sábado, 26 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (9)

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  ABEL
CELATOR

X

¡Al abordaje!

    De todas las miserias de la condición humana, el racismo y la xenofobia ―primos hermanos― representan para el bueno de Abel los escalones más abyectos de nuestra civilización. Nada tienen que ver las cuatro gotas de sangre judía que heredó de su madre, de las que ni siquiera es consciente. Se trata de una irresistible intolerancia a la discriminación del diferente, sea ésta por el motivo que fuere o se ejerza de pensamiento, palabra, obra u omisión, tal y como los devotos cristianos reconocen sus pecados cuando recitan el confíteor de la liturgia católica. Grilo no es religioso ni amigo de los golpes de pecho. Simplemente es un hombre educado, en el más amplio sentido del término. El mejor remedio frente a aquellas lacras, si no el único, es la educación de los pueblos en la pluralidad. Una enseñanza cimentada en la diversidad de ideas y costumbres; basada más en la lectura crítica de tanto talento nacido de la especie humana, que en un adiestramiento programado para la aceptación ciega, sorda y muda de aquel otro universo, tan negro y envenenado como lleno de consignas y dogmas culturales, con los que marcan, desde pequeños y al rojo vivo, a hombres y mujeres como si fueran reses de diferentes ganaderías.
No obstante, incluso para una persona tan convencida de estos valores, como Abel Grilo, la realidad no es así de simple en cada lugar y en cada momento de la vida diaria. Nada más abrirse las pesadas puertas del ascensor que lo baja desde la quinta planta, advierte la carrera de dos mujeres que se pierden hacia el interior de la sala de urgencias. Parecen muy alarmadas. Algo serio debe estar pasando. Oye gritos por encima del ruidoso umbral al que está habituado. Abel enfila su camino hacia el puesto de celadores. Antes de alcanzarlo cruza su mirada un instante con la de un enorme joven de piel morena que permanece en pie, estático, al principio del pasillo, frente a la puerta de entrada. Parece tranquilo. Lleva todo el pelo rapado excepto una fina cresta mohicana teñida de rubio platino. Viste una camiseta magenta con la caricatura de Peret, sobre cuya cara descansa un grueso cordón de oro que cuelga de su cuello. Los pantalones a cuadros terminan un poco por debajo de las rodillas; en sus 46 calza unas Nike amarillas, nuevas, de 170 pavos. A ratos saca del bolsillo un buen teléfono móvil y teclea algún mensaje. Completan su estampa un exagerado peluco en la muñeca izquierda y un macizo sello de oro ―con grandes iniciales grabadas― en el dedo anular de su mano derecha. La camiseta le queda corta, lo cual le permite lucir orgullosamente una globulosa barriga: echado sobre la pared, de vez en cuando le da cariñosas palmaditas, mientras mira distraídamente hacia el techo, como si su presencia pasara inadvertida o pretendiese aparentar una normalidad cotidiana. Ni una cosa, ni la otra. Le llaman Yona, y está apostado allí porque su hermana Paloma, una guapa gitana de 17 años, acaba de entrar a urgencias con una de sus frecuentes crisis de jaqueca.
Abel reconoce a la madre y a la hermana mayor de Paloma, como las dos mujeres que ha visto corriendo unos minutos antes. Han entrado para acompañar a la niña y a su marido, que no se separa de ella. Las tres visten ropa de casa: bata, pijama y zapatillas. Las normas del servicio no permiten más de un acompañante, y Paloma ya tiene tres, sin contar el gigantón que vigila en el pasillo. Con sus gritos y una histriónica puesta en escena consiguen alarmar al personal, hacen creer al resto de pacientes que su problema es el de mayor gravedad y, de esta manera, son atendidos de inmediato. Nadie se atreve a contrariarlos. Afuera, cerca de la puerta, ya hay otros familiares que deambulan intentando ver a la chica a través de alguna ventana abierta. Preguntan a todo el que lleva un uniforme sanitario y ocupan los bancos cercanos; se agrupan en torno a ellos para hacer patente su presencia. Primos, tíos, sobrinos, abuelos, padrinos, cuñados… Así hasta veinte o treinta. No tienen recato para invadir zonas en las que solo el personal está autorizado a permanecer, ni en abrir las puertas de las consultas en las que los médicos atienden otros enfermos con la intimidad a la que tienen derecho. Una empleada de seguridad, obligada por el uniforme, se dirige al mohicano con una serie de pasos dubitativos que delatan sus temores:
―Buenas noches, caballero. Aquí no se puede estar, debe ir a la sala de espera.
El gitano le saca dos cuartas de altura y la mira en picado.
―Mi hermana está mu malita, señorita, yo no molesto a nadie, señorita…
A una distancia prudente, Abel contempla la escena con complacencia. Son muchos años asistiendo a la misma función: mediante una mímica estudiada, mil veces puesta en práctica, aliñada con tono lastimero, casi de súplica, apela a la piadosa comprensión de la empleada, a su humanidad y a la justicia social de los payos buenos, si es que hay alguno, claro está. Para él no hay más enfermos que su hermanita ni otras normas que no sean las del clan. Su lógica es la que es, incontestable, impermeable a cualquier otro razonamiento diferente.
―Ya está acompañada, señor, haga usted el favor de…
―Dime cómo está mi hermana y yo me quedo tranquilo, por favor, señorita.
―Yo no puedo decirle nada, caballero, tiene que ser el médico.
―¿Y dónde está el médico, señorita? ¿La ha visto ya?
Así la enreda, la distrae, la entretiene y gana tiempo. Desde la puerta, el padre y uno de los primos observan el desarrollo de la secuencia. El primero parece indignado con la insistencia de su hijo. A voces le ordena que haga caso y el otro hace como que no lo oye. Entonces, el papa se dirige al otro guardia de seguridad, más próximo a él:
―¡Hay que ver el Yona que no me hace caso!
―Es que ahí no puede estar ―responde el segurata, sentado tranquilamente.
―¡Eso le estoy diciendo, señor agente! Déjeme usted que pase un momento, que me lo traigo de las orejas. Hágame el favor, hombre…
Un segundo de duda, reflejada en su expresión facial, es suficiente para que el padre entre. Y el primo, calladito, detrás.
―Solo un minuto ―balbucea el empleado, a toro pasado.
―No se preocupe que esto lo arreglo yo.
Los recién llegados discuten con Yona ante la señorita, reducida de un plumazo a figurín de uniforme. Grilo advierte con desagrado la diferencia con la que tratan a una y al otro ―tutean a la señorita y hablan de usted al señor agente―; a pesar de ello, no puede evitar una furtiva sonrisa porque está leyendo la jugada, como si la tuviera escrita en una pizarra: los tres terminan por pasar dentro. Con Paloma hay ya seis familiares. Los demás pacientes han de conformarse con uno, como María Gaviria, que aún espera la ecografía en compañía de su sobrina. Ambas intuyen que las presiones de la familia gitana y el alboroto del personal no son buenas bazas a su favor. Están en lo cierto. El clan ha decidido que esta noche hay que hacerle un escáner a la niña; frente a ellos no sirven de nada los argumentos profesionales de Cayetana Berruezo:
―Es una simple jaqueca, ya le han hecho esa prueba cuatro veces anteriormente, siempre con buen resultado. La revisa un neurólogo periódicamente, la exploración clínica es normal, la radiación no es saludable…
―Yo veo a mi niña mu mala, doctora ―responde teatralmente la madre, como si a Paloma solo le quedara el consuelo de un cura―. ¿No le pasará algo malo?
―¡Qué le va a pasar! ¡No digas más tonterías! ―protesta el padre― ¡Antes tienen que matarme a mí!
―¡Callarse los dos! ¡Tranquila mama! ―Yona interviene en plan negociador―. Pídele el escanen ese o como se llame, señorita, que no cuesta ningún trabajo… ¿No estás viendo que mi madre está mala de los nervios?
Cayetana no puede más. Es la lucha de la razón frente a una emoción ciega, impenetrable, inasequible. No es solo una cuestión cultural la que la derrota; también el miedo. La medicina puede resultar una ciencia tan caprichosa como lo sean la presentación de determinadas enfermedades o la manera en que los enfermos relatan sus síntomas. «Que a mi niña no le pase na». No necesita ser una experta en semiología ni catedrática de semántica para reconocer las coacciones y amenazas que estos gitanos deslizan entre sus manifestaciones. Lleva demasiadas horas trabajando. Alargar la discusión solo conseguiría terminar de agotarla. Otros muchos enfermos esperan. «Hay que salir de esto cuanto antes».
―Sea. Que conste que es por vuestra tranquilidad, no por que yo crea que hay que hacerle un escáner ―se justifica Berruezo―. Eso sí: os aviso de que va a demorarse bastante porque hay otras prioridades de mayor gravedad. Os pido por favor ―recalca el ruego― que la acompañe una persona, nadie más.
―¡Gracias chiquilla! ¡Ay, qué grasiosa es! ―la matriarca estalla de felicidad―. ¿No tardará mucho, verdad doctora?
Está claro: quieren el escáner y lo quieren ya. Preguntarán, una y cien veces, entrarán, saldrán y volverán a entrar. Otras cien veces. Nadie se va a enfrentar a un clan gitano. Problemas, los justos.

Abel Grilo acaba de regresar de la sala de críticos. Movilizar a un joven accidentado, roto como el eccehomo, y hacerlo bien para no quebrarlo más, requiere de personas que sepan lo que tienen entre sus manos, como él. Por eso suelen llamarlo a tales menesteres. Allí ha dejado al equipo de profesionales que tratarán de salvarle la vida.
Sus compañeros lo ponen al día. El trabajo se acumula y hay que organizarse.
―¿Organizarse? Lo que hay es que trabajar, joder, que alguno le va a sacar brillo a la silla esta noche. Vamos ya con las ecografías ¿no?
―Primero el escáner de la gitana, Abel ―ordena Ortiz, el encargado de celadores, un gordo pelotillero más preocupado en disimular la calva con un peluquín del todo a cien, que en perder un gramo de sebo―. Están dando un coñazo impresionante y cuanto antes se pire la morralla, mejor.
Si la mirada de Grilo llevara incorporados rayos calóricos alienígenas como los de Wells en La Guerra de los Mundos, de Ortiz no quedarían ahora más de cuatro pelos sintéticos sobrenadando a duras penas en un charco de tocino. Como mucho.
Abel vive con mal humor sus propias contradicciones. No puede aceptar los estigmas con los que la sociedad que se dice desarrollada trata de marcar las diferencias como negativas o peligrosas, solo por distinguirse. No comulga con esa homologación artificial e interesada. La morralla también tiene piel blanca, viste con elegancia y es aceptada con todos los honores. Ricos morralla, empresarios morralla, banqueros morralla. Jefes morralla, directores morralla, gerentes morralla, políticos morralla. Pelotas morralla, como el del peluquín, sumisos morralla, tramposos morralla…
Le cuesta tolerar los estereotipos, particularmente los étnicos. He aquí su gran dilema con los gitanos. Desde su particular prisma, el del hospital, Abel ha sido incapaz de desmontar, ni siquiera parcialmente, la estructura ideológica que supuestamente los discrimina y los excluye. Son cuarenta años observándolos, leyendo interesado la historia de un pueblo milenario, intentando encontrar su nudo gordiano y algún cabo suelto que le permita reconciliarse consigo mismo a través del conocimiento. Estudioso también de la cuestión judía, Grilo no encuentra entre ellos un solo punto en común, por mucho que los nazis se cargaran a un buen número de gitanos. No solo son incomparables: judíos y gitanos son polos opuestos, más allá del Holocausto. No es lo mismo huir para salvar el pellejo que ser nómada por vocación de libertad. Unos se integran, trabajan y estudian hasta dominar el sistema; esto es lo que les causa problemas. Conservan sus ritos bajo el paraguas de la discreción. Son la hormiga de la fábula. Los otros, las cigarras, cantan y bailan en una vida lo más fácil posible. No se integran porque no les interesa. Les va bien con la coartada del racismo y se autoexcluyen interesadamente. Lloran de vicio y consiguen subvenciones oficiales. Medran y trafican para poder fardar de oro y cochazo. «Eres peor que un payo», suelen decirse entre ellos como un grave insulto. Son racistas hasta la saciedad. Desconfían por norma. Insolidarios hasta para ellos mismos. Usan su propia ley para justificar sus desmanes. No solo son incultos consentidos; lo son por vocación y lo llevan a gala. La mujer gitana es reo del machismo más primitivo; mientras se debate el hiyab de las musulmanas, la prueba del pañuelo es una pieza folklórica tolerada sin cuestionamientos. Sus costumbres son intocables, no es políticamente correcto contravenirlas.
Abel se duele de tener estos pensamientos. A su pesar, la experiencia propia, como la de esta noche, no hace más que apuntalar su evidencia: listos como ardillas, tramposos, aduladores, mentirosos, liantes, desconfiados, sectarios y peligrosos si no se atienden sus demandas. Tan solo le consuela la convicción de que no todos son así y que bastantes payos no les van a la zaga en tan poca virtud. A Paloma la ha visto muchas veces en urgencias y de madrugada; los médicos más antiguos han comentado en alguna ocasión la sospecha de que tal predilección horaria no sea fruto de la casualidad. El marido siempre la acompaña pero nunca habla. Para eso está su familia.
―Mira, Ortiz, la doctora dice que el escáner de Paloma no es prioritario. Ya la conocemos. A ella y a su familia: van a estar molestando todo el rato hasta que se salgan con la suya.
―Es una orden mía Abel, la gitana primero.
―¿En todos estos años aún no te has enterado de por dónde me paso yo tus órdenes? Llévala tú cuando quieras. Como si le pones un coche de caballos. Yo me voy con una señora que espera, medio retorcida de dolor, desde hace horas. Han llamado de ecografía hace un buen rato. Seguro que tú sabes explicárselo al Yona, campeón.

La señora Gaviria levanta la cabeza. Una cara amiga la mira con dulzura.
―María, nos vamos a radiología.
―¡Ay! Menos mal, ya era hora.

Las figuras del celador, ocultando el carrito que empuja, y de Adela, por detrás de él, se pierden por el pasillo principal.



Continuará




2 comentarios:

  1. Bueno Hector. Realista como la vida (nuestra vida profesional) misma. Polémica puede levantar, con las consideraciones sobre los gitanos, pero nadie que haya vivido estas experiencias podrá negarlas.

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  2. En este capítulo, las tribulaciones de Abel Grilo, vencido por la evidencia, son odiosas hasta para él mismo. Para mí también. Pero, como decía Lenin, los hechos son tozudos. Estoy seguro de que un análisis riguroso, diacrónico, de este fenómeno sociológico, alejado del ángulo de visión del protagonista, llevaría a conclusiones más favorables para el pueblo gitano. Si rebuscas en las web de todas las comunidades autónomas, verás innumerables planes de apoyo y subvenciones; lógicamente, Andalucía, con casi la mitad de toda la población gitana de España, está a la cabeza. Muchas preguntas flotan en el aire: ¿Qué se ha conseguido con esos fondos? ¿Qué significa la integración para ellos? ¿Se ha llegado al punto de una discriminación positiva respecto al resto de los ciudadanos? ¿Son éstos racistas o tienen miedo? ¿Son los gitanos racistas o solo es una desconfianza encastrada en sus genes? ¿Qué ocurre con ellos en Bulgaria, Eslovaquia y Rumania, países en los que vive una tercera parte de los gitanos europeos? El tema da para mucho. La visión de Grilo es monoangular, sí, pero acrisolada por una constante repetición a través del tiempo.
    ¿Polémica? Claro que la puede generar este capítulo. Pero como ya escribí en el artículo de las 20.000 visitas, este blog puede equivocarse pero no tiene vocación de ser políticamente correcto.
    Una vez más, gracias por tu comentario y un fuerte abrazo.

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