miércoles, 19 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (3)

ENTREGAS:   1     2 (cap. II y III)   
ABEL
CELATOR

IV

La carrera de Abel Grilo

    Abel fue un buen estudiante. Una natural predisposición y el apoyo de sus padres le llevaron a cosechar excelentes notas a lo largo de toda la enseñanza preuniversitaria. Un chico aplicado, poco hablador y aún menos amigo de grescas, bromas pesadas o gamberradas juveniles. Como buen lector, ávido de conocimientos, siempre trató de encontrar respuestas, entre las páginas de sus libros, al inagotable repertorio de cuestiones planteadas por un mundo en conflicto permanente. A principios de los setenta ingresó en la facultad de medicina. Tras un brillante primer año, durante el que pudo disfrutar el orgullo de ser universitario y cosechar algunas buenas amistades ―que aún hoy conserva con mimo― abandonó la carrera en el curso siguiente. La inesperada muerte de su padre y el infinito abatimiento de Gabriela, al filo de la locura, fueron dos pesadas losas que Grilo no pudo levantar en mucho tiempo. Para cuando despertó de esa maldita pesadilla se había disipado por completo el sueño de ser médico. Si le quedaba una gota de empuje, la Patria terminó por secársela cuando el sorteo de quintos lo envió a Cerro Muriano; por suerte para él, su año de medicina y la recomendación de un coronel, amigo de la familia, fueron argumentos suficientes para encontrarle acomodo en la enfermería militar, en la que pasó la mayor parte del tiempo alejado de maniobras, guardias, garitas, imaginarias y, sobre todo, de unos toscos oficiales que trataban de bregar a guantazos con una soldadesca ramplona que solo se envalentonaba al tacto del cetme reglamentario y en las interminables pendencias cantineras. Abel no hizo ni un solo amigo en la mili. Aprovechó para preparar oposiciones a la seguridad social y le dieron la blanca una semana antes de que Franco sacara billete de ida al Valle de los Caídos. «Éste también se licencia», murmuró sardónicamente en el salón de su casa cuando Arias Navarro anunció al mundo, entre pucheros televisados, la muerte del dictador. Pocos meses después, trabajaba ya en el hospital con su plaza de celador recién adjudicada. El turno de noche estaba vacante y no dudó en hacerse con él. El mayor tiempo libre que este horario le proporciona, casi siempre a costa de horas de sueño, le compensa de lo penoso que es faenar siempre de noche. Además, durante casi treinta años lo compatibilizó trabajando como delegado comercial en una potente multinacional farmacéutica. Un buen contrato y unos generosos incentivos por ventas le permitían vivir más que desahogadamente. Aún hoy, no deja de sorprenderse cómo, sin proponérselo conscientemente, su vida ha girado en torno al mundo sanitario a pesar de dejar de estudiar medicina.
―Esta mermelada está de muerte, madre ―Abel devora las tostadas tras una hora y media de power walking, que es como ahora llaman los estultos anglófilos al caminar deprisa.
―Naranja amarga. Es casera, la trae un campesino que tiene una pequeña huerta cerca de no sé qué pueblecito. La hace su mujer. También me vende limones y naranjas de zumo. Se sacan así unos eurillos.
―Mejor para ellos que para los especuladores de la alimentación, que, además, nos envenenan con fertilizantes y pesticidas de curso legal.
―¿Qué planes tienes para hoy?
―Trabajo esta noche. ¡Ah!, casi lo olvidaba: he quedado a las tres con Pascual para tomar unas cañitas, así que no prepares almuerzo para mí.
―¿Cómo está?, hace tiempo que no viene por casa.
―Como siempre, muy liado entre el trabajo y la familia. El hijo mayor lo trae de cabeza con los estudios.
―¿Sigue trabajando en la UCI? Me comentaste que le habían ofrecido un cargo…
―Tuvo la tentación de retirarse cómodamente en un sillón hasta su jubilación, y al final la rechazó.  Pascual no es de los que se venden sin condiciones, ni es alfombra de nadie. Y menos de los indolentes que tenemos por jefes, en el hospital y en la Junta. Pero está muy quemado, madre. Por lo visto, el ambiente de trabajo es infernal y con sesenta años se le hace cada vez más cuesta arriba soportar la carga de tanta responsabilidad. No es lo mismo mi cansancio, básicamente físico, que el suyo, el cual conlleva además un tremendo desgaste psicológico.
―Tú anímalo. Dale un beso de mi parte y otro para su mujer. Cecilia es un encanto.
―Lo haré de tu parte. Ahora voy a darme una ducha. Luego me conectaré para leer los periódicos y echar un vistazo al correo electrónico. ¿Tú necesitas algo?
―No, tengo que salir a hacer unas compras pero me apaño mejor sola.
―Eso no lo dudo, pero avísame si es preciso.

Entender lo que significa la televisión en la sociedad actual, es un ejercicio intelectual cuya dificultad se sitúa a años luz del pretendido conocimiento que miles de personas creen poseer sobre sus efectos nocivos y la forma de evitarlos. El poder de la imagen editada ―enmarcada, fragmentada, seleccionada u omitida― no es otro que el de controlar las percepciones de las masas, moldear actitudes y determinar sus conductas. Nada más y nada menos. El telespectador cree ver la realidad en lo que le muestran, pero solo es una parte de ella, la que los poderes del nuevo orden dictan a favor de sus propios intereses: consumo, conformidad e inacción, física y mental. Sumisión y esclavitud, en resumidas cuentas. Por ello, Abel Grilo dejó de ver televisión mucho tiempo atrás. Ni las noticias siquiera. Está suscrito a varios periódicos; paga para leer sus ediciones de papel, en el ordenador o en su tableta. No es que la prensa, gran parte de ella, no adolezca de manipulación y distorsión. Sin embargo, la lectura es un ejercicio que requiere mayor esfuerzo y tiempo para poder discernir la información; la letra va más directa al pensamiento y mucho menos a la emoción. La posibilidad de leer la noticia en varias fuentes le brinda la oportunidad de formular preguntas. El impacto visual de un malnacido decapitando a un cooperante aparece con un sentido unívoco: el Estado Islámico es un grupo terrorista al que hay que erradicar por el bien de la Humanidad. Pero ¿cómo consiguen controlar una extensión de tierras que es como media Andalucía? ¿Cómo venden el petróleo conquistado? ¿Quién lo compra? ¿Quién les vende armas, de qué empresas sale el material bélico? ¿A quién beneficia el miedo? ¿Qué relación hay entre el fenómeno yihadista y la humillante marginación que sufren cientos de miles de musulmanes pacíficos en el mundo occidental? Un análisis parecido puede hacerse de la corrupción política en España: la imagen de un delincuente de cuello blanco saliendo de un juzgado fomenta la dicotomía malos-buenos y las teorías de la manzana podrida y la oveja negra. ¿Cómo puede sustentarse una red de este tipo sin una base institucional? ¿Es posible robar tanto y tantos años sin la cobertura de una estructura jerárquica podrida y creada en la alegalidad, desde un ministerio o una consejería hasta el ayuntamiento más pequeño, la escuela más remota o el centro de salud más alejado? ¿Es la corrupción solo una cuestión de dinero o lo es también de influencia y puestos de responsabilidad?
Acabando de leer una de sus columnas favoritas ―la prensa española siempre ha gozado de brillantes articulistas en sus páginas de opinión― Abel se formula la más sangrante de las cuestiones: ¿es el ciudadano raso víctima inocente o cómplice necesario? Una buena pregunta para su amigo Pascual, que ya casi debe estar en camino hacia el punto de encuentro.


Continuará



2 comentarios:

  1. Hector, Abel me parece un personaje difícilmente real, pero también me da la sensación de que no lo has sacado de la nada. Es un puzzle ?

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  2. Es un personaje de ficción en un relato de ficción. Efectivamente, no es producto de la nada y tiene mucho de puzzle.
    Muchas gracias por tu lectura y un fuerte abrazo.

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