ABEL
CELATOR
II
En un mundo incómodo
El mundo actual es
un paraje peligroso. Mucho más que el de los primeros homínidos o el de las
antiguas civilizaciones; más cruel que el de los señores feudales, el de los
comerciantes transatlánticos de esclavos o el de las dos grandes guerras
mundiales. Las ansias de dominio están en los genes humanos; han sido y son los
cimientos del poder en cualquier etapa de la Humanidad. Un poder
siempre sustentado sobre alguna diferencia: el sexo, la fuerza, la etnia, el
linaje, la religión, las armas, las creencias, el conocimiento, la influencia,
la propiedad o la riqueza. Ni uno solo de los nobles valores inherentes al ser
humano ha escapado a su control; la libertad, la justicia, la igualdad o la solidaridad
son consecuencias de la dominación, porque sin ella no tendrían razón de ser:
existirían de forma natural, sin nombre, sin necesidad de estar reguladas y
aprisionadas en un texto legal. El viejo poder tenía cara; el nuevo no es
conocido, se mimetiza con el entorno ofreciendo mil facetas falsas, mil plasmas
que ocultan otros tantos tentáculos de colores cuyas pegajosas ventosas succionan
a un ciudadano absorto, distraído, casi hipnotizado. Así, el nuevo sistema impuesto
es mucho más hostil porque subyace bajo una apariencia de orden y de bonanza. Es
una criatura abominable que se alimenta de sueños, trabajo, créditos, consumo y
vuelta a empezar. Una y otra vez, realimentándose sin freno, para que todo parezca
estar en su lugar.
Solo el grito agudo
de Jimmy Page y su Perro Negro, golpeándole los tímpanos febrilmente, sacan
por un momento a Abel Grilo de sus reflexiones. «I gotta
roll i can't stand still, oh yeah, oh yeah, ah, ah, ah».
El mp3 y el rock and roll lo acompañan inseparablemente durante
sus caminatas tempraneras. A ratos, se detiene o se sienta unos minutos.
Observa el continuo pulular de coches y peatones como una peregrinación ritual
hacia los puestos de trabajo. Allá uno aporrea el claxon sin mesura porque la que
le precede tarda cinco segundos en reanudar la marcha. Un listo les hace una
pirula y se coloca a la cabeza, mirándolos socarronamente por el retrovisor. «Qué
bueno soy al volante». En sentido
contrario, un autobús lleno de almas inexpresivas y miradas perdidas, pasa bufando, expulsando ventosidades y bocanadas de humo negro. Un terrorista de
carril-bici se tira a favor de pendiente y gravedad; no le arranca el codo a
una anciana porque no está de Dios. Esto de los carriles para bicicletas,
dibujados en las aceras, es un fenómeno curioso. Muy español. En este país
nunca hubo cultura de transporte urbano en bicicleta, salvo afiladores y
vendedores de pescado. Las dos ruedas se entendieron siempre como ocio o para
el deporte. Las subvenciones europeas y la complacencia de los políticos han
tratado de introducir artificialmente nuevos valores culturales de importación.
Si en Ámsterdam o Bruselas pedalean para ir al curro o a la compra, aquí
también, ¡qué leche! Aunque caigan peatones. Esto es Europa, una estrellita más
de la bandera azul. Puestos a imitar, también podrían exhibir prostitutas en escaparates,
vender porretes en coffee shops o inventar un espacio cultural como el
Museo Africano de Bruselas, todo un orgulloso monumento al genocidio congoleño
del gran Leopoldo II de Bélgica, entre finales del XIX y principios del XX. ¿Quiénes
son éstos para dar lecciones? Rondándole esta cuestión, de vuelta a casa, Abel evita
distraerse para mirar a derecha e izquierda, tanto al cruzar la calzada como
tras alcanzar el bordillo. Tiene claro que España no es Europa, que nunca lo
fue ni lo será; que al norte de los Pirineos la mejor consideración que tienen de
su vertiente sur es que en este país solo hay buenos camareros, gente
dicharachera y alcohol barato a cualquier hora. Y ahora también hay auténticos
criminales a pedales que no perdonan la invasión de su carril. Su
carril.
Con 82 años de existencia, Gabriela Maher es un torbellino de
mujer. Pequeña y delgada, se mueve por la casa con afanosa agilidad. Parece
tener pensado cada movimiento, cada acción. Se conduce con serenidad, sin prisas
ni atropellos, sin descansos gratuitos o innecesarios; es como si el tiempo le
hubiera revelado todos sus secretos y ella conociera el destino propio merced a
una insólita alianza con el rey de las horas. Ni un reloj en toda la casa, una
coqueta vivienda de dos plantas, con un fresco patio interior y un pequeño jardín
que da a una calle estrecha y poco transitada. No hay demasiados lugares cerca
del centro de la ciudad que disfruten de esa relativa tranquilidad. Maestra
jubilada, Gabriela vive para su casa, perfumada de rosas, jazmines y una dama
de noche que ahuyenta los voraces mosquitos de verano. Su pensión y sus buenos
ahorros le permiten contratar, a través de una empresa, un chico para las tareas de limpieza tres veces en semana. No quiere mujeres: le molestan los estereotipos como “mi muchacha” o
“la señora de la limpieza”. Pasar la bayeta, fregar o barrer, son trabajos tan
dignos como cualquier otro, sí; por eso mismo prefiere que en su casa los haga
un hombre. No es una cuestión de feminismo barato y mucho menos de resentimiento
sexista, nada de eso; para ella es una forma más de normalizar la equidad
laboral. Y además ―por
qué no decirlo―, experimenta un secreto
gozo al ver las escandalizadas caras de sorpresa que ponen sus amigas al saber
de sus extravagantes preferencias. Ellas optan por pagar cuatro perras, en negro, a rumanas
o marroquíes para poder fardar de servicio doméstico. A la señora Maher le
encanta ser traviesa e irreverente con las convenciones sociales. Posee,
además, un finísimo olfato para detectar personas de actitudes dominantes ―tan cotidianas como imperceptibles para
la mayoría―, que tratan de imponer
cualquier tipo de supremacía sobre otras. Frente a ellas se rebela y se declara
intolerante. Es casi el único aspecto visceral de su pensamiento. De origen
judío pero educada en el laicismo ―al menos en el que el franquismo católico le permitió a sus
padres―, los siglos de
persecución, impresos en esos genes sefardíes, le rechinan en el estómago, removiéndose
desde las catacumbas, cuando reviven el horror de la maldad humana. Ajena a
tales cuitas, Gabriela prepara un buen café y unas tostadas para el hombre de
su vida: su hijo Abel debe estar a punto de llegar.
III
Un médico en apuros
La espera es cada
vez más insoportable. Los enfermos se apilan a medida que van llegando. En las
esquinas yacen encamillados los que ya no pueden estar ni sentados. Sus familiares,
fieles centinelas, montan guardia en pie junto a ellos. Un borracho con la cara
rota importuna todo lo que puede, exhibiendo los regueros de sangre seca que le
surcan el rostro y manchan su camisa. Una enferma de cáncer, cérea y consumida,
se acurruca en un sillón intentando disimular su desgracia bajo una peluca y
una mascarilla que la protege de los miasmas. De vez en cuando surgen conatos
de airadas protestas que se contagian unos a otros: «¡a esto no hay derecho!», «yo
pago mi seguridad social», «a aquél señor lo acaban de llamar y yo
llegué antes». Para María, dos horas tienen muchos más minutos que los que
marca el reloj de la sala. Algo le oprime las entrañas, como si tuviera dentro
un negro puño de hierro que se ensaña con sus tripas. Vomita dos veces y le
pinchan algo para evitar la tercera. Lo que no pueden impedir es la vergüenza de
tener que hacerlo ante decenas de personas que aguardan como ella. Éstas hacen
un corro de separación para evitar salpicaduras y no pisar el charco de bilis mezclada
con otro fluido, oscuro y maloliente, que sale de su cuerpo. Al fin aparece una
limpiadora que recoge la inmundicia y le ofrece una bolsa de plástico para que
en lo sucesivo manche lo menos posible. Minutos después aparece un médico que
la reclama a voces: «¡María Gaviria, que pase a la consulta número cuatro!». No
hay celadores disponibles en ese justo momento; por la noche son once para todo
un gigantesco hospital. Su sobrina no está dispuesta a perder un minuto más: ella
misma se encarga de conducir el carro, con escasa pericia, y consigue entrar en
la consulta tras atrancarse cómicamente en el quicio. Esta situación, y la
efímera alegría por abandonar la sala en la que han sufrido dos horas de
escarnio, le arrancan una pequeña carcajada. El médico ni se percata, absorto
en la pantalla del ordenador.
―Buenas noches,
Josefa.
―No, doctor, me
llamo María.
―¡Perdón, perdón!
Estaba mirando equivocadamente la ficha de otra paciente que tengo a la vista.
Sí, Maria Gaviria, efectivamente. Disculpe usted, el programa que tenemos…
―No se preocupe, no
me extraña, con tantos enfermos…
―¿Qué le pasa
María?
―Me duele mucho la
barriga y vomito, doctor.
―¿Desde cuándo?
A partir de este
momento se suceden las preguntas, una tras otra. María tiene que hacer un
esfuerzo por recordar detalles, algunos inconfesables, y vencer su pudor
femenino. El médico, un joven residente de segundo año, estudia la especialidad
de otorrinolaringología. Luce un cogote cuidadosamente rapado y un tupé
encopetado que le derrapa sobre unas gafas de gruesa pasta color azulino.
―Pase a la camilla y
descúbrase el abdomen ―ordena sin dejar de teclear.
―Sí, doctor.
―¿Le duele aquí? ¿Y
aquí? ¿Y aquí? ―Con cada y aquí clava los dedos, como puñales,
arrancándole gemidos de dolor.
―No puede ser que
le duela todo, señora, debería precisar un poco más…
―Lo siento, doctor,
yo lo intento, pero…
―Ya puede sentarse.
―¿Qué tengo,
doctor?
―No se preocupe, no
creo que esto revista mayor importancia, alguna comida ha debido sentarle mal.
―Llevo dos días sin
probar bocado.
―Algo habrá comido,
digo yo. De todas formas le haré un análisis y una radiografía, para su
tranquilidad. Relájese, María. La veo muy nerviosa.
―¿Puede ponerme
algún calmante, doctor?
―No, en absoluto,
porque después los cirujanos nos regañan. Si le quito el dolor, perdemos las
pistas. Entiéndalo, lo hago por usted.
―¿Es que me van a
operar? ―Le cuesta entender cómo una indigestión puede terminar en quirófano.
―Yo no he dicho
eso, señora, simplemente es una cuestión de prudencia porque nunca se sabe lo
que puede pasar.
Amonestada por su
tía, Adela evita cualquier tipo de comentario que la haga sentirse más incómoda
de lo que ya está; pero no puede escapar a la sensación de inseguridad que el
acto médico le ha generado. Es como un desasosiego, una mala premonición
perdida en el tiempo y en el espacio.
―¿Tardarán mucho
las pruebas?
―Eso ya no depende
de mí, pero tal y como está el servicio de urgencias hoy, es posible que nos
lleve unas cuantas horas. Yo avisaré cuando tenga los resultados.
―Gracias, doctor.
La realidad es que
Francisco Jarrete aún no es doctor. Es un licenciado que no tiene experiencia
en problemas de este tipo. Su afán es ser un buen otorrino y dominar los
orificios que le competen: oídos, nariz y garganta. El abdomen, esa cavidad
cerrada llena de vísceras tan dispares, le resulta un mundo inabarcable. Su
interés por la medicina se desvanece por debajo de la Nuez de Adán. Como muchos de
sus compañeros, odia las guardias que le obligan a cubrir en urgencias, si bien
se consuela con el dinerillo extra que cobra por ellas. Se siente como un
mercenario reclutado a la fuerza para una guerra que ni le va ni le viene. En
dos años ha aprendido variadas estratagemas para salir del paso lo más airoso
posible sin que se note demasiado su incompetencia, y para evitar una denuncia
por negligencia o ignorancia inexcusable. Maniobras de distracción, prácticas dilatorias
y conductas de evitación; indiscriminadas peticiones de pruebas, en espera de que
la flauta suene por casualidad, como el burro de Iriarte. Se consuela en la creencia
de que no son pocos los que, como él, han adaptado el rigor del razonamiento
clínico a un argumentario propio con el que intentan transferir sus temores, pereza
e incapacidad para que otros solucionen los problemas de mayor calado y las
situaciones más indeseables.
Mientras un celador
―esta vez sí― lleva a María a otra dependencia en la que seguirá esperando,
Jarrete pulsa F2 para salir del programa.
―Es la hora de mi
cena. ¡Ya queda menos!
Continuará