sábado, 8 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (1)


ABEL
CELATOR


I

El vía crucis de María Gaviria

    El cansino chirrido del carrito de ruedas rasga el silencio en el largo pasillo de la planta baja del hospital. Solo los pasos de Abel, el celador que lo conduce, y el taconeo de la muchacha que le sigue, compiten con el molesto ruido para quebrar la quietud reinante a las tres de la madrugada. María, la enferma, con el codo apoyado en el estrecho brazo del carro, mantiene la cabeza ladeada sobre su mano abierta. Los ojos, entornados de cansancio y resignación, apenas consiguen seguir las vetas del mármol del suelo, que corren a su vista bajo unos pies azulones, tan hinchados que pugnan por salir de la prisión de sus zapatillas. Con 77 años de vida, nacida con los últimos estertores de la Segunda República, María Gaviria es una anciana enferma cuyo único patrimonio consiste en la vieja casucha de un barrio marginal y la mísera paga que le permite subsistir sin la dignidad material que tantos años de lucha merecen. Solo su sobrina Adela la visita de vez en cuando o la lleva al hospital cuando empeora de cualquiera de sus muchas dolencias. La Junta le envía una asistenta un par de veces en semana para ayudarla durante unas horas en las tareas más básicas, como asearla y lavar sus escasas prendas de vestir. Para los políticos, María es el fruto de una excelente gestión de los asuntos sociales; ella sueña con no despertar mañana. Sola. En silencio. Sin dolor.
Abel Grilo es celador desde que tenía veinte años. Cuatro décadas después continúa realizando el mismo trabajo en el mismo hospital. Un tipo sano, callado y diligente. Un hombre leído, curioso y observador. Si la prudencia tiene rostro, éste debe ser alargado, un tanto enjuto, moreno, templado y sereno como el de Abel. Cuarenta años recibiendo órdenes de todos los estamentos del hospital dan para mucho. Cuarenta años oyendo lo que hablan médicos, enfermeros y pacientes le conceden una privilegiada posición en el sistema. Cuarenta años viendo lo evidente y lo inconfesable le proporcionan un conocimiento global y envidiable. Si alguien conoce el olor, el sabor y el tacto de las tripas del hospital, ese es Abel Grilo. A sus sesenta años sabe qué va a pasar con un paciente al verle la cara desde que entra por la puerta, con un margen de error que no dista en exceso del de muchos médicos. No tiene vocación de celador; es más: no cree que exista tal inclinación de forma natural. Admira a los buenos médicos y detesta a los charlatanes. Conoce a la perfección a unos y a otros, pero siempre guarda silencio. Acata sus órdenes aunque sean contradictorias y absurdas, procedan de un profesional contrastado o de un petimetre asustado. Se limita a hacer su trabajo sin envidiar a nadie; al fin y al cabo, es sabedor de que entraña mucha más dificultad tomar decisiones vitales que llevar pacientes, papeles, camillas o tubos de ensayo de un lugar para otro. Abel es sabio a su manera. Compadece a aquellos sobre los que recaen las mayores responsabilidades, aún más cuando las diferencias no se traduzcan proporcionalmente en la nómina. Que se pavoneen por las salas luciendo sus distintivos jerárquicos o que miren hacia abajo desde las cumbres de la ciencia. Él prefiere ser invisible, y seguir siéndolo, mientras empuja el carrito con una sonrisa casi imperceptible, hacia la sala de radiología.
María había llegado a urgencias siete horas antes, aquejada de un fuerte dolor en el abdomen. La anciana es una experta, a su pesar, en estas lides; nada más ver la sala repleta de pacientes, familiares, camillas y carritos, ya sabe que le esperan horas de amargura. Las alocadas carreras del personal y sus rictus de cabreo no presagian un trato personalizado. A pesar de los intentos de presión de su sobrina para una atención rápida, la masificación y la pesada maquinaria del servicio imponen su inexorable ley.
―Dígame señora, ¿qué le pasa? ―pregunta la enfermera mientras le toma la tensión.
―Tengo un dolor en la barriga que…
―Dolor abdominal ―teclea―. La tensión está bien. Ahora espere a que el médico la llame y pasará a consulta.
―¿Tardará mucho? ―inquiere su sobrina Adela―. Es que veo a mi tía muy afectada.
 ―Pues mire cómo está esto, pero eso ya no depende de mí, señora. Espere a que la avisen.
Fin del primer acto. No hay tiempo ni para una sonrisa porque no hay tiempo ni para una mirada. Adela se enfada. Su tía le hace un gesto para que se acerque, y le susurra al oído: «ten paciencia niña, entiéndelo, somos demasiados enfermos». María sabe que montando un escándalo, como hacen muchas personas, tiene más posibilidades de ser atendida antes, mas su educación no se lo permite; antes reventará de dolor.

Continuará

6 comentarios:

  1. Interesante. La hora de las brujas, realismo... A ver como evolucionan esos personajes !

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  2. Muy hermoso el relato. Como siempre, conociendo el paño desde las interioridades.Y además, en esta ocasión, con fino olfato para mostrarnos los personajes menos visibles de esta corte de los milagros

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  3. Gracias por vuestra lectura. La narrativa es un reto demasiado ambicioso y no sé cómo quedará, en cualquier caso pretende ser más un relato a lo New Journalism (reportaje ficcionado) que una novela a la usanza convencional. En septiembre tengo un examen y espero hacer alguna entrega más.
    Muchas gracias, de corazón.

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  4. Te animo a seguir con este proyecto. Ya anhelo el próximo capítulo.

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  5. Enhorabuena por el relato, espero su continuación

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  6. Gracias, Miguel y José Luis. Acabo de publicar la segunda entrega. Espero no defraudar.
    Un abrazo a los dos, con el recuerdo indeleble de aquellos maravillosos días en Madrid.

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