domingo, 8 de noviembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (11)


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  ABEL
CELATOR


XII



Mal asunto


Los escasos restos de maquillaje y lápiz de ojos que aún le quedan acentúan su aspecto de cansancio. Somnolienta y cabreada, Reme Sacristán, la joven residente de radiología, espera una paciente entre bostezos ahogados. Como aquel sabio calderoniano de La Vida es Sueño, que se preguntaba si habría algún otro más pobre y triste que él, la licenciada experimenta la firme creencia de ser, en ese momento, la criatura más sufrida del hospital.

«¿Habrá otra persona alguna

de suerte más importuna?»

Poco más de dos años lleva en el hospital. Le enseñan una especialidad y le pagan casi 2.500 pavos todos los meses. Un lujo en un país quebrado. Siempre supervisada, cuando un asunto se complica echa mano de algún radiólogo con experiencia. Es como trajinar con fuego al lado de un bombero. Con 27 abriles recién cumplidos, es hija de una generación a la que le cuesta tolerar la adversidad. Para ella y para otros muchos jóvenes bien preparados en lo técnico, esfuerzo y entusiasmo no son virtudes en sí mismas; solo son herramientas que únicamente tienen cabida si coinciden con unos intereses muy concretos: los propios. Educados lejos del humanismo, a menudo confunden orgullo con arrogancia.

―Vaya, al fin habéis traído la enferma; la he pedido hace media hora…
Abel Grilo aprendió hace muchos años a mostrarse impertérrito ante reproches de esta clase. «Al fin habéis…». La heredera de Röntgen suelta la carga de profundidad y lo hace en presencia de la paciente y su familiar; culpa a los celadores del retraso y ―lo que es mucho más grave― de hacerle perder un tiempo precioso. ¡El de ella!
La señora Gaviria no está para tales cuitas. Concentrada, inmóvil, se aferra a su dolor como si no separarse de él le evitara perder la cordura o la conciencia; ni siquiera levanta la cabeza para mirar a quien no le da ni las buenas noches. La sobrina busca, sin éxito, la reacción de Grilo, que espera, silencioso e impasible, instrucciones de Sacristán. «¿Media hora?», se pregunta Adela, un tanto molesta por la actitud de la residente, antes de decidirse a hablar:
―Ese papelito ―señala un cajetín de plástico transparente por el que asoma la petición de ecografía― lleva aquí más de tres horas, doctora.
―Pásela a la camilla ―ordena Reme al celador sin darse por aludida―. Descúbrale la barriga ―ahora la orden es para Adela.
La habitación es una pequeña estancia en la que solo caben el aparato de ecografía, la silla para el radiólogo y la camilla. La oscuridad necesaria para poder ver la pantalla hace que parezca aún más agobiante. Adela se queda en un rincón libre ―de pie, por detrás de la cabeza de su tía―, desde el que puede ver la cara de la residente, un trozo de pasillo iluminado, a través de la puerta entreabierta, y el cuerpo de María. Observa el abultado abdomen, tenso, brillante, serpenteado caprichosamente por vetas rojizas que, al trasluz, parecen un laberinto que se pierde hacia las caderas. Mientras Sacristán pone en marcha la máquina y unta la piel con un gel transparente y frío, Adela recoge el pelo de la enferma a modo de caricia.
Abel espera fuera. Aprovecha para echar un vistazo a los titulares de la prensa digital en su teléfono móvil. Oye varias voces, lejanas, en el corredor principal; a medida que se aproximan distingue alguna risotada. Aparecen por una esquina y se dirigen al escáner: una celadora empuja un carrito con una joven gitana; les sigue un séquito formado por dos mujeres en ropa de casa y dos hombres que discuten con ellas. Cierra la compaña, varios metros por detrás, un enorme y rubio mohicano que solo levanta la vista de su iPhone blanco para corregir la trayectoria y no golpearse contra las paredes. Un ay de María, amplificado en el silencio de esa zona del hospital, provoca la curiosidad del grupo y todos vuelven su mirada hacia Abel. Susurran entre sí y se pierden hacia el fondo, a la derecha. El Yona acelera el paso, como el que huye de un bombardeo, para alcanzar al grupo. No vaya a ser que…
La presión del transductor sobre su barriga le provoca un dolor sordo e intenso. María aprieta los dientes pero no puede evitar un gemido cuando Reme suelta de golpe; este otro dolor es diferente, más incisivo, agudo, fino como una puñalada. La residente se disculpa y le explica que es inevitable. Su expresión es más sombría a medida que avanza la exploración. De vez en cuando pulsa un botón, para la imagen y graba una instantánea. Se siente observada por Adela y procura no aparentar inseguridad. Mira la pantalla pero en realidad está pensando qué hacer. Finalmente, descuelga el teléfono y marca cuatro dígitos que conoce de memoria. Habla con el radiólogo de guardia, su adjunto, le explica el caso y lo que acaba de ver entre la miríada de puntitos en escala de grises que forman la imagen ecográfica de las vísceras de la enferma. Responde varias preguntas de su interlocutor y termina con un «me gustaría que le echaras un vistazo», que suena más a una petición de ayuda que de opinión.
―Vamos a tardar un poco más, María. Ahora viene el doctor Rodríguez…, ya sabe…, cuatro ojos ven más que dos…
―Lo que usted diga ―responde lastimosamente la paciente, mientras su sobrina se contiene para no preguntar con ella presente, aunque la llamada de Sacristán le da muy, pero que muy mala espina.
“Un juez llama a 1.100 imputados y testigos en el fraude de la formación”. Mientras Abel lee este titular de El País, puede oír una puerta que se abre en las dependencias interiores del servicio de radiología y el perezoso caminar de Ernesto Rodríguez. Somnoliento y desaliñado, el especialista saluda al celador antes de entrar en la salita, donde le espera, ansiosa, su residente.
―Perdona que te haya molestado, Ernesto…
Adela se siente aliviada y no termina de comprender la disculpa de Reme Sacristán. Nota que su pose toma un cariz diferente ante la figura del veterano. Ahora no es la altiva doctora sino una humilde aprendiz que deja su asiento al experto.
―Buenas noches ―Rodríguez saluda a las tres mujeres―. No es ninguna molestia, Reme, para eso estamos. ¿Has grabado la exploración?
―Sí, la tienes preparada.
El radiólogo analiza las imágenes en movimiento, las detiene, vuelve atrás, ralentiza la secuencia, de nuevo adelante, cambia el brillo o el contraste; no le gusta lo que ve. Señala alguna zona de la pantalla y comenta con la residente lo que aparece en ella, con un lenguaje imposible de comprender para la enferma y su acompañante.
―Vamos a molestarla un poquito más, señora, ya sé que esto duele, pero es necesario ―coge el transductor y lo hunde en el abdomen con la mayor delicadeza posible, que no es mucha.
―¡Qué le vamos a hacer! ―responde entrecortadamente María, sin tiempo para suplicar que no la trasteen mucho más.
Un sudor frío se apodera de su piel durante esos interminables minutos. Por fín, el radiólogo termina su trabajo, corta un trozo de fino papel blanco y lo entrega a Adela para que limpie el pringoso gel que embadurna el vientre de su tía. Tras hacerlo, con suavidad para no provocar más dolor, la ayuda a incorporarse y arregla sus ropas. María se mueve con dificultad y ahogo. Siente que se le escapa la vida. Se despide de los médicos y da unos pasos hasta el carrito, que espera en la puerta. Grilo la acomoda lo mejor que puede. La sobrina remolonea antes de salir y aprovecha para preguntar sin que la enferma la escuche:
―Doctor, ¿qué es lo que ha visto en la ecografía?
―Parece un problema intestinal serio, señora. Tiene las tripas muy dilatadas por falta de riego sanguíneo y hay líquido en la cavidad.
―¿Es una peritonitis? Mi padre murió de una…
―En este momento es difícil saberlo, pero puede terminar en peritonitis, sí.
―¿Y qué hay que hacer ahora?
―Vamos a escribir el informe y lo mandaremos al médico que lleva a su tía. Con esta prueba no podemos saber todo el alcance del cuadro. Necesitaríamos un escáner, pero la analítica muestra que los riñones no están funcionando bien, y el contraste que hay que poner puede dañarlos aún más. Por lo que me comenta la doctora Sacristán, los cirujanos aún no han visto a María. Cuando valoren el caso hablarán con usted y si estiman otra prueba nos llamarán.
―¿Tienen que operarla?
―Eso no se lo puedo decir yo. Espere a hablar con ellos.
María no quiere preguntar. Lo que haya de ser, será. Está en manos del destino, esa fuerza con un poder superior a la de los antiguos dioses; la misma que se colaba con forma de espectro en los sueños de Jerjes el Grande, el sino que terminó empujándolo al desastre persa en el desfiladero de las Termópilas.

Son casi las cuatro de la mañana. De vuelta a la sala de urgencias, el corredor se hace más largo y angosto. Abel empuja el carro con respetuoso silencio. No es ocasión de hablar, ni siquiera para un comentario animoso. Adela enjuga las pocas lágrimas que logran vencer su temple y brotan tímidamente de unos ojos apagados.


No serán las últimas.


Continuará




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