el perezoso caminar de Ernesto Rodríguez. Somnoliento y desaliñado, el especialista saluda al celador antes de entrar en la salita, donde le espera, ansiosa, su residente.
―Perdona que te haya molestado, Ernesto…
Adela se siente aliviada y no termina de comprender la disculpa de Reme Sacristán. Nota que su pose toma un cariz diferente ante la figura del veterano. Ahora no es la altiva doctora sino una humilde aprendiz que deja su asiento al experto.
―Buenas noches ―Rodríguez saluda a las tres mujeres―. No es ninguna molestia, Reme, para eso estamos. ¿Has grabado la exploración?
―Sí, la tienes preparada.
El radiólogo analiza las imágenes en movimiento, las detiene, vuelve atrás, ralentiza la secuencia, de nuevo adelante, cambia el brillo o el contraste; no le gusta lo que ve. Señala alguna zona de la pantalla y comenta con la residente lo que aparece en ella, con un lenguaje imposible de comprender para la enferma y su acompañante.
―Vamos a molestarla un poquito más, señora, ya sé que esto duele, pero es necesario ―coge el transductor y lo hunde en el abdomen con la mayor delicadeza posible, que no es mucha.
―¡Qué le vamos a hacer! ―responde entrecortadamente María, sin tiempo para suplicar que no la trasteen mucho más.
Un sudor frío se apodera de su piel durante esos interminables minutos. Por fín, el radiólogo termina su trabajo, corta un trozo de fino papel blanco y lo entrega a Adela para que limpie el pringoso gel que embadurna el vientre de su tía. Tras hacerlo, con suavidad para no provocar más dolor, la ayuda a incorporarse y arregla sus ropas. María se mueve con dificultad y ahogo. Siente que se le escapa la vida. Se despide de los médicos y da unos pasos hasta el carrito, que espera en la puerta. Grilo la acomoda lo mejor que puede. La sobrina remolonea antes de salir y aprovecha para preguntar sin que la enferma la escuche:
―Doctor, ¿qué es lo que ha visto en la ecografía?
―Parece un problema intestinal serio, señora. Tiene las tripas muy dilatadas por falta de riego sanguíneo y hay líquido en la cavidad.
―¿Es una peritonitis? Mi padre murió de una…
―En este momento es difícil saberlo, pero puede terminar en peritonitis, sí.
―¿Y qué hay que hacer ahora?
―Vamos a escribir el informe y lo mandaremos al médico que lleva a su tía. Con esta prueba no podemos saber todo el alcance del cuadro. Necesitaríamos un escáner, pero la analítica muestra que los riñones no están funcionando bien, y el contraste que hay que poner puede dañarlos aún más. Por lo que me comenta la doctora Sacristán, los cirujanos aún no han visto a María. Cuando valoren el caso hablarán con usted y si estiman otra prueba nos llamarán.
―¿Tienen que operarla?
―Eso no se lo puedo decir yo. Espere a hablar con ellos.
María no quiere preguntar. Lo que haya de ser, será. Está en manos del destino, esa fuerza con un poder superior a la de los antiguos dioses; la misma que se colaba con forma de espectro en los sueños de Jerjes el Grande, el sino que terminó empujándolo al desastre persa en el desfiladero de las Termópilas.

Son casi las cuatro de la mañana. De vuelta a la sala de urgencias, el corredor se hace más largo y angosto. Abel empuja el carro con respetuoso silencio. No es ocasión de hablar, ni siquiera para un comentario animoso. Adela enjuga las pocas lágrimas que logran vencer su temple y brotan tímidamente de unos ojos apagados.


No serán las últimas.


Continuará




lunes, 2 de noviembre de 2015

Crónica de un desastre


Frío en las entrañas

HÉCTOR MUÑOZ.  MÁLAGA. 30 octubre 2015

Acaba de perder su bebé en aguas del Mediterráneo. Dice llamarse Anastasia y ser de Camerún. Tumbada en la camilla y cubierta con el dorado chillón de una manta térmica que solo deja asomar la cabeza y el largo tubito del suero, unos grandes ojos destacan sobre la piel oscura. No hay miedo en ellos. Está alerta y gira el cuello a ambos lados como queriendo ubicarse. Solo fija su mirada, y lo hace con intensidad, en cualquier persona que se dirige a ella. Habla poco y en francés. Su voz es grave y profunda. ¡L’enfant, l’enfant!, inquiere a todo el que se le acerca, quizá esperando confirmar su tragedia, más que por albergar alguna esperanza.
Una enfermera la reconoce en la foto que están publicando los medios en Internet. “¡Sí, es ella!”. Es fácil distinguirla por las rastas que adornan su peinado. Allí está Anastasia, junto a los otros supervivientes, sentada a horcajadas sobre lo que queda de la embarcación. La zódiac no aguantó el peso de 54 personas y se desfondó entre África y Europa, a 85 kilómetros de la Costa del Sol. Ahí terminó el viaje para 39 de ellas, incluido el pequeño africano de ocho meses. Los 15 restantes consiguieron sobrevivir al naufragio, agarrados a los asideros de la goma neumática, durante una noche y la mañana del día siguiente, hasta ser rescatados y llevados al puerto de Málaga.

Supervivientes del naufragio, momentos antes de su rescate. / SALVAMENTO MARÍTIMO / ATLAS

Siete de ellos necesitan atención hospitalaria y son trasladados. Anastasia y tres más ingresan en el Carlos Haya. Solo son cuatro, pero los pasillos y las salas de urgencias casi siempre sobrecargadas se terminan de llenar con uniformes de la Cruz Roja y policías nacionales que deambulan por allí un tanto despistados. Reina la confusión en esos primeros momentos porque nadie sabe si se producirá una avalancha de víctimas; y si con cuatro hay caos…, el personal se teme lo peor. Uno de los médicos llama al jefe de la guardia para recabar más información, pero resulta ser al contrario: le da su primera noticia.
Poco a poco, la situación se va destensando. Los cuatro inmigrantes, dos hombres y dos mujeres, pasan a sendas camas que deben parecerles las del cielo, suponiendo que compartan este concepto para continuar con sus cuidados. Hipotermia, deshidratación, golpes, quemaduras solares, algún leve problema respiratorio y agotamiento muscular. Los monitores muestran en verde neón la cantidad de oxígeno que fluye por la sangre y los latidos de sus maltratados corazones africanos.
Se cotiza al alza toda persona que sepa hablar francés. Las identificaciones son complicadas y se asumen los nombres que ellos dan o los que el personal cree entender: Anastasia, Julana (la otra mujer) y Pascal, cameruneses, y Walter, de Costa de Marfil. Da igual: esos nombres no valen nada. Hay que asignarles un número para incluirlos en el sistema informático y poder atenderlos.
Los cuatro coinciden en que han estado más de cinco horas en el agua y en que llevan tres días sin comer. Son jóvenes de entre 20 y 30 años que han perdido familiares en el naufragio: Anastasia a su pequeño; Pascal, un hermano y una hermana; Julana, un hermano, y Walter a un sobrino de 18 años. Lo cuentan con la resignación del que casi no le queda ya nada por perder y se sabe en manos solo del destino. Ni siquiera en las de los médicos.
Los resultados de las pruebas no hacen temer por sus vidas. Uno de los galenos pregunta a un policía hay uno por cada inmigrante si los náufragos están en calidad de detenidos. “Afirmativo. Y cuando tengan el alta van a la comisaría”. Es decir, a los calabozos. El médico de guardia atiende a la responsable de comunicación y al gerente, interesados en el problema: la noticia ha dado la vuelta al mundo y los focos están puestos sobre el hospital. Una enfermera comenta con ironía la agilidad con la que ahora suben a los enfermos que esperaban cama en planta.
Los facultativos han decidido que la comisaría no es el mejor lugar ni siquiera para unos cuidados básicos. Llega la noche y los inmigrantes duermen después de haber dado buena cuenta del menú que se sirve a los pacientes. En el pasillo, los cuatro agentes conversan y comparten una bolsa de patatas fritas. Afuera les esperan otros con un furgón y dos coches de patrulla; el hospital parece tomado.

Anastasia se duele de todo el cuerpo cada vez que se mueve. La alarma del monitor pita cuando un cable se despega por las gotas de sudor que rocían su pecho. A veces susurra ¡l’enfant, l’enfant!, cuando la enfermera entra, pero cada vez lo hace menos. Salió del sofocante calor ecuatorial, buscando otro futuro para ella y para su bebé. Sobrevivió al desastre y pisó tierra en Europa, sola y con hipotermia. Aunque el termómetro marque ahora una temperatura normal, hay un frío que no se cura. El de las entrañas.

domingo, 25 de octubre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (10)


ENTREGAS:    1     2 (cap. II y III)    3     4     5     6    7    8    9

  ABEL
CELATOR

XI

Entrevista en Casa Gracia
El local de la histórica cafetería ocupa la misma esquina en la que fue construido a mediados del siglo XIX. Aunque la barra y el salón interior son de obra nueva, los actuales dueños de Casa Gracia aún conservan algún mobiliario de la época, expuesto decorativamente por los rincones, y una excelente colección de antiguas fotografías que llenan las altas paredes y evocan los tiempos más dorados de la ciudad. Imponentes vapores atracados en el puerto, al que llegaban por tierra aquellos primeros ferrocarriles, unos de mercancías, otros con selecto pasaje; elegantes damas de largos vestidos, posando lánguidamente bajo parasoles rematados por voladizos de encaje, tocadas de sombreros imposibles, y tomadas del brazo por serios caballeros de chistera, mostacho, frac y polainas. La burguesía en blanco y negro, lo mejor de cada casa en tonalidad sepia.
Una conocida leyenda oral y algunas crónicas de la época, cuentan cómo los encantos de Gracia, una joven de arrabal, eclipsaron los sentidos de un distinguido prócer de la ciudad, mayor que ella, con el que se veía regular y furtivamente en una pensión de encuentros. Un amor prohibido que acabó con la muerte del adelantado una calurosa tarde de agosto mientras yacía con la bella. Para entonces, ésta ya acumulaba una fortuna en regalos. No hubiera necesitado contar con la última travesura del rico burgués para tener su vida económicamente solucionada: le dejó en herencia la pensión de sus amores, un céntrico establecimiento que poco antes de palmar había comprado para ella. Trago duro de digerir para la familia del finado y, sobre todo, para una sociedad tan católica, hipócrita, intolerante, estirada, clasista y machista; trataron de hacerle imposible la existencia. Fue en vano. Transformó el local en una cafetería de postín. Café cubano, nada de achicoria, repostería de lujo y productos de primera calidad, caros, nacionales e importados. Buen servicio y ambiente elegante. Tertulias con artistas, intelectuales y escritores. Los diarios locales no le hicieron ascos a su publicidad, opción que se iba consagrando por aquellos años como la más pujante fuente de financiación para la prensa. La rancia aristocracia de la ciudad hizo pronto la vista gorda frente a escrúpulos obsoletos, y sus elementos fueron llegando como cabestros.
Pero el éxito y la grandeza se pierden en el tiempo, como el fugaz destello de la propia existencia humana. Casa Gracia sobrevive hoy a la crisis por los turistas que piden cerveza y platos combinados, más que por algún romántico que de vez en cuando gusta de tomar café ante un trozo de la historia local.
En un lateral del salón, sentado a una pequeña mesa redonda pegada a la pared, Lalo apura atropelladamente ―más por prisa que por apetito― un bocadillo de tortilla precocinada. Lo acompaña con agua gasificada para poder tragar mejor el triste almuerzo; el picor de las burbujitas en la garganta le recuerda lo apetecible que sería una buena cerveza y, de paso, su costumbre de no tomar alcohol mientras trabaja. Controla la entrada, de espaldas a ella, mirando de vez en cuando un enorme y viejo espejo que preside la estancia, colgado a varios metros de altura, con un marco dorado de estilo neobarroco y las esquinas descascarilladas. Espera a Pascual Barbieri, del que conoce la voz por el teléfono y la cara por alguna foto encontrada en Internet. Segura se documenta obsesivamente sobre las personas a las que va a entrevistar. Sorpresas, las justas. Barbieri es un médico experto, con una buena reputación profesional y humana, autor de numerosos estudios publicados en las mejores revistas científicas y reseñas de congresos nacionales e internacionales. Un referente de la medicina intensiva. Si para un periodista la credibilidad de sus fuentes es cuestión principal, ésta es, sin duda, de primera calidad.
Los esquemas preconcebidos suelen jugar malas pasadas; Segura espera ver entrar, reflejado en el espejo, un tipo estirado con traje y corbata; no repara en otro, aunque lo está viendo ―mochila raída al hombro, vaqueros y camiseta negra serigrafiada con el nombre BIKO sobre la cara de un africano―, que teclea el móvil en la entrada de la cafetería. En ese momento suena el suyo y comprende el error.
―Hola, soy…
―Sí Pascual, le veo, estoy dentro, a la izquierda según se entra.
―De acuerdo, voy para allá.

El murmullo ambiental y el tintineo de las cucharillas contra las tazas de sus cortados rellenan el incómodo y silencioso espacio sonoro que se produce entre ambos tras la presentación y las disculpas de rigor ―uno por el retraso y el otro por no esperarlo en la entrada, donde habían quedado―. Barbieri parece un hombre cansado. No es por el aspecto físico, a pesar del cabello, más gris que negro. Ni por unos delgados hombros situados a mayor altura de lo normal respecto a la cabeza, por mor de una ligera chepa que se deja ver mejor cuando suelta la mochila. Son sus gestos, sus movimientos, lentos, como si los pensara uno a uno antes de hacerlos. Son los ojos azules que parecen hartos de brillar, curados de espanto, y que ahora observan cómo el café gira al removerlo, perezosos para levantar la mirada. «¡Dios mío! ¿Cuántas personas habrá visto morir el tipo que tengo enfrente? ¿De cuántas clases de sufrimiento ha sido testigo? ¿Cuántas vidas ha salvado? ¿Cómo es posible soportar esa carga tanto tiempo?». Mientras todas esas preguntas se suceden atropelladamente en la cabeza del periodista, una chispa de admiración pugna por saltar sobre las reflexiones del ciudadano Lalo Segura; sin embargo le parece estar tomando café con un antihéroe. Necesita liberarse de tamaña esquizofrenia si quiere comenzar la entrevista con buen pie.
―¿Por qué decidió enviarnos la documentación sobre los cursos?
―Llevo tiempo pensándolo. Al principio no reparé en nada de esto, pero cuando salió a la luz el escándalo político, todo me vino a la cabeza de golpe. Entendimos, mi mujer y yo, que en algo habíamos colaborado con esa mafia. Ella os envió el correo electrónico pero la idea fue de los dos.
Lalo saca una pequeña grabadora del bolsillo de su camisa y la coloca en la mesa, sin ponerla en marcha, a la vista del médico.
―¿Le importa que grabe la conversación? Así evito tener que tomar notas y puedo prestarle toda mi atención…
―No, adelante, pero vamos a tutearnos, por favor.
―¡Claro! Disculpa, es la norma de cortesía y la fuerza de la costumbre, pero no tengo inconveniente, al contrario ―Segura pulsa on en la grabadora, que arranca con el tono de una lira y la discreta luz de un minúsculo piloto naranja―. Te refieres a las respuestas correctas que suministraron al personal…
―Entre otras cosas. Los exámenes eran fáciles con solo leer la teoría, al menos para los más cualificados. Quizá para gente con escasa formación, o poco acostumbrada a leer, entrañaran mayor dificultad. Incluso muchos, por pereza, ni se hubieran asomado al ordenador. Esto es lo que me jode; la única forma de asegurarse era filtrar las respuestas. No sé de ninguna empresa que regale así el dinero…, salvo que sea dinero público y haya en juego un buen pellizco para los de arriba.
―¿De dónde salieron esas respuestas?
―A Cecilia se las dio una supervisora, pero eso ya lo sabes. Creo que tienes el nombre…
―Sí, y no recuerda nada del tema ni quiere hablar con nosotros. A lo peor, si destapamos el asunto, tiene que responder en un juzgado.
―¡Espero que no solo ella!
―Es cuestión de quién tire del hilo, Pascual. Tenemos mucha información pero la caña de pescar piezas grandes siempre la manejan los jueces. No te preocupes, que el periódico no va a dejar a nadie con el culo al fresco gratuitamente.
―No sería justo…
―Retomando el hilo, decías: «Entre otras cosas». ¿Qué otras cosas? ¿Las unidades de gestión?
―El cáncer de la sanidad pública, sí.
―¿Cómo «el cáncer»?
―Es muy sencillo: ni el Estado ni las autonomías tienen dinero ―porque lo gastan en otros menesteres― para dar todo lo que prometen cada cuatro años en materia de salud. Las unidades de gestión surgieron para contener ese gasto. Nacieron en los despachos, no de los profesionales. A éstos había que venderles la moto, pero antes era obligado crear una estructura institucional ―escuelas, agencias y empresas, todas ellas con fondos públicos― y una red de adeptos incondicionales ―médicos, sobre todo― comprados con poder, influencia y algo de dinero, para que manejaran el cotarro. No fue nada difícil encontrar un animado elenco de oportunistas, ventajistas y medradores, hartos del olor a sangre y del pegajoso fango de las trincheras. Una auténtica casta. El tumor ya tomaba cuerpo y, por tanto, había que disfrazarlo: ahorro para el contribuyente y asistencia sanitaria de calidad. Calidad… ¡Ja! Estos cabrones, Lalo, han creado una espesa telaraña en la que…
―¡Para, para! Me he perdido.
―Tú has preguntado por las unidades de gestión. Supuse que sabes lo que son.
―Sé que es una nueva forma de organización de los servicios, más moderna, más organizada. Sobre el papel parecen positivas, o al menos esa es la conclusión que saco después de leer el tocho de documentos oficiales que tenemos en nuestro archivo. También sé que hay puntos oscuros, de ahí mi pregunta. Lo que no esperaba es que alguien como tú las compare con un cáncer. Eso me lo tienes que explicar mejor. Si no te importa, iremos paso a paso.
―Dispara ―Barbieri, solícito, extiende sus manos abiertas hacia el periodista.
―¿Cómo te presentaron el asunto?
―En una reunión del jefe con todos los médicos del servicio. Zancada fue muy pragmático e insistió en dos cosas: que se trataba de seguir haciendo lo mismo pero ganando más, y que formar parte de la unidad era una opción voluntaria. Si nadie le daba un papel con la renuncia, se entendía que todos aceptaban. Que yo sepa, eso no ha ocurrido a fecha de hoy.
Sin dejar de prestar atención, Segura rebusca en su carpeta hasta que encuentra el documento:
―Genaro Zancada… Un currículo apabullante… Trabajó en tu hospital como médico ¿no?
 ―Sí, un tipo listo. Fue compañero mío muchos años. Después se fue de jefe a un hospital más pequeño para poner en marcha allí una unidad de gestión, como una especie de experiencia piloto. Regresó triunfal y con muchas tablas. Sabe situarse bien y colocar a los suyos en los puestos más estratégicos del hospital: cargos directivos, docencia, trasplantes, comisiones…
―¿Cómo es posible ganar más trabajando igual?
―Pagan por objetivos. Se negocian a todos los niveles de la empresa y con la plantilla. Se van adaptando para que puedan ser cumplidos. Casi nada se deja al azar. Si hay que redefinir los criterios, se hace: no es difícil encontrar un estudio de evidencia científica ―Pascual hace el gesto de entrecomillado― que avale la modificación. Cuenta mucho más decir lo que se ha hecho (o se ha dejado de hacer) y cuántas veces, que el cómo o sus consecuencias. Lo importante es que quede registrado en algún formulario.
―¿Puedes darme un ejemplo?
―Muchos. Sé que esto es complicado para un profano, por eso te he traído toda esta documentación ―el médico saca un pequeño pendrive de su bolsillo y lo planta encima de la mesa―. Ahí tienes para estar un mes empapándote. Puedes quedártelo. ¿Un ejemplo? Objetivo: gastar menos en analíticas haciendo solamente las necesarias; el jefe establece las que no lo son. Objetivo: disminuir el tiempo de estancia; se seleccionan los casos qua a priori requieren menos cuidados, se dan altas apresuradas o se alteran los tramos horarios según conveniencia. Si, además, se endurecen los criterios de ingreso (otro de los objetivos, ingresar menos), ya tienes el qué sin importar el cómo.
―¿En qué se benefician los enfermos?
―¿He hablado algo de ellos? ―Barbieri fuerza una penosa sonrisa―. Los enfermos son cifras, nada más. Los más perjudicados son los ancianos y los muy crónicos; no los quiere nadie porque gastan demasiado. En UCI, la tasa de pacientes con más de 84 años no llega al uno por ciento. En general, las unidades de gestión no han mejorado el sistema público. Ahí tienes las listas de espera y la masificación de los servicios de urgencias; es como el agua, que, si no puedes contenerla ni conducirla, rebosa y se escapa por las rendijas. El ciudadano busca cualquier grieta para solucionar su problema. Los gestores ya no saben qué hacer para maquillar esos datos. No quieren ni oír hablar de la bicha.
―Han montado un muro de silencio sobre las listas de espera…
―Pues para eso estáis vosotros, ¿no?
―No creas que es tan fácil, necesitamos gente que denuncie, que nos de información desde dentro, Pascual. Tu gremio no es muy dado a ello.
―¡No lo dirás por mí!
―No, claro que no. Una pregunta: ¿Tú has ganado más dinero con la unidad de gestión?
―Al principio sí, todos cobrábamos más. Con el tiempo, cada vez menos, en mi caso porque dejé de preocuparme por ese asunto. Me conformo con lo que me den y ni me ocupo en saber lo que ingresan los demás. Los colaboracionistas y los que se dedican a hacer trabajitos de investigación ganan bastante más que yo, pero no tengo ni idea de cuánto.
―¿Y los jefes?
―Ese es otro dato que guardan a buen recaudo. Supongo que dependerá del servicio. Mi jefe puede multiplicar por 6, o más, lo que gano yo. Los que estén directamente relacionados con trasplantes, actividad quirúrgica o tratamientos especiales pueden rondar cifras espectaculares, pero no me atrevo a asegurártelas porque todo se mueve a nivel de rumor. Ahora bien, hay algo que sí es patente: son tipos que no necesitan trabajar de forma privada para mantener un potente tren de vida. Poseen coches y casas que no se pueden pagar ni con dos veces lo que yo gano.
Durante una hora más, Lalo Segura va agotando el repertorio de preguntas que mentalmente tenía preparadas. De vez en cuando, para evitar algún olvido, echa mano de una chuletilla que guarda en el bolsillo del pantalón. Su informante se explaya hasta en el menor de los detalles, sin reparar en el paso del tiempo. Cuando por fin lo hace, Barbieri mira de soslayo, con educado disimulo, la hora en su teléfono móvil. La entrevista se está alargando demasiado. Mucho tiempo fuera de casa. Añora la tibieza del hogar y el calor de los suyos. Acaba de recordar, además, que debe recoger un pedido en la vieja librería Aguilar, otro establecimiento centenario y emblemático del centro de la ciudad. Una antigua imprenta de prensa decimonónica en la que aún se puede oler a papel viejo. La crisis ha disparado la venta de libros usados y Pascual suspira por una edición de El Príncipe de Maquiavelo fechada en 1893.
―Una última pregunta. Decías que a los ancianos y enfermos muy crónicos no los quiere nadie en el sistema público. ¿Ocurre lo mismo en la medicina privada?
―¿De qué árbol te has caído tú? ―El galeno estalla con una carcajada, ahora franca, ante la sorpresa del periodista.
―Querido amigo: con dinero por delante da igual si tienes 30 o 90 años. Te ofrecerán los cuidados que puedas y quieras pagar.
―Pensaba que los criterios médicos eran los mismos…
―Los únicos que no cambian son los enfermos y sus dolencias. Lo demás depende del mercado.


El sol de media tarde se cuela en caprichosas rayas que casi alcanzan el salón de Casa Gracia. Un camarero recoge las tazas vacías de la pequeña mesa y las coloca en la bandeja que sostiene con su mano izquierda. Con la diestra pasa un paño húmedo para limpiar las pequeñas, y ya secas, gotas de café salpicadas en el mármol blanco. El gran espejo refleja las siluetas difuminadas de dos hombres que se dan la mano en la puerta del local y se marchan por caminos diferentes.

Continuará