sábado, 22 de agosto de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (4)

ENTREGAS:   1     2 (cap. II y III)     3   
ABEL
CELATOR

V

Lecciones de tauromaquia

    Junto a otros compañeros de guardia, Paco Jarrete apura la hora reglamentaria que la empresa le da para cenar. Podría pagarla de su bolsillo, en algún restaurante cercano, pero prefiere comer en el del hospital, a cuenta de la casa. No es una cuestión de ahorro, aunque lo que paga la Junta a los médicos, a todos, por un día de guardia, no da para grandes dispendios. Más que de la comida en sí ―una variedad de fritangas congeladas acompañadas de una mustia ensalada―, el significado de esos sesenta minutos es el de un descanso merecido tras seis o siete horas de trabajo; una hora de escape, de relax. Sentados a la mesa, junto a una gran cristalera que les muestra la calle ―la vida exterior, la otra realidad―, los médicos residentes se cuentan las anécdotas del día o comentan las vicisitudes que experimentan en las distintas salas del hospital por las que van pasando durante sus rotaciones formativas. Aprovechan también esos momentos para telefonear a sus parejas y familias, dándoles así fe de vida. Salir corriendo hacia ellas es una opción tentadora pero poco conveniente. Aún les queda la noche.
Son las once. La nocturna quietud del pasillo principal, que le lleva de vuelta al tajo, se rompe brutalmente ante sus ojos cuando Jarrete emboca el de urgencias, camino de su consulta. Enfermos en camillas y carros que ya no caben en otro lugar. Familiares ocupando el paso o echados contra la pared, al acecho de una bata blanca o un pijama verde a los que preguntar, inquirir y presionar. Alguna enfermera, desquiciada, regaña a voces a unos usuarios; giran la mirada sin darse por aludidos, o se encaran con ella en el peor de los casos. Si ese pasillo fuera una calle, se llamaría la de la Hostilidad. Un celador pide paso por caridad cuando ya no puede sortear más obstáculos. Especialistas mendigando una consulta… El de seguridad, de espaldas al cotarro, parapetado tras una especie de atril en el que le han ubicado, vigila la entrada como si se temiera un abordaje pirata o una razia almorávide. Todo este indigesto cóctel no es más que el resultado de mezclar la incompetencia dolosa de unos gestores a dedo, con la más absoluta ausencia de conciencia ciudadana por parte de una población mayoritariamente maleducada. La guinda la ponen unos profesionales quemados y desmotivados.
«Si éste es uno de los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo, cómo será el peor», masculla Paco mientras introduce su contraseña para continuar el trabajo. La aplicación informática es un lento y pesado programa, que se empeña tenazmente en trabar el discurrir del tiempo a base de continuas zancadillas, frenazos y parones. Seis o siete clics de ratón enlazan con otro programa, el de las pruebas radiológicas. Otros tantos toques para el de los análisis. Al fin, el galeno consigue llegar a los resultados de María Gaviria; a medida que los contempla, el rostro se le descuelga cada vez más. Aquella apresurada hipótesis de que todo se debía a una indigestión, se le derrumba de un solo golpe ante la evidencia de un disturbio de mayores proporciones. Lo peor es que no baraja una alternativa creíble porque no tiene ni idea de lo que le ocurre a su paciente. Al menos, ahora intuye que la cosa puede ser grave. En estos casos, los residentes recurren a consultar con algún médico adjunto, jerárquicamente superior, al que se le supone mayor experiencia y capacidad resolutiva.
―Caye, necesito comentarte un caso.
―Espera un momento, termino de dar un alta.
La figura del consultor ―ese solícito experto que derrama años de conocimientos, casi sin pretenderlo, iluminando para otros los oscuros rincones que se ocultan tras los síntomas de la enfermedad― se ve cada día más distorsionada, como si solo un espejo de feria fuera ya capaz de reflejarla. Cayetana Berruezo es médico de familia. Lleva nueve años en urgencias encadenando contratos basura. Le pagan mal y lo hacen para que engrase la cadena productiva en la que han convertido la atención sanitaria. Tiene el tiempo justo para enjuagar los trapos sucios sin plantearse cuestiones de mayor profundidad. Ya lo harán otros… o no. Mientras los números cuadren y los indicadores sonrían según lo previsto, las bolitas no dejarán de girar dentro de la gran ruleta. Los desgraciados peregrinarán de un lado a otro y volverán, una y otra vez, al mismo lugar, a no ser que la suerte los lleve a la casilla ganadora o la fatalidad los acoja en negro descanso.
Más liberada, Cayetana estudia el caso sin levantarse del asiento.
―¿Quieres tocarle la barriga? Le duele toda, pero la verdad es que la paciente no colabora mucho ―como ocurre con cierta frecuencia, Jarrete culpa a la paciente para justificar su falta de destreza.
―No Paco, no hace falta; por lo que me cuentas y con estas pruebas tan alteradas, tienes que avisar a los cirujanos para que le echen un vistazo. Si tardan, le pones un calmante. Y se lo explicas a María.
Seis pisos por encima, la residente de cirugía escucha el relato del caso mientras mira la radiografía y el análisis.
―Pídele una ecografía y cuando la tengas me vuelves a avisar ―sentencia con lacónica autoridad, sin hacer caso de la indicación de Cayetana.
―¿No vas a verla antes? Tiene mucho dolor y aún no le he puesto nada.
―Pínchale un analgésico y me avisas cuando tengas la ecografía.
―De acuerdo, gracias...
«Ya me han pegado dos capotazos y estamos como al principio, ¡joder!», se dice en voz alta el futuro otorrinolaringólogo, mientras busca a María Gaviria en otra sala, tan atestada y ruidosa como la primera. Al verlo, la sobrina señala su posición moviendo los brazos en alto, de forma ostensible.
―¿Cómo han salido las pruebas doctor?
―Regular, señora. Vamos a calmarle el dolor a su tía y le acabo de solicitar una ecografía. Más tarde la verán los cirujanos, cuando llegue el resultado.
―Entonces... ¿no es la comida que le sentó mal?
―Ya dije que no había comido nada ―murmura la enferma con la vista perdida.
―Parece que hay algo más, pero de momento no puedo decirle otra cosa.
―¿Tardará mucho, doctor?
―Eso ya no depende de mí.

Es la segunda vez, desde que entró, que Adela tiene que oír esa maldita frase. El viejo reloj redondo, que domina la sala desde lo más alto de una columna, acaba de marcar las doce de la noche. Lleva diez minutos de retraso.
Continuará

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