miércoles, 30 de diciembre de 2015

Reseña Bibliográfica: TERRITORIO COMANCHE



RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

TERRITORIO COMANCHE

Arturo Pérez-Reverte

Editorial: Ollero & Ramos. Madrid, 1994 (1ª edición)
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Fantasmas de colores
 Héctor Muñoz

Territorio Comanche es la sexta novela de Arturo Pérez-Reverte y la última publicada mientras ejerció como periodista durante 21 años. Fue escrita en la antigua Yugoslavia entre agosto de 1993 y febrero de 1994. Ambientada principalmente en el conflicto bélico de los Balcanes, Territorio Comanche incluye también bastantes referencias, anécdotas e historias reales de otras guerras cubiertas informativamente por el mismo Pérez-Reverte o por otros compañeros de profesión.
A lo largo de seis capítulos y 144 páginas, el autor narra las peripecias y situaciones a las que se enfrentan los reporteros de guerra para buscar y obtener la información en bruto, elaborarla y emitirla. Al hilo de dicho relato, y a partir de su amplia experiencia profesional en esta especialidad del Periodismo, el escritor describe con realismo la escena, los personajes, el horror y las víctimas de un mundo en permanente conflicto y de la propia condición humana, esa que, a través de milenios y civilizaciones, ni escarmienta ni se cansa de matar.
Las dedicatorias del libro, en sus sucesivas ediciones, ofrecen ya una primera pista y revelan parte de su esencia. La primera, de 1994, está dedicada a José Luis Márquez León, protagonista de la novela y reportero gráfico de TVE, actualmente jubilado. La última edición (Alfaguara, 2010) lo está a dos reporteros más, ambos asesinados mientras cubrían guerras: Miguel Gil Moreno, en el año 2000, durante una emboscada guerrillera en Sierra Leona, y Julio Fuentes, en 2001, al comienzo de la invasión anglo-norteamericana de Afganistán para derribar el régimen de los talibanes. Lo tristemente irónico del caso es que estos dos periodistas fueron compañeros de Pérez-Reverte y aparecen como personajes de esta novela.
Protagonistas
Los protagonistas principales son dos reporteros de TVE: Márquez y Barlés, por este orden. José Luis Márquez es un personaje real, como casi todos los que aparecerán en la obra. Está considerado como uno de los mejores cámaras de guerra del mundo. Barlés es el redactor y presentador de las crónicas de guerra; es un personaje figurado porque es el nombre que el autor se da a sí mismo para poder construir el relato en tercera persona. Junto a ellos viaja la intérprete croata, Jadranka —profesora de castellano y catalán en la Universidad de Zagreb, intérprete para la embajada de España y ex alto cargo del Gobierno Tudjman—; los tres formaron el equipo móvil de TVE en diferentes momentos de las guerras balcánicas, entre 1991 y 1994.
Sinopsis
La acción principal se desarrolla a principios de 1994, durante la guerra Croata-Bosnia, en Bijelo Polje, una pequeña localidad Bosnia situada a 14 kilómetros al norte de Mostar. La Armija —fuerza militar bosnia— avanza recuperando el territorio tomado anteriormente por el ejército croata de Bosnia y Herzegovina (HVO). Los dos bandos están separados por el río Neretva y se parapetan a ambos lados del puente que lo vadea. Los militares croatas —los llamados jáveos— lo han dinamitado y se proponen detonarlo en su retirada para impedir el avance de la Armija.
Los dos reporteros se encuentran en el lado croata, en una carretera cercana al puente, para grabar la explosión. Márquez está obsesionado con obtener esa imagen, planteándoselo como un reto profesional. Será una exclusiva porque no hay otros periodistas allí. La secuencia del puente volando por los aires resume el poder destructor de una guerra, y el cámara la quiere a toda costa.
A cien metros de ellos, pasada una curva de la carretera, hay una granja en la que vive una familia croata. Detrás de la casa, Jadranka los espera en el coche, un Nissan blindado con el que se desplazan a las zonas de conflicto. Toda la trama transcurre en una sola jornada de trabajo, desde que llegan los reporteros y escogen la mejor posición hasta que vuelan el puente y se marchan para elaborar y emitir la crónica.
Estructura
El acontecimiento del puente se desarrolla a lo largo de seis capítulos y sirve de hilo conductor que el narrador abandona y retoma continuamente, mientras reflexiona sobre los hombres, con sus luces y sus miserias, sobre la guerra y el reporterismo. Ilustra el discurso con historias reales vividas durante los más de 20 años cubriendo conflictos bélicos en casi todo el mundo. Las que no son de su experiencia son de conocimiento propio por fuentes directas. Unas y otras son relatadas descarnadamente, con la rudeza de un profesional curtido que ha visto el infierno mil veces y lo ha podido contar, y también con la ternura —contenida y casi disimulada— de un tipo instruido que no puede permanecer ajeno a tanto dolor extraño.
Por los pasajes de Territorio Comanche desfila un sinfín de personajes: soldados, víctimas civiles y, sobre todo, periodistas de los principales medios del mundo, muchos de ellos compañeros directos y amigos, algunos que ya no están, que “han dejado de fumar” como irónica y metafóricamente se refiere el autor a sus muertes. Pérez-Reverte describe escenarios, personas y hechos de forma que el lector puede imaginarlos sin esfuerzo.
Abre el primer capítulo con Márquez enfocando el cadáver de un soldado croata abandonado en una cuneta. Sitúa el contexto bélico del momento en una guerra, la de los Balcanes, que fueron muchas guerras a la vez. Dibuja el entorno físico, a modo de escenario, y describe con detalle el terreno, las casas en ruina, los olores y los sonidos, como el de los morteros, los cristales rotos al pisarlos o el mismo silencio: eso es un territorio comanche, “el lugar donde el instinto dice que pares el coche y des media vuelta, donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti”.
Cierra el relato con la tremenda explosión del puente, la sonrisa de Márquez de oreja a oreja por haber conseguido tomarla, las cuentas que hacen los dos reporteros para alcanzar ilesos el Nissan bajo una lluvia de proyectiles bosnios y poder llegar a tiempo de emitirlo a la hora del Telediario.
Salvo el primero y el último, los otros cuatro capítulos son más bien paradas de descanso que emplea el escritor para dar un poco de aire. Cabe destacar un par de páginas del cuarto capítulo (“Las postales de Mostar”), dedicas a contextualizar históricamente el conflicto de los Balcanes y el origen de los nacionalismos, desde el Imperio Austrohúngaro, la Bosnia otomana, la cuestión serbia en el origen de la Primera Guerra Mundial y el sangriento papel de ustachis croatas y chetniks serbios en la Segunda, hasta la disolución de la antigua Yugoslavia y la guerra que desencadenó.
Por lo demás, no hay cambios sustanciales en la línea narrativa. De hecho, a lo largo de la obra incide en los mismos o parecidos argumentos, si bien contados de distinta forma o a colación de acontecimientos diferentes. Por tanto, mejor que un análisis por partes resulta más conveniente desarrollar las claves.
Claves del relato
Márquez
Es el protagonista principal y objeto de la obra. Mucho se ha discutido sobre si Territorio Comanche es una novela de ficción o hasta qué punto lo es; el autor lo aclara en una entrevista, varios años después:
“El puente de Márquez voló en realidad cuando los serbios intentaron cruzarlo en Petrinja [septiembre de 1991]. Pero Márquez no pudo firmarlo, porque ya no estábamos allí. Esa es la única vez que el libro se aparta de la realidad. […] Pero yo le debía su puente. Por eso quise darle la satisfacción de obtener su imagen saltando por los aires, en el libro; […] es el mayor homenaje que podía tributársele a ese curtido cabrón que durante tantos años ha sido mi compañero y amigo. Aunque solo haya sido en la semi-ficción de unas páginas, después de tres décadas cubriendo guerras por cuarenta mil duros al mes, José Luis Márquez tuvo su maldito puente”.

Con esta declaración se despejan dudas y quedan patentes la admiración y el cariño del escritor por el cámara. Esta es una constante a lo largo de las páginas del libro: Pérez-Reverte detalla sus movimientos, sus gestos, sus expresiones; relata anécdotas e historias pasadas vividas en común y describe la técnica de Márquez usando frecuentes explicaciones en lenguaje audiovisual: foco, plano, movimientos de cámara, transiciones, audio, etc. Destaca su frialdad en momentos en los que el reportero se juega, literalmente, la vida, por no desperdiciar el segundo que lleva días, meses o años esperando. Y es que “lo que pasa, pasa en ese segundo, no se puede volver atrás y empezar con un folio en blanco”, dice Márquez en una reciente entrevista para RTVE.
La guerra de los reporteros
En el fondo, Márquez es la personalización de un homenaje a todos esos reporteros —algunos ya no viven— que va citando a lo largo del libro: Paco Custodio, Gervasio Sánchez, Julio Fuentes, Miguel Gil, Enrique del Viso, Miguel Ángel de la Fuente, Leguineche, Ovalle, Fernando Múgica, Josemi Díaz, Eguiagaray y muchos más, españoles y extranjeros. El lector no deja de preguntarse qué diablos es lo que mueve a esta gente a arriesgar tanto para dar una noticia, qué clase de impulso los empuja o los mantiene alejados de sus familias en territorios tan hostiles.
El autor relata experiencias e historias vividas con ellos en la antigua Yugoslavia y en otras guerras, en otros lugares. Traza perfiles en cuatro líneas y suele hacerlo en clave positiva. Una excepción es Ángela Rodicio, la Niña Rodicio como la llama, una joven inexperta en aquellos momentos, capaz de decir que los B-52 (aviones de más de 80 toneladas de peso) bombardean en picado, con actitud prepotente y tendencia a hablar mal de compañeros y grandes reporteros. La verdad es que casi nadie ha desmentido las palabras de Pérez-Reverte, que parece haberse tomado su particular venganza en esta obra.
Los hoteles en los que se alojan los periodistas —la tribu— son otra fuente de inspiración: Beirut, Managua, Bucarest, Kuwait, Buenos Aires, El Aaiún, Vukovar, Bagdad, Zagreb, Sarajevo y un largo etcétera. Relata la vida en ellos, la convivencia a veces difícil por la competencia la solidaridad y el miedo. Usa la jerga del oficio como solo alguien que haya estado allí, y sea de la tribu, puede hacerlo: salir a buscar la noticia —ir de shopping— o apurar las situaciones al máximo (“tres bombas más y nos vamos”). El hotel es para dormir, comer si hay comida, ducharse si hay agua y para refugiarse cuando las cosas vienen muy torcidas y la artillería o los bombarderos no dan tregua, pero no para narrar la guerra, viene a decir el periodista, porque ésta solo se cuenta desde donde ocurren las cosas, sin olvidar, eso sí, que lo peor es no regresar: “Porque todos los reporteros, cuando los matan, dejan en el hotel la cuenta sin pagar, camisas sucias en el armario, un mapa clavado con chinchetas en la pared y una botella de whisky sobre la mesilla de noche”.
Experiencia y riesgo
La experiencia del autor como periodista y reportero es la espina dorsal de la novela porque no se entiende, o resulta complicado hacerlo, que alguien ajeno al reporterismo de trincheras alumbre una obra como Territorio Comanche, por muy bien que escriba y mejor se haya documentado. El texto destila oficio por sus cuatro márgenes, y solo con ese oficio es posible guardar el equilibrio entre cumplir con la información y no caer en el intento; es el eterno dilema, según Pérez-Reverte: demasiado lejos no hay imagen y demasiado cerca puede ser letal.
La suerte —la mala— puede jugar su papel en cualquier territorio comanche, pero la inexperiencia, la inatención o la temeridad injustificada son a menudo el origen de las desgracias. Por ejemplo, saber distinguir en la vibración de los cristales la onda sónica que precede en cinco segundos al impacto, observar la hierba fresca y tiesa de un camino minado, conocer los rincones preferidos por los francotiradores o calcular los segundos entre mortero y mortero antes de cruzar una calle, pueden suponer la diferencia entre cenar esa noche en el hotel —aunque sea una triste lata de carne en conserva a la luz de una vela— o viajar de regreso a la patria en una caja de madera dentro de otra mayor de aluminio, como una matrioska. Por otro lado, tales desgracias siguen la ley de las probabilidades, la del cántaro y la fuente; de manera que mientras más tiempo está un reportero al pie del cañón —nunca mejor dicho—, más papeletas lleva en la rifa. Por eso, llega el día en que echa cuentas y se marcha para no ver la guerra nunca más: “Más vale no hacer una foto que hacer la última foto”.
Crítica
No es privativa de esta novela porque la crítica al poder —en cualquiera de sus niveles— es una constante en toda la obra de Arturo Pérez-Reverte. Pero en Territorio Comanche adquiere tintes tragicómicos al escribir sobre los domingueros o japoneses, así llamados aquellos que solían visitar las zonas de conflicto en la antigua Yugoslavia, solamente durante uno o dos días, para hacerse una foto y regresar al calor del hogar a la mayor brevedad: intelectuales de toda clase, consejeros, parlamentarios, ministros, defensores del pueblo, presidentes de gobiernos, generales, “periodistas con mucha prisa”, como Lobatón, y personajes del estilo de Pedro Ruiz.
A todos ellos con sus chalecos antibalas y cascos de estreno, “arriesgando la vida a cincuenta o doscientos kilómetros del tiro más cercano, con intrépida expresión”— el escritor proporciona una buena tanda de puyazos y el desdén de un reportero bragado y curtido de verdad. Cualquier profesional en otras disciplinas de choque como, por ejemplo, un médico de urgencias habituado a bregar con el dolor, la sangre y las zancadillas de los que mandan, entiende esto a la perfección y se le queda la misma cara que al periodista cuando llegan los prebostes a retratarse de gratis. Por si las moscas, comenta Pérez-Reverte, en tales ocasiones “Márquez tenía la cámara lista por si al dominguero le daban de una puñetera vez el chinazo que se andaba buscando”.
No escapan a la criba los primeros ministros y cancilleres europeos, “ensayando sonrisitas y posturas ante el espejo” durante la crisis, incluidos los españoles Solana y Fernández Ordóñez, aunque a este último no lo nombra expresamente, supuestamente por haber fallecido antes de la publicación del libro. También dedica algún pasaje con irónica acritud a los estados mayores de las grandes potencias, a sus analistas de guerra y los técnicos que no paran de inventar armas y proyectiles que hagan el mayor daño posible sin finiquitar de inmediato: “Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos y dejar que se las arregle como pueda”.
A TVE, la empresa para la que trabajaba, le hace un siete en Territorio Comanche, por mezquina, según el periodista. Dos meses después de la publicación, y ante la probable apertura de un expediente, Pérez-Reverte se marcha del ente público con una famosa carta que termina con aquello de: “Que os den morcilla, Ramón [Colom], a ti y a Jordi García Candau”.
El horror
No abusa el escritor, más bien huye, de regodearse en las salvajadas de los beligerantes. Da la impresión de ser consciente de que el público ya las conoce sobradamente por los medios y no redunda en ellas ni acude al sensacionalismo facilón.
Prefiere dibujar la barbarie a través de los ataques a símbolos culturales, como el incendio de la biblioteca de Sarajevo o la destrucción del histórico puente de Mostar, dedicando —y solo de pasada— alguna tenue pincelada a hechos macabros, como la matanza en el mercado de la capital bosnia, las violaciones masivas de mujeres musulmanas o las masacres de Vukovar. No necesita recurrir a la sangre porque a través de sus descripciones es capaz de comunicar la tragedia de la población civil: las fotos de un álbum familiar entre las cenizas de una casa, el anciano que mira bonitas antiguas postales de una ciudad ahora arrasada o el campesino croata que duda en abandonar su granja, con su familia, ante la inminente llegada de la Armija.
Por el contrario, sí que se detiene narrativamente ante la visión de cadáveres, pero lo hace más con las reflexiones que le evoca la persona que fue o la propia muerte —moneda corriente del entorno en el que trabaja—, que con detalles morbosos o puramente descriptivos: “No hay nada tan solo como un muerto […] porque, en el fondo, un muerto no es sino el dolor futuro de alguien que lo espera y aún no sabe que está muerto”.      
Rasgos estilísticos
La historia está narrada en tercera persona. Barlés, el compañero de Márquez, es el nombre figurado del propio Pérez-Reverte, que lo usa para no convertir el texto en una experiencia personal y no restar relevancia al protagonista principal.
El autor emplea un lenguaje directo y realista, de tono generalmente culto pero con frecuentes expresiones más cercanas al estilo coloquial y castizo —incluso a riesgo de pecar en la malsonancia— que al cultismo empalagoso. La novela es de lectura muy fluida y de gran visibilidad, gracias a sus ricas descripciones y retratos. Completan este cuadro una serie de ingeniosos giros y divertidos comentarios, que en más de una ocasión arrancan la carcajada. El humor negro es una de las constantes vitales de esta obra.
El escritor se apoya en la metáfora con acierto, sarcasmo e ironía, dardos con los que pincha al mundo de la superficialidad, la estupidez, la vileza y la hipocresía, al que denuncia y critica de forma inmisericorde, desahogando su ira, su rabia y su desesperanza por el convencimiento de que poco se puede hacer frente a la ignorancia consentida y militante.
En Territorio Comanche, Pérez-Reverte hace alarde de amplios conocimientos en balística y artillería. Para ilustrar sus explicaciones sobre los sonidos de las balas, los proyectiles, la metralla o las bombas, emplea curiosas onomatopeyas que, leídas despacio y en voz alta, sitúan al lector en las calles de Sarajevo, Mostar o Vukovar, atento a un tump de salida o al temido raas-zaca-bum-bum. Además —y esto es aún más admirable— sabe administrarlas para no pasarse de color.
Valoración
Si no fuese por los elementos de ficción —muy escasos pero conocidos— y por los abundantes juicios de valor de su autor, podría decirse que Territorio Comanche es un gran reportaje de guerra. Incluso cabría añadir que es uno de los mejores, a riesgo de linchamiento por los puristas de los géneros periodísticos.
Sea como fuere novela reportajeada, reportaje novelado o, simplemente, novela— esta obra de Pérez-Reverte es un valioso relato con doble vertiente: por un lado es un documento sobre la guerra y la mísera condición de los felones que, desde la sombra, la provocan o no quieren ni les interesa evitarla. La otra cara de Territorio Comanche es la de todos aquellos que trabajan para contarla y contribuir al derecho que tienen —o deberían tener— todos los pueblos y sus gentes a estar bien informados. Es la cara de un periodismo salvaje y arriesgado, no siempre bien pagado, al menos en España; es la cara del reportero cansado que, tras otra dura jornada, celebra haber escapado un día más a cualquiera de las desagradables sorpresas que una guerra puede deparar.
Y aunque un buen día diga hasta aquí hemos llegado, me largo y hasta nunca, el reportero jamás estará solo. Mientras escriba cómodamente en el ordenador de su casa una crónica de sociedad, un artículo de opinión, una crítica literaria, una novela o no escriba nada, le acompañará aquel amarillento estudiante pekinés aplastado por los tanques de Tiananmén, el negrito eritreo con su barriguita hinchada en un campo de refugiados, el moreno campesino nicaragüense asesinado por paramilitares somocistas o el rubio y blanco croata abandonado sin hálito en cualquier cuneta de la antigua Yugoslavia. Fantasmas de todos los colores, etnias y religiones. Fantasmas de todos los rincones de la Tierra, agradecidos al periodista por haber contado al mundo que una vez existieron.

Seguro que Márquez y Barlés, y todos los demás, tienen apadrinado a más de uno.


sábado, 26 de diciembre de 2015

Opinión: Universitarios y Emigración



El otro mensaje

 HÉCTOR MUÑOZ

Un día de estos alguno se corta las venas en un aula de cualquier facultad española. Y en plena lección magistral, para horror de todos. Porque el mensaje de que aquí nada hay que hacer, que la cosa esta muy mala y de que lo mejor es aprender varios idiomas y salir por piernas con el título bajo el brazo a buscarse la vida —en Alemania, Reino Unido, Francia o algún país escandinavo— comienza a ser irritante para los alumnos.
No solo molesta por redundante y descorazonador, es que parece que los están echando desde el primer día de clases, algo parecido a aquello de “el invitado ya querrá marcharse” o “en otra casa vivirías mejor tú solito”. El asunto puede terminar en tal estado de confusión que el universitario llegue a dudar de si en vez de estudiar para enfermero, periodista o abogado, lo hace para parado. No sería una mala idea que en el primer claustro de profesores, al comienzo del curso, se pusieran de acuerdo en nombrar pájaro de mal agüero a uno de ellos, para no repetirse durante el año. El turno sería rotatorio.
El problema es que no solo son los profesores, sino que también alguno de sus invitados saca la maldita cantinela en algún momento de su charla. Es el caso de Ignacio Martínez, periodista con largo recorrido y una ancha experiencia que le gusta transmitir, o al menos esa impresión daba hace unas semanas en la Facultad de Periodismo. Habló de muchos aspectos de la profesión, con un discurso interesante y plagado de valiosos consejos, perlas que los estudiantes deben atesorar para aprender el oficio de verdad. En el tramo final de su exposición, cómo no, recomendó salir de una España que ofrece un presente malo, con destino a un mundo que es muy grande.
No es probable que alguien dude de la buena intención con la que se dan estas recomendaciones. Y son de agradecer, como las collejas de una madre, pero habrá de entenderse que hasta lo excelso puede ser cansino si se repite más de lo conveniente. Porque tampoco es probable que cualquier chaval de 18, 20 o 22 años ignore a estas alturas el panorama que le espera de no cambiar el rumbo de la historia.
Todo esto tiene sus riesgos, porque cabe la posibilidad de que el mensaje se entienda como una invitación al aprobado por los pelos, a no leer ni ampliar conocimientos fuera de los apuntes; a estar más interesados en aprender inglés, francés, alemán o chino mandarín —no es broma, es el cuarto idioma más demandado—, que en saber hacer un excelente reportaje, una buena cura o un sentido alegato de defensa. A ver si ahora va a haber una legión de jóvenes políglotas españoles migrando de un lado a otro, sin saber dónde tienen la cara en su propio oficio; que ni los alemanes ni los chinos pagan por pronunciar estupendamente.
Sí, es verdad: en los últimos cinco o seis años se han marchado decenas, centenas de miles de jóvenes titulados porque aquí no tienen un hueco digno. Lo que no se sabe bien es qué pasa luego. A los que salen en españoles por el mundo y programas similares no les va mal, o eso dicen. Otros terminan haciendo diariamente varios minijobs —bárbaro eufemismo con el que se pretende camuflar la peor explotación laboral desde la época del Novecento de Bertolucci— para pagar un alquiler y comprar a precio de oro los pimientos importados de su propia tierra. Y por la noche, a poner copas y birras en un afterwork berlinés o un pub londinense, alimentando esa otra leyenda negra de que los españoles son los camareros de Europa, también en Europa. Es complicado que los que fracasan en su dura peripecia emigrante terminen reconociéndolo, y además es humanamente comprensible.

El otro mensaje es el de que aquí hay lugar para ellos, quizá con mucho esfuerzo, mucho estudio y mucho trabajo; con gran paciencia y sin dejar de moverse, día sí, día también, sin desfallecer. Quizá con un poco de ayuda de padres y amigos. Con todo eso y con unos políticos decentes es posible, aunque esto último tiene peor arreglo.

martes, 22 de diciembre de 2015

Opinión: Lotería de Navidad



Primperán, por favor

 HÉCTOR MUÑOZ

Estoy a punto de vomitar. Disculpen si les agrio la fiesta pero, francamente, no es para menos. Todos los años igual, como si no hubiera más lotería que la de Navidad en el país del juego a tiempo completo, en el que no hay un solo día de los 365 que tiene el año, uno más en bisiestos, en que la peña deje de jugarse los cuartos en bonolotos, primitivas, Once, discapacitados o euromillones. Sin contar rifas variadas, quinielas, tragaperras o apuestas por Internet. Y aún hay quien se extraña del más de medio millón de ludópatas declarados que hay en España.

Lo peor no es que casi nunca toque y que uno pueda estar la vida entera jugando y cuando al final echa cuentas hubiera tenido para comprarse el pisito soñado. Ni que si alguna vez sonríe la suerte, llegue Montoro con sus apandadores y se lleve un 20% como el que no quiere la cosa, o que pierdas el décimo, o se lo lleve un amigo.

Lo más insoportable es tener que oír el soniquete de unos niños hiperrepelentes, cantando numeritos desde las nueve de la mañana; en la radio, en el bar, en el coche, en el móvil, en tu casa. La expectación que levantan es algo que roza lo incomprensible. ¿Cómo puede apetecer ver lo mismo —bombo-bolita-cantinela-paseíto— una y otra vez? Y sobre todo, ¿qué gusto le sacan aquellos que no llevan ni una mísera participación? Pues eso, que allí están, en el bar de la esquina, sin perder hilo y con el café finiquitado desde hace un buen rato. Arcadas me siguen dando.

Una nación estalla de alegría cuando sale el Gordo. ¡Con la que está cayendo por estos lares! Mariló Montero y Fernando Ramos brincan en la 1, como poseídos, porque ha tocado en Almería, en Osuna o en Vilariño de Conso, que para el caso les da lo mismo. Las conexiones en directo frente a la puerta de la administración señalada por los Siete Dioses de la Fortuna son un clásico, con duchas de cava, bailes, gritos, abrazos, camisetas preparadas para conmemorar el evento —¿cómo lo hacen con tanta rapidez?— y el lotero o lotera en plan “no hace falta que me deis las gracias chicos”, cuando para sus adentros está pensando que de haber sabido el número no se comían estos una peladilla. ¡Alegría, alegría! ¿Se puede ser más falso en la tierra que inventó la envidia?

Es verdad que para alguna pobre criatura, asfixiada por las trampas, unos miles de euretes son como el boca a boca para un ahogado. Se comprende su emoción y hasta que pierda los papeles ante las cámaras. Pero la que más sorprende es esa señora que, como el caganer del belén, aparece invariablemente todos los años en estos saraos y es la más contenta, con diferencia, de todos. Cuando el reportero le acerca el micro a la boca, lo agarra como si tuviera ruedas y —exultante ella— dice: “¡A mí no ma tocao ná, pero malegro mucho por ellos!”. Eso no te lo crees tú ni bajo hipnosis, guapa. ¿Qué pintará allí ese personaje? Hagan sus apuestas. Hagan juego, señores.

Y mientras discurren con sus cábalas, me van a disculpar pero voy a por el primperán antes de que lo ponga todo perdido.