miércoles, 26 de agosto de 2015

Comentario: entrevista a Pérez Rielo en El Mundo


Subjetividad y provocación

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

En una breve entrevista publicada el pasado día 23 por el diario El Mundo (1), el jefe en funciones de la UCI y urgencias del hospital Carlos Haya, Antonio Pérez Rielo, afirmaba que la presión asistencial “es una cuestión subjetiva”. Estas declaraciones se producen algunos días después de que un sindicato, la CSIF, denunciara en ese mismo diario que diez pacientes tuvieran que esperar entre tres y cuatro días en observación de urgencias a tener su cama en planta. (2)

Pérez Rielo pasó, hace muchos años, de intensivista raso a jefe de urgencias; de ahí a gerente de la empresa pública Hospital Costa del Sol, desde la que dio el salto a responsable del Clínico y terminó de gerente del Carlos Haya. Dimitió en 2012 de este cargo y se incorporó de nuevo a su plaza de intensivista. Según testimonios de diferentes médicos de este servicio, su labor actual en la UCI consiste más en apoyar a la jefatura en tareas organizativas, que en labores asistenciales. El hecho de sustituir las vacaciones del jefe oficial, Guillermo Quesada, parece avalar las declaraciones recogidas por este blog. Por otro lado, ninguno de los médicos preguntados sobre la presencia de Pérez en urgencias, han podido confirmar la misma; de hecho, algunos afirman conocerlo sólo por la fotografía publicada en El Mundo.


El jefe de la UCI del Hospital Regional, Antonio Pérez, ante la entrada de las Urgencias. JESÚS DOMÍNGUEZ


El jefe sustituto asegura a El Mundo que “el personal sanitario de urgencias que está de vacaciones está siendo sustituido y se cuentan con refuerzos en la plantilla”. Esta afirmación es rotundamente falsa. Según el planning de trabajo, durante los meses de verano se cubren menos puestos médicos que en el resto del año; no solo en éste, sino que eso ocurre desde siempre. Médicos de urgencias, que prefieren permanecer en el anonimato, aseguran que no sólo no hay refuerzos, sino que algunas bajas que se han producido no pueden ser cubiertas porque a estas alturas de agosto es difícil encontrar personal. De hecho, la dirección del hospital ha tenido que recurrir a facultativos del Hospital Civil para evitar una catástrofe asistencial.

Argumenta Pérez los “altibajos” de las urgencias y la supuesta menor gravedad de los pacientes atendidos en verano. Esto último se contradice frontalmente con la calificación que se otorga a los enfermos que acuden a las urgencias del Carlos Haya: la mayoría tienen prioridad 3, calificada como “urgente” y que debe ser atendida en menos de una hora.

Todas estas declaraciones, hechas por un ex-peso pesado de la gestión sanitaria, han caído como una bomba en el ambiente hospitalario, según manifestaciones del personal que este blog ha podido recoger. Sería conveniente que Pérez Rielo aclarase el término ‘cuestión subjetiva’ para referirse a la sobrecarga asistencial; si lo dice por él mismo, es fácil entenderlo, tan alejado como se halla de la atención directa a los pacientes. Pero si lo que ha querido expresar es que los sindicatos y los médicos exageran sus quejas sin razón, o que las largas demoras y el hacinamiento que sufren los usuarios solamente existen en sus imaginaciones, muchos de ellos y los profesionales que los atienden, podrían considerarlo una provocación. Subjetivamente.

sábado, 22 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (4)

ENTREGAS:   1     2 (cap. II y III)     3   
ABEL
CELATOR

V

Lecciones de tauromaquia

    Junto a otros compañeros de guardia, Paco Jarrete apura la hora reglamentaria que la empresa le da para cenar. Podría pagarla de su bolsillo, en algún restaurante cercano, pero prefiere comer en el del hospital, a cuenta de la casa. No es una cuestión de ahorro, aunque lo que paga la Junta a los médicos, a todos, por un día de guardia, no da para grandes dispendios. Más que de la comida en sí ―una variedad de fritangas congeladas acompañadas de una mustia ensalada―, el significado de esos sesenta minutos es el de un descanso merecido tras seis o siete horas de trabajo; una hora de escape, de relax. Sentados a la mesa, junto a una gran cristalera que les muestra la calle ―la vida exterior, la otra realidad―, los médicos residentes se cuentan las anécdotas del día o comentan las vicisitudes que experimentan en las distintas salas del hospital por las que van pasando durante sus rotaciones formativas. Aprovechan también esos momentos para telefonear a sus parejas y familias, dándoles así fe de vida. Salir corriendo hacia ellas es una opción tentadora pero poco conveniente. Aún les queda la noche.
Son las once. La nocturna quietud del pasillo principal, que le lleva de vuelta al tajo, se rompe brutalmente ante sus ojos cuando Jarrete emboca el de urgencias, camino de su consulta. Enfermos en camillas y carros que ya no caben en otro lugar. Familiares ocupando el paso o echados contra la pared, al acecho de una bata blanca o un pijama verde a los que preguntar, inquirir y presionar. Alguna enfermera, desquiciada, regaña a voces a unos usuarios; giran la mirada sin darse por aludidos, o se encaran con ella en el peor de los casos. Si ese pasillo fuera una calle, se llamaría la de la Hostilidad. Un celador pide paso por caridad cuando ya no puede sortear más obstáculos. Especialistas mendigando una consulta… El de seguridad, de espaldas al cotarro, parapetado tras una especie de atril en el que le han ubicado, vigila la entrada como si se temiera un abordaje pirata o una razia almorávide. Todo este indigesto cóctel no es más que el resultado de mezclar la incompetencia dolosa de unos gestores a dedo, con la más absoluta ausencia de conciencia ciudadana por parte de una población mayoritariamente maleducada. La guinda la ponen unos profesionales quemados y desmotivados.
«Si éste es uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo, cómo será el peor», masculla Paco mientras introduce su contraseña para continuar el trabajo. La aplicación informática es un lento y pesado programa, que se empeña tenazmente en trabar el discurrir del tiempo a base de continuas zancadillas, frenazos y parones. Seis o siete clics de ratón enlazan con otro programa, el de las pruebas radiológicas. Otros tantos toques para el de los análisis. Al fin, el galeno consigue llegar a los resultados de María Gaviria; a medida que los contempla, el rostro se le descuelga cada vez más. Aquella apresurada hipótesis de que todo se debía a una indigestión, se le derrumba de un solo golpe ante la evidencia de un disturbio de mayores proporciones. Lo peor es que no baraja una alternativa creíble porque no tiene ni idea de lo que le ocurre a su paciente. Al menos, ahora intuye que la cosa puede ser grave. En estos casos, los residentes recurren a consultar con algún médico adjunto, jerárquicamente superior, al que se le supone mayor experiencia y capacidad resolutiva.
―Caye, necesito comentarte un caso.
―Espera un momento, termino de dar un alta.
La figura del consultor ―ese solícito experto que derrama años de conocimientos, casi sin pretenderlo, iluminando para otros los oscuros rincones que se ocultan tras los síntomas de la enfermedad― se ve cada día más distorsionada, como si solo un espejo de feria fuera ya capaz de reflejarla. Cayetana Berruezo es médico de familia. Lleva nueve años en urgencias encadenando contratos basura. Le pagan mal y lo hacen para que engrase la cadena productiva en la que han convertido la atención sanitaria. Tiene el tiempo justo para enjuagar los trapos sucios sin plantearse cuestiones de mayor profundidad. Ya lo harán otros… o no. Mientras los números cuadren y los indicadores sonrían según lo previsto, las bolitas no dejarán de girar dentro de la gran ruleta. Los desgraciados peregrinarán de un lado a otro y volverán, una y otra vez, al mismo lugar, a no ser que la suerte los lleve a la casilla ganadora o la fatalidad los acoja en negro descanso.
Más liberada, Cayetana estudia el caso sin levantarse del asiento.
―¿Quieres tocarle la barriga? Le duele toda, pero la verdad es que la paciente no colabora mucho ―como ocurre con cierta frecuencia, Jarrete culpa a la paciente para justificar su falta de destreza.
―No Paco, no hace falta; por lo que me cuentas y con estas pruebas tan alteradas, tienes que avisar a los cirujanos para que le echen un vistazo. Si tardan, le pones un calmante. Y se lo explicas a María.
Seis pisos por encima, la residente de cirugía escucha el relato del caso mientras mira la radiografía y el análisis.
―Pídele una ecografía y cuando la tengas me vuelves a avisar ―sentencia con lacónica autoridad, sin hacer caso de la indicación de Cayetana.
―¿No vas a verla antes? Tiene mucho dolor y aún no le he puesto nada.
―Pínchale un analgésico y me avisas cuando tengas la ecografía.
―De acuerdo, gracias...
«Ya me han pegado dos capotazos y estamos como al principio, ¡joder!», se dice en voz alta el futuro otorrinolaringólogo, mientras busca a María Gaviria en otra sala, tan atestada y ruidosa como la primera. Al verlo, la sobrina señala su posición moviendo los brazos en alto, de forma ostensible.
―¿Cómo han salido las pruebas doctor?
―Regular, señora. Vamos a calmarle el dolor a su tía y le acabo de solicitar una ecografía. Más tarde la verán los cirujanos, cuando llegue el resultado.
―Entonces... ¿no es la comida que le sentó mal?
―Ya dije que no había comido nada ―murmura la enferma con la vista perdida.
―Parece que hay algo más, pero de momento no puedo decirle otra cosa.
―¿Tardará mucho, doctor?
―Eso ya no depende de mí.

Es la segunda vez, desde que entró, que Adela tiene que oír esa maldita frase. El viejo reloj redondo, que domina la sala desde lo más alto de una columna, acaba de marcar las doce de la noche. Lleva diez minutos de retraso.
Continuará

miércoles, 19 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (3)

ENTREGAS:   1     2 (cap. II y III)   
ABEL
CELATOR

IV

La carrera de Abel Grilo

    Abel fue un buen estudiante. Una natural predisposición y el apoyo de sus padres le llevaron a cosechar excelentes notas a lo largo de toda la enseñanza preuniversitaria. Un chico aplicado, poco hablador y aún menos amigo de grescas, bromas pesadas o gamberradas juveniles. Como buen lector, ávido de conocimientos, siempre trató de encontrar respuestas, entre las páginas de sus libros, al inagotable repertorio de cuestiones planteadas por un mundo en conflicto permanente. A principios de los setenta ingresó en la facultad de medicina. Tras un brillante primer año, durante el que pudo disfrutar el orgullo de ser universitario y cosechar algunas buenas amistades ―que aún hoy conserva con mimo― abandonó la carrera en el curso siguiente. La inesperada muerte de su padre y el infinito abatimiento de Gabriela, al filo de la locura, fueron dos pesadas losas que Grilo no pudo levantar en mucho tiempo. Para cuando despertó de esa maldita pesadilla se había disipado por completo el sueño de ser médico. Si le quedaba una gota de empuje, la Patria terminó por secársela cuando el sorteo de quintos lo envió a Cerro Muriano; por suerte para él, su año de medicina y la recomendación de un coronel, amigo de la familia, fueron argumentos suficientes para encontrarle acomodo en la enfermería militar, en la que pasó la mayor parte del tiempo alejado de maniobras, guardias, garitas, imaginarias y, sobre todo, de unos toscos oficiales que trataban de bregar a guantazos con una soldadesca ramplona que solo se envalentonaba al tacto del cetme reglamentario y en las interminables pendencias cantineras. Abel no hizo ni un solo amigo en la mili. Aprovechó para preparar oposiciones a la seguridad social y le dieron la blanca una semana antes de que Franco sacara billete de ida al Valle de los Caídos. «Éste también se licencia», murmuró sardónicamente en el salón de su casa cuando Arias Navarro anunció al mundo, entre pucheros televisados, la muerte del dictador. Pocos meses después, trabajaba ya en el hospital con su plaza de celador recién adjudicada. El turno de noche estaba vacante y no dudó en hacerse con él. El mayor tiempo libre que este horario le proporciona, casi siempre a costa de horas de sueño, le compensa de lo penoso que es faenar siempre de noche. Además, durante casi treinta años lo compatibilizó trabajando como delegado comercial en una potente multinacional farmacéutica. Un buen contrato y unos generosos incentivos por ventas le permitían vivir más que desahogadamente. Aún hoy, no deja de sorprenderse cómo, sin proponérselo conscientemente, su vida ha girado en torno al mundo sanitario a pesar de dejar de estudiar medicina.
―Esta mermelada está de muerte, madre ―Abel devora las tostadas tras una hora y media de power walking, que es como ahora llaman los estultos anglófilos al caminar deprisa.
―Naranja amarga. Es casera, la trae un campesino que tiene una pequeña huerta cerca de no sé qué pueblecito. La hace su mujer. También me vende limones y naranjas de zumo. Se sacan así unos eurillos.
―Mejor para ellos que para los especuladores de la alimentación, que, además, nos envenenan con fertilizantes y pesticidas de curso legal.
―¿Qué planes tienes para hoy?
―Trabajo esta noche. ¡Ah!, casi lo olvidaba: he quedado a las tres con Pascual para tomar unas cañitas, así que no prepares almuerzo para mí.
―¿Cómo está?, hace tiempo que no viene por casa.
―Como siempre, muy liado entre el trabajo y la familia. El hijo mayor lo trae de cabeza con los estudios.
―¿Sigue trabajando en la UCI? Me comentaste que le habían ofrecido un cargo…
―Tuvo la tentación de retirarse cómodamente en un sillón hasta su jubilación, y al final la rechazó.  Pascual no es de los que se venden sin condiciones, ni es alfombra de nadie. Y menos de los indolentes que tenemos por jefes, en el hospital y en la Junta. Pero está muy quemado, madre. Por lo visto, el ambiente de trabajo es infernal y con sesenta años se le hace cada vez más cuesta arriba soportar la carga de tanta responsabilidad. No es lo mismo mi cansancio, básicamente físico, que el suyo, el cual conlleva además un tremendo desgaste psicológico.
―Tú anímalo. Dale un beso de mi parte y otro para su mujer. Cecilia es un encanto.
―Lo haré de tu parte. Ahora voy a darme una ducha. Luego me conectaré para leer los periódicos y echar un vistazo al correo electrónico. ¿Tú necesitas algo?
―No, tengo que salir a hacer unas compras pero me apaño mejor sola.
―Eso no lo dudo, pero avísame si es preciso.

Entender lo que significa la televisión en la sociedad actual, es un ejercicio intelectual cuya dificultad se sitúa a años luz del pretendido conocimiento que miles de personas creen poseer sobre sus efectos nocivos y la forma de evitarlos. El poder de la imagen editada ―enmarcada, fragmentada, seleccionada u omitida― no es otro que el de controlar las percepciones de las masas, moldear actitudes y determinar sus conductas. Nada más y nada menos. El telespectador cree ver la realidad en lo que le muestran, pero solo es una parte de ella, la que los poderes del nuevo orden dictan a favor de sus propios intereses: consumo, conformidad e inacción, física y mental. Sumisión y esclavitud, en resumidas cuentas. Por ello, Abel Grilo dejó de ver televisión mucho tiempo atrás. Ni las noticias siquiera. Está suscrito a varios periódicos; paga para leer sus ediciones de papel, en el ordenador o en su tableta. No es que la prensa, gran parte de ella, no adolezca de manipulación y distorsión. Sin embargo, la lectura es un ejercicio que requiere mayor esfuerzo y tiempo para poder discernir la información; la letra va más directa al pensamiento y mucho menos a la emoción. La posibilidad de leer la noticia en varias fuentes le brinda la oportunidad de formular preguntas. El impacto visual de un malnacido decapitando a un cooperante aparece con un sentido unívoco: el Estado Islámico es un grupo terrorista al que hay que erradicar por el bien de la Humanidad. Pero ¿cómo consiguen controlar una extensión de tierras que es como media Andalucía? ¿Cómo venden el petróleo conquistado? ¿Quién lo compra? ¿Quién les vende armas, de qué empresas sale el material bélico? ¿A quién beneficia el miedo? ¿Qué relación hay entre el fenómeno yihadista y la humillante marginación que sufren cientos de miles de musulmanes pacíficos en el mundo occidental? Un análisis parecido puede hacerse de la corrupción política en España: la imagen de un delincuente de cuello blanco saliendo de un juzgado fomenta la dicotomía malos-buenos y las teorías de la manzana podrida y la oveja negra. ¿Cómo puede sustentarse una red de este tipo sin una base institucional? ¿Es posible robar tanto y tantos años sin la cobertura de una estructura jerárquica podrida y creada en la alegalidad, desde un ministerio o una consejería hasta el ayuntamiento más pequeño, la escuela más remota o el centro de salud más alejado? ¿Es la corrupción solo una cuestión de dinero o lo es también de influencia y puestos de responsabilidad?
Acabando de leer una de sus columnas favoritas ―la prensa española siempre ha gozado de brillantes articulistas en sus páginas de opinión― Abel se formula la más sangrante de las cuestiones: ¿es el ciudadano raso víctima inocente o cómplice necesario? Una buena pregunta para su amigo Pascual, que ya casi debe estar en camino hacia el punto de encuentro.


Continuará



domingo, 16 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (2)

ENTREGAS:  1   
ABEL

   CELATOR

II

En un mundo incómodo

    El mundo actual es un paraje peligroso. Mucho más que el de los primeros homínidos o el de las antiguas civilizaciones; más cruel que el de los señores feudales, el de los comerciantes transatlánticos de esclavos o el de las dos grandes guerras mundiales. Las ansias de dominio están en los genes humanos; han sido y son los cimientos del poder en cualquier etapa de la Humanidad. Un poder siempre sustentado sobre alguna diferencia: el sexo, la fuerza, la etnia, el linaje, la religión, las armas, las creencias, el conocimiento, la influencia, la propiedad o la riqueza. Ni uno solo de los nobles valores inherentes al ser humano ha escapado a su control; la libertad, la justicia, la igualdad o la solidaridad son consecuencias de la dominación, porque sin ella no tendrían razón de ser: existirían de forma natural, sin nombre, sin necesidad de estar reguladas y aprisionadas en un texto legal. El viejo poder tenía cara; el nuevo no es conocido, se mimetiza con el entorno ofreciendo mil facetas falsas, mil plasmas que ocultan otros tantos tentáculos de colores cuyas pegajosas ventosas succionan a un ciudadano absorto, distraído, casi hipnotizado. Así, el nuevo sistema impuesto es mucho más hostil porque subyace bajo una apariencia de orden y de bonanza. Es una criatura abominable que se alimenta de sueños, trabajo, créditos, consumo y vuelta a empezar. Una y otra vez, realimentándose sin freno, para que todo parezca estar en su lugar.
Solo el grito agudo de Jimmy Page y su Perro Negro, golpeándole los tímpanos febrilmente, sacan por un momento a Abel Grilo de sus reflexiones. «I gotta roll i can't stand still, oh yeah, oh yeah, ah, ah, ah». El mp3 y el rock and roll lo acompañan inseparablemente durante sus caminatas tempraneras. A ratos, se detiene o se sienta unos minutos. Observa el continuo pulular de coches y peatones como una peregrinación ritual hacia los puestos de trabajo. Allá uno aporrea el claxon sin mesura porque la que le precede tarda cinco segundos en reanudar la marcha. Un listo les hace una pirula y se coloca a la cabeza, mirándolos socarronamente por el retrovisor. «Qué bueno soy al volante». En sentido contrario, un autobús lleno de almas inexpresivas y miradas perdidas, pasa bufando, expulsando ventosidades y bocanadas de humo negro. Un terrorista de carril-bici se tira a favor de pendiente y gravedad; no le arranca el codo a una anciana porque no está de Dios. Esto de los carriles para bicicletas, dibujados en las aceras, es un fenómeno curioso. Muy español. En este país nunca hubo cultura de transporte urbano en bicicleta, salvo afiladores y vendedores de pescado. Las dos ruedas se entendieron siempre como ocio o para el deporte. Las subvenciones europeas y la complacencia de los políticos han tratado de introducir artificialmente nuevos valores culturales de importación. Si en Ámsterdam o Bruselas pedalean para ir al curro o a la compra, aquí también, ¡qué leche! Aunque caigan peatones. Esto es Europa, una estrellita más de la bandera azul. Puestos a imitar, también podrían exhibir prostitutas en escaparates, vender porretes en coffee shops o inventar un espacio cultural como el Museo Africano de Bruselas, todo un orgulloso monumento al genocidio congoleño del gran Leopoldo II de Bélgica, entre finales del XIX y principios del XX. ¿Quiénes son éstos para dar lecciones? Rondándole esta cuestión, de vuelta a casa, Abel evita distraerse para mirar a derecha e izquierda, tanto al cruzar la calzada como tras alcanzar el bordillo. Tiene claro que España no es Europa, que nunca lo fue ni lo será; que al norte de los Pirineos la mejor consideración que tienen de su vertiente sur es que en este país solo hay buenos camareros, gente dicharachera y alcohol barato a cualquier hora. Y ahora también hay auténticos criminales a pedales que no perdonan la invasión de su carril. Su carril.
Con 82 años de existencia, Gabriela Maher es un torbellino de mujer. Pequeña y delgada, se mueve por la casa con afanosa agilidad. Parece tener pensado cada movimiento, cada acción. Se conduce con serenidad, sin prisas ni atropellos, sin descansos gratuitos o innecesarios; es como si el tiempo le hubiera revelado todos sus secretos y ella conociera el destino propio merced a una insólita alianza con el rey de las horas. Ni un reloj en toda la casa, una coqueta vivienda de dos plantas, con un fresco patio interior y un pequeño jardín que da a una calle estrecha y poco transitada. No hay demasiados lugares cerca del centro de la ciudad que disfruten de esa relativa tranquilidad. Maestra jubilada, Gabriela vive para su casa, perfumada de rosas, jazmines y una dama de noche que ahuyenta los voraces mosquitos de verano. Su pensión y sus buenos ahorros le permiten contratar, a través de una empresa, un chico para las tareas de limpieza tres veces en semana. No quiere mujeres: le molestan los estereotipos como “mi muchacha” o “la señora de la limpieza”. Pasar la bayeta, fregar o barrer, son trabajos tan dignos como cualquier otro, sí; por eso mismo prefiere que en su casa los haga un hombre. No es una cuestión de feminismo barato y mucho menos de resentimiento sexista, nada de eso; para ella es una forma más de normalizar la equidad laboral. Y además ―por qué no decirlo―, experimenta un secreto gozo al ver las escandalizadas caras de sorpresa que ponen sus amigas al saber de sus extravagantes preferencias. Ellas optan por pagar cuatro perras, en negro, a rumanas o marroquíes para poder fardar de servicio doméstico. A la señora Maher le encanta ser traviesa e irreverente con las convenciones sociales. Posee, además, un finísimo olfato para detectar personas de actitudes dominantes tan cotidianas como imperceptibles para la mayoría, que tratan de imponer cualquier tipo de supremacía sobre otras. Frente a ellas se rebela y se declara intolerante. Es casi el único aspecto visceral de su pensamiento. De origen judío pero educada en el laicismo al menos en el que el franquismo católico le permitió a sus padres―, los siglos de persecución, impresos en esos genes sefardíes, le rechinan en el estómago, removiéndose desde las catacumbas, cuando reviven el horror de la maldad humana. Ajena a tales cuitas, Gabriela prepara un buen café y unas tostadas para el hombre de su vida: su hijo Abel debe estar a punto de llegar.

III

Un médico en apuros

    La espera es cada vez más insoportable. Los enfermos se apilan a medida que van llegando. En las esquinas yacen encamillados los que ya no pueden estar ni sentados. Sus familiares, fieles centinelas, montan guardia en pie junto a ellos. Un borracho con la cara rota importuna todo lo que puede, exhibiendo los regueros de sangre seca que le surcan el rostro y manchan su camisa. Una enferma de cáncer, cérea y consumida, se acurruca en un sillón intentando disimular su desgracia bajo una peluca y una mascarilla que la protege de los miasmas. De vez en cuando surgen conatos de airadas protestas que se contagian unos a otros: «¡a esto no hay derecho!», «yo pago mi seguridad social», «a aquél señor lo acaban de llamar y yo llegué antes». Para María, dos horas tienen muchos más minutos que los que marca el reloj de la sala. Algo le oprime las entrañas, como si tuviera dentro un negro puño de hierro que se ensaña con sus tripas. Vomita dos veces y le pinchan algo para evitar la tercera. Lo que no pueden impedir es la vergüenza de tener que hacerlo ante decenas de personas que aguardan como ella. Éstas hacen un corro de separación para evitar salpicaduras y no pisar el charco de bilis mezclada con otro fluido, oscuro y maloliente, que sale de su cuerpo. Al fin aparece una limpiadora que recoge la inmundicia y le ofrece una bolsa de plástico para que en lo sucesivo manche lo menos posible. Minutos después aparece un médico que la reclama a voces: «¡María Gaviria, que pase a la consulta número cuatro!». No hay celadores disponibles en ese justo momento; por la noche son once para todo un gigantesco hospital. Su sobrina no está dispuesta a perder un minuto más: ella misma se encarga de conducir el carro, con escasa pericia, y consigue entrar en la consulta tras atrancarse cómicamente en el quicio. Esta situación, y la efímera alegría por abandonar la sala en la que han sufrido dos horas de escarnio, le arrancan una pequeña carcajada. El médico ni se percata, absorto en la pantalla del ordenador.
―Buenas noches, Josefa.
―No, doctor, me llamo María.
―¡Perdón, perdón! Estaba mirando equivocadamente la ficha de otra paciente que tengo a la vista. Sí, Maria Gaviria, efectivamente. Disculpe usted, el programa que tenemos…
―No se preocupe, no me extraña, con tantos enfermos…
―¿Qué le pasa María?
―Me duele mucho la barriga y vomito, doctor.
―¿Desde cuándo?

A partir de este momento se suceden las preguntas, una tras otra. María tiene que hacer un esfuerzo por recordar detalles, algunos inconfesables, y vencer su pudor femenino. El médico, un joven residente de segundo año, estudia la especialidad de otorrinolaringología. Luce un cogote cuidadosamente rapado y un tupé encopetado que le derrapa sobre unas gafas de gruesa pasta color azulino.
―Pase a la camilla y descúbrase el abdomen ―ordena sin dejar de teclear.
―Sí, doctor.
―¿Le duele aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí? ―Con cada y aquí clava los dedos, como puñales, arrancándole gemidos de dolor.
―No puede ser que le duela todo, señora, debería precisar un poco más…
―Lo siento, doctor, yo lo intento, pero…
―Ya puede sentarse.
―¿Qué tengo, doctor?
―No se preocupe, no creo que esto revista mayor importancia, alguna comida ha debido sentarle mal.
―Llevo dos días sin probar bocado.
―Algo habrá comido, digo yo. De todas formas le haré un análisis y una radiografía, para su tranquilidad. Relájese, María. La veo muy nerviosa.
―¿Puede ponerme algún calmante, doctor?
―No, en absoluto, porque después los cirujanos nos regañan. Si le quito el dolor, perdemos las pistas. Entiéndalo, lo hago por usted.
―¿Es que me van a operar? ―Le cuesta entender cómo una indigestión puede terminar en quirófano.
―Yo no he dicho eso, señora, simplemente es una cuestión de prudencia porque nunca se sabe lo que puede pasar.

Amonestada por su tía, Adela evita cualquier tipo de comentario que la haga sentirse más incómoda de lo que ya está; pero no puede escapar a la sensación de inseguridad que el acto médico le ha generado. Es como un desasosiego, una mala premonición perdida en el tiempo y en el espacio.
―¿Tardarán mucho las pruebas?
―Eso ya no depende de mí, pero tal y como está el servicio de urgencias hoy, es posible que nos lleve unas cuantas horas. Yo avisaré cuando tenga los resultados.
―Gracias, doctor.

La realidad es que Francisco Jarrete aún no es doctor. Es un licenciado que no tiene experiencia en problemas de este tipo. Su afán es ser un buen otorrino y dominar los orificios que le competen: oídos, nariz y garganta. El abdomen, esa cavidad cerrada llena de vísceras tan dispares, le resulta un mundo inabarcable. Su interés por la medicina se desvanece por debajo de la Nuez de Adán. Como muchos de sus compañeros, odia las guardias que le obligan a cubrir en urgencias, si bien se consuela con el dinerillo extra que cobra por ellas. Se siente como un mercenario reclutado a la fuerza para una guerra que ni le va ni le viene. En dos años ha aprendido variadas estratagemas para salir del paso lo más airoso posible sin que se note demasiado su incompetencia, y para evitar una denuncia por negligencia o ignorancia inexcusable. Maniobras de distracción, prácticas dilatorias y conductas de evitación; indiscriminadas peticiones de pruebas, en espera de que la flauta suene por casualidad, como el burro de Iriarte. Se consuela en la creencia de que no son pocos los que, como él, han adaptado el rigor del razonamiento clínico a un argumentario propio con el que intentan transferir sus temores, pereza e incapacidad para que otros solucionen los problemas de mayor calado y las situaciones más indeseables.
Mientras un celador ―esta vez sí― lleva a María a otra dependencia en la que seguirá esperando, Jarrete pulsa F2 para salir del programa.

―Es la hora de mi cena. ¡Ya queda menos!


Continuará

sábado, 8 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (1)


ABEL
CELATOR


I

El vía crucis de María Gaviria

    El cansino chirrido del carrito de ruedas rasga el silencio en el largo pasillo de la planta baja del hospital. Solo los pasos de Abel, el celador que lo conduce, y el taconeo de la muchacha que le sigue, compiten con el molesto ruido para quebrar la quietud reinante a las tres de la madrugada. María, la enferma, con el codo apoyado en el estrecho brazo del carro, mantiene la cabeza ladeada sobre su mano abierta. Los ojos, entornados de cansancio y resignación, apenas consiguen seguir las vetas del mármol del suelo, que corren a su vista bajo unos pies azulones, tan hinchados que pugnan por salir de la prisión de sus zapatillas. Con 77 años de vida, nacida con los últimos estertores de la Segunda República, María Gaviria es una anciana enferma cuyo único patrimonio consiste en la vieja casucha de un barrio marginal y la mísera paga que le permite subsistir sin la dignidad material que tantos años de lucha merecen. Solo su sobrina Adela la visita de vez en cuando o la lleva al hospital cuando empeora de cualquiera de sus muchas dolencias. La Junta le envía una asistenta un par de veces en semana para ayudarla durante unas horas en las tareas más básicas, como asearla y lavar sus escasas prendas de vestir. Para los políticos, María es el fruto de una excelente gestión de los asuntos sociales; ella sueña con no despertar mañana. Sola. En silencio. Sin dolor.
Abel Grilo es celador desde que tenía veinte años. Cuatro décadas después continúa realizando el mismo trabajo en el mismo hospital. Un tipo sano, callado y diligente. Un hombre leído, curioso y observador. Si la prudencia tiene rostro, éste debe ser alargado, un tanto enjuto, moreno, templado y sereno como el de Abel. Cuarenta años recibiendo órdenes de todos los estamentos del hospital dan para mucho. Cuarenta años oyendo lo que hablan médicos, enfermeros y pacientes le conceden una privilegiada posición en el sistema. Cuarenta años viendo lo evidente y lo inconfesable le proporcionan un conocimiento global y envidiable. Si alguien conoce el olor, el sabor y el tacto de las tripas del hospital, ese es Abel Grilo. A sus sesenta años sabe qué va a pasar con un paciente al verle la cara desde que entra por la puerta, con un margen de error que no dista en exceso del de muchos médicos. No tiene vocación de celador; es más: no cree que exista tal inclinación de forma natural. Admira a los buenos médicos y detesta a los charlatanes. Conoce a la perfección a unos y a otros, pero siempre guarda silencio. Acata sus órdenes aunque sean contradictorias y absurdas, procedan de un profesional contrastado o de un petimetre asustado. Se limita a hacer su trabajo sin envidiar a nadie; al fin y al cabo, es sabedor de que entraña mucha más dificultad tomar decisiones vitales que llevar pacientes, papeles, camillas o tubos de ensayo de un lugar para otro. Abel es sabio a su manera. Compadece a aquellos sobre los que recaen las mayores responsabilidades, aún más cuando las diferencias no se traduzcan proporcionalmente en la nómina. Que se pavoneen por las salas luciendo sus distintivos jerárquicos o que miren hacia abajo desde las cumbres de la ciencia. Él prefiere ser invisible, y seguir siéndolo, mientras empuja el carrito con una sonrisa casi imperceptible, hacia la sala de radiología.
María había llegado a urgencias siete horas antes, aquejada de un fuerte dolor en el abdomen. La anciana es una experta, a su pesar, en estas lides; nada más ver la sala repleta de pacientes, familiares, camillas y carritos, ya sabe que le esperan horas de amargura. Las alocadas carreras del personal y sus rictus de cabreo no presagian un trato personalizado. A pesar de los intentos de presión de su sobrina para una atención rápida, la masificación y la pesada maquinaria del servicio imponen su inexorable ley.
―Dígame señora, ¿qué le pasa? ―pregunta la enfermera mientras le toma la tensión.
―Tengo un dolor en la barriga que…
―Dolor abdominal ―teclea―. La tensión está bien. Ahora espere a que el médico la llame y pasará a consulta.
―¿Tardará mucho? ―inquiere su sobrina Adela―. Es que veo a mi tía muy afectada.
 ―Pues mire cómo está esto, pero eso ya no depende de mí, señora. Espere a que la avisen.
Fin del primer acto. No hay tiempo ni para una sonrisa porque no hay tiempo ni para una mirada. Adela se enfada. Su tía le hace un gesto para que se acerque, y le susurra al oído: «ten paciencia niña, entiéndelo, somos demasiados enfermos». María sabe que montando un escándalo, como hacen muchas personas, tiene más posibilidades de ser atendida antes, mas su educación no se lo permite; antes reventará de dolor.

Continuará