domingo, 16 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (2)

ENTREGAS:  1   
ABEL

   CELATOR

II

En un mundo incómodo

    El mundo actual es un paraje peligroso. Mucho más que el de los primeros homínidos o el de las antiguas civilizaciones; más cruel que el de los señores feudales, el de los comerciantes transatlánticos de esclavos o el de las dos grandes guerras mundiales. Las ansias de dominio están en los genes humanos; han sido y son los cimientos del poder en cualquier etapa de la Humanidad. Un poder siempre sustentado sobre alguna diferencia: el sexo, la fuerza, la etnia, el linaje, la religión, las armas, las creencias, el conocimiento, la influencia, la propiedad o la riqueza. Ni uno solo de los nobles valores inherentes al ser humano ha escapado a su control; la libertad, la justicia, la igualdad o la solidaridad son consecuencias de la dominación, porque sin ella no tendrían razón de ser: existirían de forma natural, sin nombre, sin necesidad de estar reguladas y aprisionadas en un texto legal. El viejo poder tenía cara; el nuevo no es conocido, se mimetiza con el entorno ofreciendo mil facetas falsas, mil plasmas que ocultan otros tantos tentáculos de colores cuyas pegajosas ventosas succionan a un ciudadano absorto, distraído, casi hipnotizado. Así, el nuevo sistema impuesto es mucho más hostil porque subyace bajo una apariencia de orden y de bonanza. Es una criatura abominable que se alimenta de sueños, trabajo, créditos, consumo y vuelta a empezar. Una y otra vez, realimentándose sin freno, para que todo parezca estar en su lugar.
Solo el grito agudo de Jimmy Page y su Perro Negro, golpeándole los tímpanos febrilmente, sacan por un momento a Abel Grilo de sus reflexiones. «I gotta roll i can't stand still, oh yeah, oh yeah, ah, ah, ah». El mp3 y el rock and roll lo acompañan inseparablemente durante sus caminatas tempraneras. A ratos, se detiene o se sienta unos minutos. Observa el continuo pulular de coches y peatones como una peregrinación ritual hacia los puestos de trabajo. Allá uno aporrea el claxon sin mesura porque la que le precede tarda cinco segundos en reanudar la marcha. Un listo les hace una pirula y se coloca a la cabeza, mirándolos socarronamente por el retrovisor. «Qué bueno soy al volante». En sentido contrario, un autobús lleno de almas inexpresivas y miradas perdidas, pasa bufando, expulsando ventosidades y bocanadas de humo negro. Un terrorista de carril-bici se tira a favor de pendiente y gravedad; no le arranca el codo a una anciana porque no está de Dios. Esto de los carriles para bicicletas, dibujados en las aceras, es un fenómeno curioso. Muy español. En este país nunca hubo cultura de transporte urbano en bicicleta, salvo afiladores y vendedores de pescado. Las dos ruedas se entendieron siempre como ocio o para el deporte. Las subvenciones europeas y la complacencia de los políticos han tratado de introducir artificialmente nuevos valores culturales de importación. Si en Ámsterdam o Bruselas pedalean para ir al curro o a la compra, aquí también, ¡qué leche! Aunque caigan peatones. Esto es Europa, una estrellita más de la bandera azul. Puestos a imitar, también podrían exhibir prostitutas en escaparates, vender porretes en coffee shops o inventar un espacio cultural como el Museo Africano de Bruselas, todo un orgulloso monumento al genocidio congoleño del gran Leopoldo II de Bélgica, entre finales del XIX y principios del XX. ¿Quiénes son éstos para dar lecciones? Rondándole esta cuestión, de vuelta a casa, Abel evita distraerse para mirar a derecha e izquierda, tanto al cruzar la calzada como tras alcanzar el bordillo. Tiene claro que España no es Europa, que nunca lo fue ni lo será; que al norte de los Pirineos la mejor consideración que tienen de su vertiente sur es que en este país solo hay buenos camareros, gente dicharachera y alcohol barato a cualquier hora. Y ahora también hay auténticos criminales a pedales que no perdonan la invasión de su carril. Su carril.
Con 82 años de existencia, Gabriela Maher es un torbellino de mujer. Pequeña y delgada, se mueve por la casa con afanosa agilidad. Parece tener pensado cada movimiento, cada acción. Se conduce con serenidad, sin prisas ni atropellos, sin descansos gratuitos o innecesarios; es como si el tiempo le hubiera revelado todos sus secretos y ella conociera el destino propio merced a una insólita alianza con el rey de las horas. Ni un reloj en toda la casa, una coqueta vivienda de dos plantas, con un fresco patio interior y un pequeño jardín que da a una calle estrecha y poco transitada. No hay demasiados lugares cerca del centro de la ciudad que disfruten de esa relativa tranquilidad. Maestra jubilada, Gabriela vive para su casa, perfumada de rosas, jazmines y una dama de noche que ahuyenta los voraces mosquitos de verano. Su pensión y sus buenos ahorros le permiten contratar, a través de una empresa, un chico para las tareas de limpieza tres veces en semana. No quiere mujeres: le molestan los estereotipos como “mi muchacha” o “la señora de la limpieza”. Pasar la bayeta, fregar o barrer, son trabajos tan dignos como cualquier otro, sí; por eso mismo prefiere que en su casa los haga un hombre. No es una cuestión de feminismo barato y mucho menos de resentimiento sexista, nada de eso; para ella es una forma más de normalizar la equidad laboral. Y además ―por qué no decirlo―, experimenta un secreto gozo al ver las escandalizadas caras de sorpresa que ponen sus amigas al saber de sus extravagantes preferencias. Ellas optan por pagar cuatro perras, en negro, a rumanas o marroquíes para poder fardar de servicio doméstico. A la señora Maher le encanta ser traviesa e irreverente con las convenciones sociales. Posee, además, un finísimo olfato para detectar personas de actitudes dominantes tan cotidianas como imperceptibles para la mayoría, que tratan de imponer cualquier tipo de supremacía sobre otras. Frente a ellas se rebela y se declara intolerante. Es casi el único aspecto visceral de su pensamiento. De origen judío pero educada en el laicismo al menos en el que el franquismo católico le permitió a sus padres―, los siglos de persecución, impresos en esos genes sefardíes, le rechinan en el estómago, removiéndose desde las catacumbas, cuando reviven el horror de la maldad humana. Ajena a tales cuitas, Gabriela prepara un buen café y unas tostadas para el hombre de su vida: su hijo Abel debe estar a punto de llegar.

III

Un médico en apuros

    La espera es cada vez más insoportable. Los enfermos se apilan a medida que van llegando. En las esquinas yacen encamillados los que ya no pueden estar ni sentados. Sus familiares, fieles centinelas, montan guardia en pie junto a ellos. Un borracho con la cara rota importuna todo lo que puede, exhibiendo los regueros de sangre seca que le surcan el rostro y manchan su camisa. Una enferma de cáncer, cérea y consumida, se acurruca en un sillón intentando disimular su desgracia bajo una peluca y una mascarilla que la protege de los miasmas. De vez en cuando surgen conatos de airadas protestas que se contagian unos a otros: «¡a esto no hay derecho!», «yo pago mi seguridad social», «a aquél señor lo acaban de llamar y yo llegué antes». Para María, dos horas tienen muchos más minutos que los que marca el reloj de la sala. Algo le oprime las entrañas, como si tuviera dentro un negro puño de hierro que se ensaña con sus tripas. Vomita dos veces y le pinchan algo para evitar la tercera. Lo que no pueden impedir es la vergüenza de tener que hacerlo ante decenas de personas que aguardan como ella. Éstas hacen un corro de separación para evitar salpicaduras y no pisar el charco de bilis mezclada con otro fluido, oscuro y maloliente, que sale de su cuerpo. Al fin aparece una limpiadora que recoge la inmundicia y le ofrece una bolsa de plástico para que en lo sucesivo manche lo menos posible. Minutos después aparece un médico que la reclama a voces: «¡María Gaviria, que pase a la consulta número cuatro!». No hay celadores disponibles en ese justo momento; por la noche son once para todo un gigantesco hospital. Su sobrina no está dispuesta a perder un minuto más: ella misma se encarga de conducir el carro, con escasa pericia, y consigue entrar en la consulta tras atrancarse cómicamente en el quicio. Esta situación, y la efímera alegría por abandonar la sala en la que han sufrido dos horas de escarnio, le arrancan una pequeña carcajada. El médico ni se percata, absorto en la pantalla del ordenador.
―Buenas noches, Josefa.
―No, doctor, me llamo María.
―¡Perdón, perdón! Estaba mirando equivocadamente la ficha de otra paciente que tengo a la vista. Sí, Maria Gaviria, efectivamente. Disculpe usted, el programa que tenemos…
―No se preocupe, no me extraña, con tantos enfermos…
―¿Qué le pasa María?
―Me duele mucho la barriga y vomito, doctor.
―¿Desde cuándo?

A partir de este momento se suceden las preguntas, una tras otra. María tiene que hacer un esfuerzo por recordar detalles, algunos inconfesables, y vencer su pudor femenino. El médico, un joven residente de segundo año, estudia la especialidad de otorrinolaringología. Luce un cogote cuidadosamente rapado y un tupé encopetado que le derrapa sobre unas gafas de gruesa pasta color azulino.
―Pase a la camilla y descúbrase el abdomen ―ordena sin dejar de teclear.
―Sí, doctor.
―¿Le duele aquí? ¿Y aquí? ¿Y aquí? ―Con cada y aquí clava los dedos, como puñales, arrancándole gemidos de dolor.
―No puede ser que le duela todo, señora, debería precisar un poco más…
―Lo siento, doctor, yo lo intento, pero…
―Ya puede sentarse.
―¿Qué tengo, doctor?
―No se preocupe, no creo que esto revista mayor importancia, alguna comida ha debido sentarle mal.
―Llevo dos días sin probar bocado.
―Algo habrá comido, digo yo. De todas formas le haré un análisis y una radiografía, para su tranquilidad. Relájese, María. La veo muy nerviosa.
―¿Puede ponerme algún calmante, doctor?
―No, en absoluto, porque después los cirujanos nos regañan. Si le quito el dolor, perdemos las pistas. Entiéndalo, lo hago por usted.
―¿Es que me van a operar? ―Le cuesta entender cómo una indigestión puede terminar en quirófano.
―Yo no he dicho eso, señora, simplemente es una cuestión de prudencia porque nunca se sabe lo que puede pasar.

Amonestada por su tía, Adela evita cualquier tipo de comentario que la haga sentirse más incómoda de lo que ya está; pero no puede escapar a la sensación de inseguridad que el acto médico le ha generado. Es como un desasosiego, una mala premonición perdida en el tiempo y en el espacio.
―¿Tardarán mucho las pruebas?
―Eso ya no depende de mí, pero tal y como está el servicio de urgencias hoy, es posible que nos lleve unas cuantas horas. Yo avisaré cuando tenga los resultados.
―Gracias, doctor.

La realidad es que Francisco Jarrete aún no es doctor. Es un licenciado que no tiene experiencia en problemas de este tipo. Su afán es ser un buen otorrino y dominar los orificios que le competen: oídos, nariz y garganta. El abdomen, esa cavidad cerrada llena de vísceras tan dispares, le resulta un mundo inabarcable. Su interés por la medicina se desvanece por debajo de la Nuez de Adán. Como muchos de sus compañeros, odia las guardias que le obligan a cubrir en urgencias, si bien se consuela con el dinerillo extra que cobra por ellas. Se siente como un mercenario reclutado a la fuerza para una guerra que ni le va ni le viene. En dos años ha aprendido variadas estratagemas para salir del paso lo más airoso posible sin que se note demasiado su incompetencia, y para evitar una denuncia por negligencia o ignorancia inexcusable. Maniobras de distracción, prácticas dilatorias y conductas de evitación; indiscriminadas peticiones de pruebas, en espera de que la flauta suene por casualidad, como el burro de Iriarte. Se consuela en la creencia de que no son pocos los que, como él, han adaptado el rigor del razonamiento clínico a un argumentario propio con el que intentan transferir sus temores, pereza e incapacidad para que otros solucionen los problemas de mayor calado y las situaciones más indeseables.
Mientras un celador ―esta vez sí― lleva a María a otra dependencia en la que seguirá esperando, Jarrete pulsa F2 para salir del programa.

―Es la hora de mi cena. ¡Ya queda menos!


Continuará

7 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias, José Carlos. Espero responder a las expectativas. Parece que está teniendo buena acogida según las estadísticas de visitas, pero me anima aún más que lo lean personas de mi máxima consideración. Y por qué no confesártelo: me pone mucho el hecho de haber recibido algún email de algún médico solicitando que lo excluya de la lista de correo. Igual temen que Abel Grilo revele situaciones o datos que prefieren mantener en el limbo profesional. O igual no consideran interesante la historia de un celador.
      Muchas gracias y un abrazo.

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  2. Hector,
    te vas superando en la forma. Esto ya empieza a ser un relato con distintos momentos y escenas que hay que articular entre ellas. Nada de la planicie de una queja lisa y más o menos documentada. En lo básico, la deshumanización de nuestro sistema y de los profesionales, estoy muy de acuerdo y me duele que no se vea como un asunto absolutamente prioritario que intentar enmendar. Pero permíteme que a ese párrafo largo que has dedicado a los carriles-bici en nuestro país, le responda con absoluto desacuerdo. Creo que su uso y desarrollo no está muy alejado de esa actitud lenta, humana y blanda, que echas en falta cuando los pacientes llegan al hospital. Si vienes en bici a trabajar, tardando 15 minutos más que en coche, con el aire en la cara y tras haber contemplado la vida desde dentro, creo que has subido un peldaño en la comprensión del dolor y en la limitación de nuestras posibilidades técnicas. Su uso inadecuado por parte de algunos, que son minoría, para nada anula los efectos beneficiosos que tiene en el devenir de nuestras vidas. Más carriles bici y mayor uso de los mismos, creo que eso también contribuye a la humanización de nuestro trabajo, en definitiva de nuestra vida.

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  3. No te falta razón en lo de la bicicleta. Yo tampoco estoy de acuerdo en todo con el señor Grilo. Pero creo que estaremos con él en que sería mejor restar el espacio para carril bici a la calzada, a los motores contaminantes, y no a las aceras de los caminantes. Probablemente será porque hay que seguir vendiendo coches y no es cuestión de alterar el tráfico. En cuanto a su uso inadecuado, no estoy tan seguro si en realidad la minoría sois los que circuláis cívica y responsablemente; particularmente, en el corto trayecto desde donde suelo aparcar el coche hasta el hospital, he estado a punto de ser atropellado (a velocidades considerables por ir a favor de pendiente) en tres ocasiones. Si observas, es imposible alcanzar la zona "peatonal" de la acera sin invadir el de las bicicletas. Y si ya es difícil para mí, aunque no sea un dechado de agilidad ni ejemplo de cuerpo danone, imagina para ancianos, madres con niños o enfermos que salen y entran al hospital. En otras zonas, como los aledaños del campus universitario, lo han hecho bien, individualizándolo y señalándolo correctamente para minimizar riesgos, habida cuenta del poco respeto que los conductores de coches tienen por los ciclistas. Pero ponerlos en las aceras, y mal señalizados, es una chapuza (en eso sí estoy con Grilo) a la española, que pone en riesgo a otros que también se mueven de forma sana y no contaminante, como son los peatones. El problema de fondo, creo yo, es la educación; es mucho más fácil y barato pintar un carril bici y meterlo con calzador en una acera, que educar a los niñatos que lo usan a modo de contrarreloj por equipos.
    Muchas gracias por tu comentario, acertado y pertinente. Un abrazo.

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  4. Hola Héctor: Antes que nada, mi admiración por tu blog. Y enhorabuena. Para mí es un lujo conocer a personas que, como tú, se embarcan en tareas similares. Continua, por favor. Desde hace tiempo, disfruto leyéndote y, quieras o no, comparto prácticamente todo lo que, de forma magistral, comentas y denuncias.
    Por cierto: espero que en esta ocasión sea capaz de "publicar" lo que estoy escribiendo. Debo ser un inútil absoluto. Ya te lo dije un día. Hasta ahora no lo he conseguido. En todo caso, si tampoco hoy puedo, te daré un abrazo muy fuerte la próxima vez que nos veamos.
    Muchas gracias, Héctor.

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    1. Ahora sí, Antonio. No eres el único, ya me han comentado problemas con los comentarios. En cualquier caso, nunca es tarde si la dicha es buena.
      Bueno, en primer lugar me alegra mucho saber de ti y saber que estás bien. El lujo es mío. Agradezco de corazón tu lectura y espero no defraudar. Este año entro de lleno en 3º de periodismo pero intentaré no dejar de escribir.
      Un fuerte abrazo.

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