sábado, 26 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (9)

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  ABEL
CELATOR

X

¡Al abordaje!

    De todas las miserias de la condición humana, el racismo y la xenofobia ―primos hermanos― representan para el bueno de Abel los escalones más abyectos de nuestra civilización. Nada tienen que ver las cuatro gotas de sangre judía que heredó de su madre, de las que ni siquiera es consciente. Se trata de una irresistible intolerancia a la discriminación del diferente, sea ésta por el motivo que fuere o se ejerza de pensamiento, palabra, obra u omisión, tal y como los devotos cristianos reconocen sus pecados cuando recitan el confíteor de la liturgia católica. Grilo no es religioso ni amigo de los golpes de pecho. Simplemente es un hombre educado, en el más amplio sentido del término. El mejor remedio frente a aquellas lacras, si no el único, es la educación de los pueblos en la pluralidad. Una enseñanza cimentada en la diversidad de ideas y costumbres; basada más en la lectura crítica de tanto talento nacido de la especie humana, que en un adiestramiento programado para la aceptación ciega, sorda y muda de aquel otro universo, tan negro y envenenado como lleno de consignas y dogmas culturales, con los que marcan, desde pequeños y al rojo vivo, a hombres y mujeres como si fueran reses de diferentes ganaderías.
No obstante, incluso para una persona tan convencida de estos valores, como Abel Grilo, la realidad no es así de simple en cada lugar y en cada momento de la vida diaria. Nada más abrirse las pesadas puertas del ascensor que lo baja desde la quinta planta, advierte la carrera de dos mujeres que se pierden hacia el interior de la sala de urgencias. Parecen muy alarmadas. Algo serio debe estar pasando. Oye gritos por encima del ruidoso umbral al que está habituado. Abel enfila su camino hacia el puesto de celadores. Antes de alcanzarlo cruza su mirada un instante con la de un enorme joven de piel morena que permanece en pie, estático, al principio del pasillo, frente a la puerta de entrada. Parece tranquilo. Lleva todo el pelo rapado excepto una fina cresta mohicana teñida de rubio platino. Viste una camiseta magenta con la caricatura de Peret, sobre cuya cara descansa un grueso cordón de oro que cuelga de su cuello. Los pantalones a cuadros terminan un poco por debajo de las rodillas; en sus 46 calza unas Nike amarillas, nuevas, de 170 pavos. A ratos saca del bolsillo un buen teléfono móvil y teclea algún mensaje. Completan su estampa un exagerado peluco en la muñeca izquierda y un macizo sello de oro ―con grandes iniciales grabadas― en el dedo anular de su mano derecha. La camiseta le queda corta, lo cual le permite lucir orgullosamente una globulosa barriga: echado sobre la pared, de vez en cuando le da cariñosas palmaditas, mientras mira distraídamente hacia el techo, como si su presencia pasara inadvertida o pretendiese aparentar una normalidad cotidiana. Ni una cosa, ni la otra. Le llaman Yona, y está apostado allí porque su hermana Paloma, una guapa gitana de 17 años, acaba de entrar a urgencias con una de sus frecuentes crisis de jaqueca.
Abel reconoce a la madre y a la hermana mayor de Paloma, como las dos mujeres que ha visto corriendo unos minutos antes. Han entrado para acompañar a la niña y a su marido, que no se separa de ella. Las tres visten ropa de casa: bata, pijama y zapatillas. Las normas del servicio no permiten más de un acompañante, y Paloma ya tiene tres, sin contar el gigantón que vigila en el pasillo. Con sus gritos y una histriónica puesta en escena consiguen alarmar al personal, hacen creer al resto de pacientes que su problema es el de mayor gravedad y, de esta manera, son atendidos de inmediato. Nadie se atreve a contrariarlos. Afuera, cerca de la puerta, ya hay otros familiares que deambulan intentando ver a la chica a través de alguna ventana abierta. Preguntan a todo el que lleva un uniforme sanitario y ocupan los bancos cercanos; se agrupan en torno a ellos para hacer patente su presencia. Primos, tíos, sobrinos, abuelos, padrinos, cuñados… Así hasta veinte o treinta. No tienen recato para invadir zonas en las que solo el personal está autorizado a permanecer, ni en abrir las puertas de las consultas en las que los médicos atienden otros enfermos con la intimidad a la que tienen derecho. Una empleada de seguridad, obligada por el uniforme, se dirige al mohicano con una serie de pasos dubitativos que delatan sus temores:
―Buenas noches, caballero. Aquí no se puede estar, debe ir a la sala de espera.
El gitano le saca dos cuartas de altura y la mira en picado.
―Mi hermana está mu malita, señorita, yo no molesto a nadie, señorita…
A una distancia prudente, Abel contempla la escena con complacencia. Son muchos años asistiendo a la misma función: mediante una mímica estudiada, mil veces puesta en práctica, aliñada con tono lastimero, casi de súplica, apela a la piadosa comprensión de la empleada, a su humanidad y a la justicia social de los payos buenos, si es que hay alguno, claro está. Para él no hay más enfermos que su hermanita ni otras normas que no sean las del clan. Su lógica es la que es, incontestable, impermeable a cualquier otro razonamiento diferente.
―Ya está acompañada, señor, haga usted el favor de…
―Dime cómo está mi hermana y yo me quedo tranquilo, por favor, señorita.
―Yo no puedo decirle nada, caballero, tiene que ser el médico.
―¿Y dónde está el médico, señorita? ¿La ha visto ya?
Así la enreda, la distrae, la entretiene y gana tiempo. Desde la puerta, el padre y uno de los primos observan el desarrollo de la secuencia. El primero parece indignado con la insistencia de su hijo. A voces le ordena que haga caso y el otro hace como que no lo oye. Entonces, el papa se dirige al otro guardia de seguridad, más próximo a él:
―¡Hay que ver el Yona que no me hace caso!
―Es que ahí no puede estar ―responde el segurata, sentado tranquilamente.
―¡Eso le estoy diciendo, señor agente! Déjeme usted que pase un momento, que me lo traigo de las orejas. Hágame el favor, hombre…
Un segundo de duda, reflejada en su expresión facial, es suficiente para que el padre entre. Y el primo, calladito, detrás.
―Solo un minuto ―balbucea el empleado, a toro pasado.
―No se preocupe que esto lo arreglo yo.
Los recién llegados discuten con Yona ante la señorita, reducida de un plumazo a figurín de uniforme. Grilo advierte con desagrado la diferencia con la que tratan a una y al otro ―tutean a la señorita y hablan de usted al señor agente―; a pesar de ello, no puede evitar una furtiva sonrisa porque está leyendo la jugada, como si la tuviera escrita en una pizarra: los tres terminan por pasar dentro. Con Paloma hay ya seis familiares. Los demás pacientes han de conformarse con uno, como María Gaviria, que aún espera la ecografía en compañía de su sobrina. Ambas intuyen que las presiones de la familia gitana y el alboroto del personal no son buenas bazas a su favor. Están en lo cierto. El clan ha decidido que esta noche hay que hacerle un escáner a la niña; frente a ellos no sirven de nada los argumentos profesionales de Cayetana Berruezo:
―Es una simple jaqueca, ya le han hecho esa prueba cuatro veces anteriormente, siempre con buen resultado. La revisa un neurólogo periódicamente, la exploración clínica es normal, la radiación no es saludable…
―Yo veo a mi niña mu mala, doctora ―responde teatralmente la madre, como si a Paloma solo le quedara el consuelo de un cura―. ¿No le pasará algo malo?
―¡Qué le va a pasar! ¡No digas más tonterías! ―protesta el padre― ¡Antes tienen que matarme a mí!
―¡Callarse los dos! ¡Tranquila mama! ―Yona interviene en plan negociador―. Pídele el escanen ese o como se llame, señorita, que no cuesta ningún trabajo… ¿No estás viendo que mi madre está mala de los nervios?
Cayetana no puede más. Es la lucha de la razón frente a una emoción ciega, impenetrable, inasequible. No es solo una cuestión cultural la que la derrota; también el miedo. La medicina puede resultar una ciencia tan caprichosa como lo sean la presentación de determinadas enfermedades o la manera en que los enfermos relatan sus síntomas. «Que a mi niña no le pase na». No necesita ser una experta en semiología ni catedrática de semántica para reconocer las coacciones y amenazas que estos gitanos deslizan entre sus manifestaciones. Lleva demasiadas horas trabajando. Alargar la discusión solo conseguiría terminar de agotarla. Otros muchos enfermos esperan. «Hay que salir de esto cuanto antes».
―Sea. Que conste que es por vuestra tranquilidad, no por que yo crea que hay que hacerle un escáner ―se justifica Berruezo―. Eso sí: os aviso de que va a demorarse bastante porque hay otras prioridades de mayor gravedad. Os pido por favor ―recalca el ruego― que la acompañe una persona, nadie más.
―¡Gracias chiquilla! ¡Ay, qué grasiosa es! ―la matriarca estalla de felicidad―. ¿No tardará mucho, verdad doctora?
Está claro: quieren el escáner y lo quieren ya. Preguntarán, una y cien veces, entrarán, saldrán y volverán a entrar. Otras cien veces. Nadie se va a enfrentar a un clan gitano. Problemas, los justos.

Abel Grilo acaba de regresar de la sala de críticos. Movilizar a un joven accidentado, roto como el eccehomo, y hacerlo bien para no quebrarlo más, requiere de personas que sepan lo que tienen entre sus manos, como él. Por eso suelen llamarlo a tales menesteres. Allí ha dejado al equipo de profesionales que tratarán de salvarle la vida.
Sus compañeros lo ponen al día. El trabajo se acumula y hay que organizarse.
―¿Organizarse? Lo que hay es que trabajar, joder, que alguno le va a sacar brillo a la silla esta noche. Vamos ya con las ecografías ¿no?
―Primero el escáner de la gitana, Abel ―ordena Ortiz, el encargado de celadores, un gordo pelotillero más preocupado en disimular la calva con un peluquín del todo a cien, que en perder un gramo de sebo―. Están dando un coñazo impresionante y cuanto antes se pire la morralla, mejor.
Si la mirada de Grilo llevara incorporados rayos calóricos alienígenas como los de Wells en La Guerra de los Mundos, de Ortiz no quedarían ahora más de cuatro pelos sintéticos sobrenadando a duras penas en un charco de tocino. Como mucho.
Abel vive con mal humor sus propias contradicciones. No puede aceptar los estigmas con los que la sociedad que se dice desarrollada trata de marcar las diferencias como negativas o peligrosas, solo por distinguirse. No comulga con esa homologación artificial e interesada. La morralla también tiene piel blanca, viste con elegancia y es aceptada con todos los honores. Ricos morralla, empresarios morralla, banqueros morralla. Jefes morralla, directores morralla, gerentes morralla, políticos morralla. Pelotas morralla, como el del peluquín, sumisos morralla, tramposos morralla…
Le cuesta tolerar los estereotipos, particularmente los étnicos. He aquí su gran dilema con los gitanos. Desde su particular prisma, el del hospital, Abel ha sido incapaz de desmontar, ni siquiera parcialmente, la estructura ideológica que supuestamente los discrimina y los excluye. Son cuarenta años observándolos, leyendo interesado la historia de un pueblo milenario, intentando encontrar su nudo gordiano y algún cabo suelto que le permita reconciliarse consigo mismo a través del conocimiento. Estudioso también de la cuestión judía, Grilo no encuentra entre ellos un solo punto en común, por mucho que los nazis se cargaran a un buen número de gitanos. No solo son incomparables: judíos y gitanos son polos opuestos, más allá del Holocausto. No es lo mismo huir para salvar el pellejo que ser nómada por vocación de libertad. Unos se integran, trabajan y estudian hasta dominar el sistema; esto es lo que les causa problemas. Conservan sus ritos bajo el paraguas de la discreción. Son la hormiga de la fábula. Los otros, las cigarras, cantan y bailan en una vida lo más fácil posible. No se integran porque no les interesa. Les va bien con la coartada del racismo y se autoexcluyen interesadamente. Lloran de vicio y consiguen subvenciones oficiales. Medran y trafican para poder fardar de oro y cochazo. «Eres peor que un payo», suelen decirse entre ellos como un grave insulto. Son racistas hasta la saciedad. Desconfían por norma. Insolidarios hasta para ellos mismos. Usan su propia ley para justificar sus desmanes. No solo son incultos consentidos; lo son por vocación y lo llevan a gala. La mujer gitana es reo del machismo más primitivo; mientras se debate el hiyab de las musulmanas, la prueba del pañuelo es una pieza folklórica tolerada sin cuestionamientos. Sus costumbres son intocables, no es políticamente correcto contravenirlas.
Abel se duele de tener estos pensamientos. A su pesar, la experiencia propia, como la de esta noche, no hace más que apuntalar su evidencia: listos como ardillas, tramposos, aduladores, mentirosos, liantes, desconfiados, sectarios y peligrosos si no se atienden sus demandas. Tan solo le consuela la convicción de que no todos son así y que bastantes payos no les van a la zaga en tan poca virtud. A Paloma la ha visto muchas veces en urgencias y de madrugada; los médicos más antiguos han comentado en alguna ocasión la sospecha de que tal predilección horaria no sea fruto de la casualidad. El marido siempre la acompaña pero nunca habla. Para eso está su familia.
―Mira, Ortiz, la doctora dice que el escáner de Paloma no es prioritario. Ya la conocemos. A ella y a su familia: van a estar molestando todo el rato hasta que se salgan con la suya.
―Es una orden mía Abel, la gitana primero.
―¿En todos estos años aún no te has enterado de por dónde me paso yo tus órdenes? Llévala tú cuando quieras. Como si le pones un coche de caballos. Yo me voy con una señora que espera, medio retorcida de dolor, desde hace horas. Han llamado de ecografía hace un buen rato. Seguro que tú sabes explicárselo al Yona, campeón.

La señora Gaviria levanta la cabeza. Una cara amiga la mira con dulzura.
―María, nos vamos a radiología.
―¡Ay! Menos mal, ya era hora.

Las figuras del celador, ocultando el carrito que empuja, y de Adela, por detrás de él, se pierden por el pasillo principal.



Continuará




jueves, 17 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (8)

ENTREGAS:    1     2 (cap. II y III)    3     4     5     6    7

  ABEL
CELATOR

IX

Olor a podrido

El aroma de un café recién hecho impregna la redacción del periódico delatando la presencia humana. La luz del mediodía irrumpe altanera a través de los amplios ventanales. Solo los avisos electrónicos de los ordenadores y de sus propios teléfonos móviles rompen arrítmicamente la armonía del susurro de una conversación que parece lejana. El redactor jefe y Bárbara Mena ocupan una esquina de la mesa en la sala de reuniones.
―¿Qué me traes?
―¡Uf! No sé por dónde empezar, Lalo.
Bárbara intenta ordenar un torbellino de ideas, pasando de forma compulsiva las hojas de una libreta ―ora adelante, ora para atrás― repleta de anotaciones escritas tan anárquicamente que a ella misma le cuesta elaborar el hilo conductor.
―Deberías pasar diariamente esas notas a limpio o cantárselas a tu grabadora, porque con tanto borrón y tantas flechitas pierdes información cada hora que pasa. Comencemos por los dos firmantes de los diplomas.
―Han tomado caminos distintos en los últimos años. El gerente, después de una meteórica carrera, volvió a su antiguo puesto de médico después de las elecciones. Parece escondido en su servicio, alejado de cualquier cargo relevante.
―Eso no es muy normal…
―Efectivamente. Hay dos motivos. El primero es que se declaró ideológicamente neutral cuando todo indicaba que la oposición iba a ganar los comicios con un margen suficiente para gobernar.
―Es decir, que se ofreció al enemigo para conservar el cargo.
―Así es. Pero la apuesta le salió mal porque volvieron a mandar los de siempre, en minoría, gracias a un pacto poselectoral. Cayó en desgracia y no tuvo más remedio que dimitir.
―Esos requiebros no se perdonan. ¿Y el segundo?
―Un turbio asunto sobre contratos con clínicas privadas para hacer pruebas radiológicas a pacientes de la Seguridad Social y reducir las listas de espera. El que fue dueño y señor de uno de esos hospitales concertados, hoy está en el trullo por varios delitos de corrupción en el Ayuntamiento de Marbella.
―Alias 'Superkan', recuerdo el tema; lo llevaron los de El Orbe, pero aquello quedó en vía muerta porque el 'caso Malaya', con la Pantoja y compañía en plan star system cutre, eclipsó las redacciones de todos los medios. Era lo que más vendía.
―Sea como fuere, la Junta tenía sobrados motivos para deportar a nuestro exgerente; en pago a los muchos años de servicios prestados, y cubriéndose de paso las espaldas, le ahorraron el bochorno de un escarnio público y le permitieron marchar, voluntariamente, a un cómodo gulag: su servicio de toda la vida.
―Y no fue el único, Bárbara. Sabemos de otros altos cargos de agencias y empresas públicas ―no todos mafiosos, también hay que decirlo― que salieron zumbando con el jopo entre las piernas, antes de quemárselo con las primeras llamas. ¿Qué más tenemos?
―La segunda firma. Este caso parece, en principio, más interesante.
―¿Qué has averiguado?
―Indalecio Gordillo, 38 años, Indi para sus amigos. Es  ingeniero industrial y técnico en prevención de riesgos laborales. Su nombre y rúbrica aparecen en los diplomas de marras como 'coordinador de formación', certificando la asistencia y la superación del examen, junto al visto bueno del gerente. En ese momento trabajaba en el hospital como simple técnico laboral. Inmediatamente después de estos cursos asciende a responsable de la misma Unidad. Y ahora es uno de los subdirectores de gestión.
―Una carrera rápida y brillante…
―Está muy bien considerado en los Servicios Centrales como hombre de confianza.
―¿Ese dato está abrochado?
―Tenemos los testimonios, obtenidos por separado, de dos responsables sindicales de la Mesa sectorial. Apuntan un futuro político no muy lejano.
―No sé si eso es suficiente.
―Espera, no he terminado. Su hermano mayor es un alto directivo de la Junta en asuntos de innovación y tecnología. He conseguido dos informes suyos encargados por la Dirección de Gestión del hospital. Los dos son favorables.
―No es de extrañar, entre esta casta el nepotismo es moneda corriente, y si no, que se lo pregunten a la hija del director, contratada al día siguiente de terminar la especialidad, en una de las empresas públicas de la Junta. ¿Qué más, Bárbara?
 ―Indi es un tipo muy discreto, pero ya le hemos puesto cara. Pepa anda husmeando los exteriores del hospital; no se deja ver mucho fuera de su despacho, y cuando sale se mimetiza muy bien con el personal que trabaja vestido de calle con la tarjetita identificativa colgada del bolsillo de la camisa. A veces suele andar con el personal de seguridad, pero no pisa la cafetería ni un bar cercano muy frecuentado por los trabajadores del centro.
―¿Con los de seguridad?
―Sí, parece ser que esa parcela le ocupa especialmente. Pepa filmó un video con su teléfono móvil, el día que la consejera visitó el hospital para dar una rueda de prensa sobre un exitoso asunto de trasplantes. La foto de siempre, con el delegado de la Junta y las eminencias de turno.
―El delegado es un cero a la izquierda pero no se pierde un retrato, el muy jodío. ¿Tienes el video a mano?
―Lo vemos ―Bárbara pulsa el play de su reproductor― y te lo explico.
La periodista mueve el ratón del portátil para señalar a Segura los focos de atención, congelando la imagen cuando éste se lo pide. El video es de una aceptable calidad a pesar de estar hecho a escondidas y con un smartphone: media hora antes de la llegada de la consejera, puede verse a Indi caminando tranquilamente por la explanada de acceso, escudriñando los rincones. En la oreja derecha lleva un pinganillo mal disimulado, cuyo cable se pierde bajo un elegante traje negro que se complementa bien con una camisa gris perla y una brillante corbata granate. De vez en cuando habla por el micro de su solapa, muy a lo agente de la CIA, en lo que parece ser una prueba de comunicación. En otra toma, habla con dos subalternos, también de paisano, y con los agentes de seguridad, a los que da indicaciones, se supone que organizándolos. Incluso departe con los dos policías nacionales apostados en la puerta del hospital.
Lalo observa a las muchas personas que pululan cercanas ―usuarios, familiares, personal, vendedores de lotería, taxistas ociosos―, y advierte la singular habilidad de Gordillo para pasar desapercibido, a pesar de toda su parafernalia detectivesca. Maniobra con gestos pausados y armónicos; sus movimientos parecen lentos, pero cuando se aparta de él la mirada, durante un solo segundo, ya ha salido del encuadre.
La tercera secuencia permite verlos llegar desde una rotonda próxima: dos lujosos coches, de color gris oscuro metalizado y cristales tintados, estacionan frente al kiosco de la entrada, con las luces de emergencia puestas. Así permanecen casi dos minutos hasta que se abren las puertas; comienzan a salir las personalidades: la consejera, el fotogénico delegado y varios asesores con carpetas bajo el brazo. Un oportuno zoom permite al objetivo acercase a la escena. Con las batas puestas, blanquísimas y bien planchadas, los directivos aguardan solemnemente, en formación casi militar, al pie de la escalinata principal; varios metros por detrás de ellos, en un plano ligeramente más elevado y escorado hacia la derecha, Gordillo observa como les saludan los recién llegados; un protocolario y frío apretón de manos bajo una sonrisa de compromiso. La consejera toma la cabeza de la comitiva y es en ese momento cuando advierte la presencia de Indi. Con un mínimo gesto de su mano, frena al séquito y se dirige hacia él: dos besos, un comentario casi al oído y una carcajada a dúo. «Nos vemos luego», puede leerse de forma clara en sus labios. Lalo Segura desnuda a través de sus pupilas la imagen congelada; al fin, reacciona:
―Me recuerdan a Kevin Costner y Whitney Houston en El guardaespaldas.
―Eso mismo dijo Pepa cuando vimos el video, salvando las distancias, claro.
―Es evidente que este tipo tiene buenos resortes en las alturas. ¿Habéis investigado los contratos-programa de esos dos años?
―Sí. Casualmente, uno de los objetivos principales para la financiación del hospital era conseguir que, al menos, el 75 por ciento del personal acreditara tener superados los cursos de riesgos laborales.
―¿Para las unidades de gestión?
―Eso es lo curioso; el ítem se encuadra en el apartado 'formación' y no consta como requisito para cobrar la productividad anual. En los servicios clínicos reconvertidos a unidades de gestión, ese complemento económico va incluido en los incentivos de cada una de ellas.
―Sin embargo, mis fuentes aseguran que los cursos eran obligatorios para poder cobrar el complemento, y que la instrucción verbal sale de los despachos de los mandos intermedios. Éstos tuvieron que recibir la orden desde más arriba ―Lalo señala con su índice la imagen de Indalecio Gordillo, aún congelada en el monitor.
―¿También verbal?
―Seguramente. Si hubo alguna circular interna, a estas alturas y con los escándalos que se están produciendo en los cursos de formación, será complicado encontrarla.
―¡Estamos hablando de casi tres mil trabajadores! ―exclama Bárbara entre sorprendida e incrédula―, ¿cómo llega esa información a tantísimas personas?
―De la misma forma en que se planifica la difusión de un rumor: usando magistralmente las reglas propias de la propaganda. Y no era fácil: pedir al personal que asista a 21 horas de cursos y que después pase un examen, genera un notable malestar. De hecho así ocurrió al principio.
―¿Qué pasó para contentar a la gente?
―De entrada, dan unos plazos muy amplios. Después ofrecen la posibilidad de estudiar la teoría on line. Nunca se impartieron presencialmente. Arman el anzuelo con un incentivo económico, lo ceban con la promesa de un examen muy asequible y…
―Aparecen unos papelitos con las respuestas correctas, que se van pasando de unos a otros…
―¡Chica lista! Efectivamente, emplean quince minutos para hacer el examen en cualquier ordenador del hospital, consiguen un cien por cien de aciertos y cobran su productividad a final de año. Unos eurillos fáciles que añadir a los sueldos de mierda que cobran por cargar con la responsabilidad de cuidar la salud de los ciudadanos. Particularmente, no tengo ningún reproche moral para ellos ―enfatiza Segura, adivinando lo que está pensando Bárbara―, pero sí para los de arriba, que además de corruptos son corrompedores. Buscan su propio beneficio, que casi siempre es más político y de influencias que económico, y se postulan como los grandes hacedores del bienestar social.
―¡Va! No me des un mitin. Entiendo tu punto de vista, mas el hecho de que los trabajadores se presten a esas prácticas y sus sindicatos no las denuncien, me plantea algunas reflexiones sobre la penetración de la corrupción en todas las capas de la sociedad española.
―Los sindicatos están pringados, Bárbara, sólo tienes que seguir los casos de Andalucía o Madrid. De todas formas, me interesan esas reflexiones tuyas; escríbelas y prepararemos un buen editorial.
―¿De dónde piensas que salieron las respuestas correctas?
―Para mí es obvio: del mismo lugar en el que se elaboraron las preguntas; en cualquier caso, esto nos da igual porque es indemostrable. Hasta un juez lo tendría difícil. ¿Tienes más datos?
―El objetivo se cumplió en casi el 90 por ciento. Teniendo en cuenta que al año siguiente volvieron a repetir la jugada para que aquellos que no lo habían hecho el anterior tuvieran su oportunidad, podemos hablar de un éxito aplastante, con su correspondiente financiación. Por cierto, la resolución que habilita a Gordillo para poder certificar los cursos, está publicada en el Boletín Oficial; sale de la Dirección General de Desarrollo de Personal del Servicio Público de Salud.
―Sorpréndeme…
―La directora era en ese momento Raquel Cid: uróloga del hospital con carné de partido. Poco brillante como médico, según mis fuentes, ha ocupado casi todos los cargos posibles en la Junta desde los años ochenta. Menos de uróloga, ha hecho de todo. De jefa de servicio a directora general, pasando por gerente del centro, planes estratégicos, trasplantes y alguno más. Ahora ha vuelto y es la máxima responsable de la unidad de gestión. Tengo testimonios de todos los colores sobre ella, y pocos son halagadores.
―La tenemos fichada. Matías y Brahim andan tras sus pasos. Tiene un hermano nefrólogo que tampoco parece ser muy amigo del trabajo duro. Hay fotos de los dos tomando cervecitas cerca del hospital. Esa unidad mueve muchos euros, muchas influencias y mucha propaganda política. Prepara un informe. Estamos listos para salir con titulares en los próximos días. Solo información veraz. Somos El Diligente; nos limitamos a exponer hechos y datos. Para juzgar están los jueces, si lo tienen a bien.



Continuará



miércoles, 9 de septiembre de 2015

Van 20.000

20.000 sinceros agradecimientos
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Cumplidos cinco años de existencia, El Vaso Canopo (EVC) acaba de registrar 20.000 páginas vistas, sin contar las del autor, según las estadísticas del servidor Google.



 No son cifras espectaculares, ni mucho menos. Que nadie se equivoque. Si se comparan con las de otros blogs o páginas web, pueden incluso resultar ridículas. Más allá de los números, están la satisfacción y la sorpresa del autor por tal seguimiento: el grueso de las visitas proviene, lógicamente, de España, con casi un 70 por ciento de las mismas. Le siguen los EE. UU con el 10 por ciento. El resto se lo reparten, por este orden: Rusia, Alemania, México, Francia, Chile, Colombia, Argentina, Ucrania, y a mayor distancia Portugal, Reino Unido, Italia, Suecia y Perú. Para EVC no deja de ser un misterio digital el hecho de ser leído, aunque solo lo fuese por una persona, en Rusia o en Ucrania, con la que está cayendo por aquellos lares... Pero si lo dice el tío Google, debe ser cierto.


Tan desconcertantes como lo anterior son dos datos adicionales: actualmente, al introducir en el buscador el nombre literal del blog, éste aparece como la primera entrada de 39.800 resultados, por encima incluso de la de wikipedia. Por otro lado, EVC tiene una oferta para insertar banners publicitarios en sus páginas; la pretensión de independencia hace inviable la estimación de tal opción.
Un fenómeno esperado y concordante con la tendencia actual de consumo de Internet, es el del acceso a través de dispositivos móviles: algo más de la tercera parte de las visitas a EVC provienen de sistemas operativos instalados en los mismos; su ubicuidad e inmediatez van ganando terreno día a día a los ordenadores convencionales, incluso a los portátiles. Aún así, el rey Windows conserva su corona con algo más de la mitad de las visitas a EVC.
En cuanto a los contenidos de los 78 artículos publicados, dos de ellos destacan entre los más leídos: Crónica de un atropello y Reportaje sobre la transexualidad. El primero hace referencia al control propagandístico-electoral de la administración sanitaria andaluza en temas sensibles como el de los trasplantes de órganos. Además de ser víctima de una exclusión injustificada, y narrarla en primera persona, el autor aventuró la caída de aquel equipo directivo. Y acertó. El reportaje sobre la transexualidad es un trabajo académico  elaborado para la facultad de Periodismo de la Universidad de Málaga; lo completa una extensa Entrevista a Isabel Esteva, experta reconocida a nivel mundial. Ambos recibieron en su día la máxima calificación del profesorado, y parece ser que los lectores de EVC también han sabido premiarlo con un alto índice de lectura. Asimismo, entre los diez primeros, cabe reseñar Los aspirantes, dos artículos monotemáticos referidos al mundo de los médicos residentes (MIR), un análisis crítico más allá de los tópicos manejados habitualmente: MIR: ¿Un príncipe convertido en rana?, y MIR: el crujir de los cimientos.
EVC es consciente de que muchos de sus pasajes no resultan simpáticos a algunos de sus lectores, porque su vocación no es la de agradar a cualquier precio. Para eso ya están otros. EVC sabe que es leído por más de un detractor, cuando la curiosidad vence al desdén. Y así debe ser siempre. De otra forma no tendría sentido. Por ello, está abierto a la crítica y al debate. Pero también sabe que hay bastantes personas, amigos, compañeros, que lo siguen con complicidad y que esperan mucho de él, quizá más de lo que les pueda ofrecer, pero dentro de una senda crítica, serena y honesta, cualidades que, por otra parte, no constituyen un seguro frente al error, del que nadie ―EVC tampoco― está libre.

A todos, 20.000 gracias.


lunes, 7 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (7)

ENTREGAS:    1     2 (cap. II y III)     3     4     5     6 
ABEL
CELATOR

VIII

El pecado de la petulancia

El efecto del calmante es para María agua sobre agua: nada cambia. No hay alivio, ni lo espera ya, después de una hora. Al menos no vomita. Como si fuera una secuencia en lento movimiento, a Adela le parece estar viendo la faz de su tía cada vez más afilada y macilenta. No puede creer que sea una imagen real, más bien una ilusión del cansancio y las horas de vela.
Cayetana busca a Jarrete de consulta en consulta. Al fin lo encuentra:
―Paco, ha llamado el radiólogo por lo de la ecografía que has pedido. No parece estar muy conforme con hacerla.
―La ha indicado la residente de cirugía…
―Por eso mismo le he dicho que hable con ella y se pongan de acuerdo. Si ves que se demoran mucho les das un toque.
―¿A cuál de los dos?
―Al que quieras, o mejor, a los dos. La cuestión es saber qué esta pasando con esa prueba.
Enfrascadas en un absurdo debate pseudocientífico a través de la línea telefónica interior, las dos residentes tratan de imponer sus criterios. La de radiología ―con el encargo de su adjunto, que ya descansa― trata de evitar la eco al estimarla innecesaria por los datos aportados. No entiende cómo se puede solicitar una prueba sin ver a la paciente. Ofendida por el comentario, la futura cirujana esgrime el mismo argumento contra su compañera. Ninguna de las dos ha visto a María. Más que expertas ―que no lo son―, parecen pitonisas intentando adivinar el futuro con sus particulares bolas de cristal: los últimos artículos médicos que se han leído o sus respectivas guías clínicas basadas en la evidencia.
―Esta eco no nos va a aportar nada.
―Yo creo que sí, en estos casos puede tener una alta rentabilidad diagnóstica.
―No sé de dónde sacas eso, la radiografía que le han hecho no muestra alteraciones relevantes; en tales situaciones, según las guías, la ecografía tiene un índice diagnóstico muy bajo.
―Bueno, no vamos a estar discutiendo toda la noche. Ahora estoy muy liada en la planta. Cuando pueda bajaré a urgencias, pero mi opinión no va a cambiar. Terminarás haciéndola, pero a las tantas de la madrugada. Tú verás…
―No eres la única, yo no he parado en todo el día; pero no te preocupes, en cuanto tenga un hueco llamaré para que traigan a la enferma.
Al final, el asunto no es más que una guerra entre egos, en la que cada escaramuza solamente pretende debilitar el del contrario y dilatar la toma de decisiones.

Las peticiones se amontonan en la mesa que tienen los celadores frente a la puerta de entrada. La lista de tareas, anotadas a mano según van llegando, no cesa de crecer. El teléfono no para de sonar, apremiándolos constantemente.  Es mucho hospital para once trabajadores y la noche se antoja revuelta. Desde que entró a las diez, Abel no ha parado de trasladar enfermos de un lugar a otro. Aprovecha los viajes para llevar al laboratorio tubitos de ensayo con toda suerte de fluidos orgánicos; en los bolsillos de su uniforme blanco porta un montón de papeles que va entregando en sus correspondientes destinos. Esto último es algo que le cuesta entender: cómo un hospital cuyos responsables presumen ―y cobraron― por haber cumplido el objetivo estratégico de digitalizarlo completamente, sigue gastando toneladas de papel. En ninguna ocasión, y han sido muchas, ha escuchado a un médico hablar bien del sistema informático: programas diferentes, lentitud, caídas frecuentes, falta de mantenimiento, fallas de privacidad, control institucional de los profesionales a lo Gran Hermano orwelliano… La cuestión es que nunca se pudieron conocer los términos exactos de los concursos públicos para la contratación y la concesión de este servicio, a las dos principales empresas tecnológicas que se han encargado del mismo. La sospecha de fraude siempre revoloteó sobre este asunto. Lo que sí es cierto es que ambas han terminado en ERE, con despidos masivos; una de ellas está en concurso de acreedores y las dos son investigadas por sus conexiones con empresas públicas relacionadas con redes de corrupción política. «Algo tendrá que ver todo esto», barrunta Abel mientras toma el ascensor para subir a la quinta planta. Necesitan urgentemente de su destreza y corpulencia para reducir físicamente a un joven enajenado, un chico hospitalizado tras un grave trauma craneal, que sufre una fuerte crisis de agitación y amenaza con poner patas arriba la sala si no lo dejan salir de allí. ¿Qué oscuros temores rondan su maltrecho cerebro? ¿Cómo ven esos espantados ojos los rostros del personal, que trata inútilmente de calmarlo, si ni siquiera es capaz de reconocer el de su madre, que lo acompaña día y noche? ¿Con qué sentido se representan en su pensamiento las palabras que oye? ¿Hasta qué punto se ocultan, bajo la delgada capa de la realidad convencional, los instintos más primitivos del ser humano? ¿De dónde saca fuerzas y maldad un chaval bien educado, más bien delgado, debilitado por la enfermedad y los sedantes, para golpear, patear, arañar, morder, gritar, insultar y escupir, y hacerlo todo al mismo tiempo? La ciencia médica, esa presuntuosa señora, se sonroja de vergüenza cuando la única respuesta que puede dar a tantas preguntas es la de reducir al enfermo entre tres o cuatro, dormirlo farmacológicamente y atarlo mejor a la cama para que, al menos esta noche, no se repita el espectáculo. Al verlo abatido, roncando y amarrado, Grilo se plantea si lo que ahora yace en la cama es aún menos humano de lo que era media hora antes.
―Gracias Abel ―la enfermera toma aire tras el susto.
―Para eso estamos, relájate. ¿Necesitas algo más?
―¡Espero que no!
―Pues  me marcho, que abajo la noche tampoco luce tranquila.

Y no se equivoca. A la vuelta, hay varios pacientes pendientes de llevar a radiología: tres para escáner y dos a ecografía. Uno de estos últimos se llama María Gaviria.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (6)

ENTREGAS:    1     2 (cap. II y III)     3     4     5 


ABEL
CELATOR

VII

Novatada y amistad

   La novatada de aquel año consistía en acudir el día de la presentación oficial del curso académico, con bata blanca, guantes quirúrgicos, mascarilla y gorro. Los carteles de aviso, pegados por toda la facultad, anunciaban la clase magistral de un eminente profesor alemán de nombre impronunciable. Disertaría sobre la “relación entre la embriología humana y el desarrollo in vitro de la semilla del olivo picudo”. Para ello, los estudiantes de primer curso debían llevar una maceta, llena de tierra de cultivo, que podían adquirir por cinco duros en la conserjería de la facultad. Ni que decir tiene que la recaudación iría a parar al estómago de los veteranos, convertida en cerveza y algún licor de mayor graduación. Quedaba claro en los anuncios que las faltas de asistencia serían severamente penalizadas. A toro pasado, parece fácil desconfiar de semejante dislate; pero en aquellos tiempos no existían ni Internet ni los teléfonos móviles. Los medios solo se ocupaban del mundo universitario con ocasión de las huelgas o de las revueltas estudiantiles, frecuentes en la España de los primeros años setenta como tardías secuelas del Mayo Francés. Los bromistas manejaban hábilmente la ilusión de los novatos y su temor a las represalias, cegándolos ante la luz del buen discernimiento. 
Los padres de Pascual Barbieri habían sobrevivido a una guerra civil y a una posguerra de hambre y silencio. Para una familia obrera, ver al primogénito como futuro médico era el mayor gozo al que podían aspirar. No habían de reparar en gastos, incluidas las 25 pelas de la maceta. Aquella gloriosa mañana, Pascual salió de casa con su impoluta bata, primorosamente planchada y plegada sobre su antebrazo. En un pequeño bolso, el resto del vestuario quirúrgico exigido. En el bolsillo del pantalón, los cinco duros correspondientes. Su única preocupación era la de llegar a tiempo de no encontrarse con las macetas agotadas.
Abel Grilo iba prevenido por su madre; una maestra con tablas puede oler una treta a distancia. Advertido, pero con la bata y los complementos escondidos en una mochila, por si las moscas, se quedó a una prudente distancia de la entrada al aula magna. Sentado en un banco, semioculto por un polvoriento matorral, observaba los movimientos de varios melenudos que rondaban la escena entre risas y miradas cómplices. Atentos a sus presas, de vez en cuando indicaban amablemente a los novatos más despistados, el camino que debían seguir hasta la conserjería. «Nos vamos a pegar un fiestón a costa de los pardillos, colega». La indiscreción de uno de ellos llegó hasta los oídos de Abel, que a estas alturas ya no tenía duda de la patraña. Se ahorraba cinco pavos y el ridículo más espantoso. Al mirar al otro lado, hacia la estrecha calle de entrada a la facultad, vio llegar a Pascual. Caminaba solemnemente, como un torero haciendo el paseíllo, hacia la gloria, ignorando por completo que en realidad iba directo al más vil de los descabellos. A pocos metros de Abel, sus miradas se cruzaron un instante, lo justo para provocarle un impulso benefactor, instintivo.
―Te aconsejo que ni te acerques.
―¿Cómo dices?
―Que toda esta movida es una novatada.
―Hay una clase magistral y pasan lista.
―Los listos son esos ―indicándole con la cabeza los ganchos que merodean a todo el que se acerca.
―¿Quieres decir que todo es mentira? ¿Y el profesor alemán?
―¿El embriólogo? ¿Un teutón experto en el olivo picudo? Haz lo que quieras, tío, a la salida nos vemos; pero yo, de ti, guardaría esa bata y me quedaría aquí sentadito.
Mil pesetas de la época daban para mucha birra y mucho tinto. Alcanzaban hasta para fumarse unos cuantos cigarros de cáñamo índico. Después de terminar la chanza, y con la recaudación de cuarenta macetas, los veteranos parecían cosacos, brindando y gritando de alegría en la cafetería de la facultad. Entre toda esta horda, uno de ellos era felicitado y agasajado continuamente. A juzgar por su aspecto nórdico, la pajarita al cuello y unos viejos anteojos sin cristales, debía ser el eminente científico germano. Abel y Pascual los contemplaban aliviados.
―¿Cómo te llamas?
―Abel Grilo.
―Yo, Pascual Barbieri. Me has salvado la vida, gracias.
―No tanto como eso, solo el orgullo y 25 pelas.
 ―¡Joder! ¿Te parece poco? A ver con qué careto iba a llegar hoy a casa de mis padres. Aun creen que estoy empapándome de ciencia. Cada vez que lo pienso… No sé como agradecértelo, al menos te invito a una cerveza.
―Hecho. Pero salgamos de aquí. Conozco una taberna cerca en la que tiran buenas cañas y sirven tapas baratas. Toda esta movida me ha despertado el apetito. Nos vamos a pulir los diez duros a la salud de todos esos cabrones.

Han pasado más de 40 años. La antigua taberna es un moderno bar, aunque conserva el sabor de barrio, un barrio que también ha cambiado. Pascual acabó la carrera, se especializó en neumología y terminó trabajando en la UCI, en la que sobrevive entre alarmas de variados tonos y toda clase de artilugios electrónicos. Sentado en un rincón, pensativo, absorto frente a las perfectas líneas paralelas que se dibujan en el vaso a cada trago de una Mahou bien tirada al grifo, espera a su buen amigo.
―Disculpa el retraso, se me fue el santo al cielo.
―Como de costumbre.
―Hoy tocaba felicitarte por tu nuevo cargo, pero ya me ha dicho un pajarito que los has mandado a la mierda.
Voceada desde el extremo más lejano del local, la llegada del camarero ―un sanluqueño sembrado y viejo conocido de ambos― interrumpe la plática:
―¡Dichosos los ojos! He tenido que repasar las cuentas por si me debíais dinero.
―Igual hoy te dejamos un buen pufo, Ramón.
―Mira, Abel, como si queréis arramblar con el bar entero. Con ustede no hay poblema. Pero me hacéis el favó de llevarze también a mi suegra.
―Ya te vale, venga, ve trayendo dos cervezas y de comer lo que tú digas, como siempre.
―Pascual, hoy tengo un atún ensebollao que esta mañana todavía estaba nadando en el estrecho. Bien guisao, nada de mariconadas a la japonesa.
―Como tiene que ser, ya estás tardando. Y de picar lo que se te vaya ocurriendo.
―Eso está hecho. Marchando.
Pascual parece cansado. Mira a su alrededor, como si buscara alguna respuesta huérfana de preguntas; mientras, apura su vaso: siete círculos de blanca espuma.
―Cuéntame la movida. La verdad es que, conociéndote, me extrañó que fueras a aceptar el cargo. Tú eres un gran médico, y no soy el único que lo afirma. Ya sé que no te gustan estos halagos pero yo no necesito dorarte ninguna píldora.
―Éstos no quieren a alguien con experiencia y ganas de mejorar las cosas, Abel. En general prefieren gente gris, obediente. Creí que pensaron en mí para aprovechar una trayectoria labrada durante muchos años, en un proyecto de cambio, de regeneración.
―También te creíste lo del olivo picudo y el embrión humano…
―¡Je, je! Qué cabroncete eres cuando te lo propones. Al menos, así me lo vendieron en principio; ya sabes: «Para la organización es muy importante contar con un profesional como tú, con una trayectoria avalada…». Bla, bla, bla. Pero cuando llega la hora de tocar unidades de gestión, política de camas, contratación, docencia, trasplantes… solo hay líneas rojas. Asuntos innegociables y personas intocables. Es en ese momento cuando te dejan caer los objetivos y los incentivos. «Tienes la oportunidad de no hacer más guardias en tu vida».

―¿Eso te dijeron?
―Tal y como tienen montado el tinglado, ni trabajando también en la privada…
―Llevan años queriendo ficharte.
―Sí. Pues ni haciéndolo ganaría más que con los incentivos que estos buitres cobran, currando la mitad. En los presupuestos reconocen dos millones de euros de productividad anual para los directivos. Eso es solo la punta. Son maestros en ocultar la pasta entre tanto ítem. Pican de cualquier lado y no hay forma de saberlo.
―El otro día leí el artículo de un médico, ya jubilado, un señor muy católico, en el que hacía un símil bíblico para explicar el estado de la cuestión: según él, han convertido el templo sagrado de la medicina pública en una casa de mercaderes.
―Sí, te refieres a Varela, el internista. Estoy de acuerdo con él. Yo tengo otro símil: han convertido el hospital en reinos de taifas. Para empezar, hay una gran confusión entre jefes de servicio y de unidades de gestión. En algunos coexisten ambos y no pacíficamente siempre. Hay un enorme juego de intereses y luchas de poder. Se llevan el gato al agua aquellos que manejan directamente alguna parcela “estratégica” y los que de forma indirecta les dan soporte imprescindible. El trueque es la base de las negociaciones. Transparencia cero: es mucho más fácil saber lo que gana un consejero que el jefe de cirugía o el de urología.
―¿Estratégicas?
―Aquéllas que puedan dar algún rédito político y electoral. Trasplantes, listas quirúrgicas selectivas, cuando no falseadas, procedimientos especiales… Los enfermos crónicos, ancianos, los pequeños problemas cotidianos, no son estratégicos ni rentables; esos pacientes son pelotas que ruedan sin parar de un lugar a otro.
―Has perdido la ocasión de disfrutar seis o siete años dorados hasta la jubilación. Que, por otro lado, te los mereces.
―Eso creo yo también. El servicio es un infierno actualmente. Los objetivos pactados mandan sobre cualquier otra consideración. El ambiente de trabajo es irrespirable. Esto es lo que hay, querido amigo.
―Te veo muy jodido. ¿Seguro que no te arrepientes de la decisión?
―Te seré sincero, Abel: estuve a punto de liarme la manta a la cabeza y tragar. Pero me llegó la información sobre unos periodistas que andan investigando estos asuntos. Y por lo que sé, llevan el trabajo bastante adelantado. De hecho, un tal Segura solicitó ayer mismo una entrevista con mi jefe, que hábilmente lo remitió al servicio de relaciones públicas. Esto es muy confidencial. La cuestión es que a estas alturas no puedo arriesgarme a tirar la reputación de toda una vida, por muchas perras que me ofrezcan. Dormir bien y un agradable almuerzo como éste son cosas que no tienen precio.
―El atún está exquisito. Este Ramón es un máquina.
―¿Y qué me dices de las puntillitas y el vino que nos ha servido?
―Manjares del Olimpo. Después tendrás que acercarme a casa, que ya voy medio atorrijado. Necesitaré una buena siesta. Esta noche trabajo. Por cierto, recuerdos de mi madre y un beso para Cecilia.

martes, 1 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (5)

ENTREGAS:    1    2 (cap. II y III)     3     4   
ABEL
CELATOR

VI

Una información inesperada

   La redacción del periódico bulle inusualmente ruidosa esta mañana. Dos correos electrónicos, de una fuente que parece fiable, traen alborotados a los reporteros de El Diligente.
Seis años atrás, cinco jóvenes periodistas decidieron crear un diario digital de información local. Bárbara Mena ofreció su herencia para instalar la sede: un céntrico piso, de altos techos, amplios ventanales, dos balcones, y más de 250 metros cuadrados que ocupan toda la tercera planta de un edificio centenario pero muy bien conservado. Para ella, un dormitorio con baño propio en el que vive sin tener que pagar alquiler o hipoteca. El resto de la casa es para El Diligente. La redacción informativa ocupa la estancia más grande, un luminoso salón con suelo de mármol negro y vetas terracota; separada de ella, al viejo estilo periodístico anglosajón, la sección de opinión ocupa lo que otrora fue un pequeño comedor. El antiguo dormitorio principal es ahora una moderna sala de edición multimedia, que también alberga el archivo documental. Junto a ella, dos pequeñas habitaciones corridas sirven para las reuniones diarias del equipo; la prestancia de una larga mesa con sus sillas de época, contrasta con el punto kitsch que ofrecen dos camas plegables, esquinadas y mal disimuladas como cómodas o cajoneras, en las que los redactores descansan durante las largas noches de trabajo urgente o atrasado.
Económicamente funcionan de forma cooperativa. El Diligente se financia principalmente con aportaciones desinteresadas de particulares, asociaciones vecinales, alguna ONG y colectivos sociales que necesitan ver en el diario una voz independiente que informe con rigor, valentía y veracidad. Los únicos ingresos por publicidad proceden de organizaciones sociales sin ánimo de lucro. No se admite ningún tipo de publicidad comercial ni institucional en su web. Nada de subvenciones. Sacan para pagar gastos y un sueldo inframileurista. Sabedores de esta limitación, el precio de la independencia, Bárbara y sus compañeros trabajan para ofrecer noticias locales de elaboración propia.
El otro gran pilar, la otra gran línea maestra que se marcaron como un reto ineludible en la fundación del diario, es hacer un buen periodismo de investigación local; un trabajo informativo que contribuya a defender los servicios indispensables que reciben los ciudadanos de su comunidad, como la educación o la sanidad; a partir de la premisa del bosque que no deja ver el árbol ―no por manida es menos cierta―, el equipo de El Diligente pretende llegar mucho más allá de los grandes escándalos políticos que ofrecen los medios masivos; un bombardeo diario que acaba vacunando a una sociedad insensibilizada, devorada por el espejismo de que todo eso ocurre muy lejos o solo en la pantalla de su receptor. Tejidas como una red capilar, las raíces más finas del mal están mucho más próximas y, sin embargo, son menos o nada visibles: es la corrupción de perfil bajo, la de los políticos menores, los pequeños cargos públicos o los funcionarios de cierto rango con capacidad de tomar decisiones trascendentes. Son los cabos de los que hay que comenzar a tirar para deshacer la gran madeja.
Lalo Segura es el más veterano y curtido del equipo. Trabajó dos años para un diario de tirada nacional; la negativa del director a publicar un reportaje suyo, muy comprometedor para las multinacionales farmacéuticas, le llevó a ejercer la cláusula de conciencia. De ahí, al paro. El redactor jefe de El Diligente posee una intuición natural para reconocer una buena fuente periodística. A su correo llegan todos los días denuncias anónimas; como fuentes, las desecha automáticamente. El contenido se analiza y archiva por si pudiera dar pie a alguna indagación futura. Pero lo de esta mañana es diferente.
Matías Renglón y Brahim Taleb, un huérfano saharaui adoptado por padres españoles, salen con prisas para cubrir la calle. Pepa Cardona es la más joven de la plantilla; con un expediente académico plagado de matrículas de honor, la catalana prefiere la libertad profesional que disfruta como redactora de El Diligente, a los cantos de sirena que ―a manera de apetitosos contratos laborales― le ofrecieron en su día los mass media. Mientras apuran un café, sentadas en la sala de reuniones, Pepa y Bárbara aguardan expectantes las explicaciones de Segura.
―La informante es una enfermera del hospital. Tenemos su nombre completo, teléfono y servicio en el que trabaja. También los de su marido, médico de la misma unidad. Os acabo de reenviar los dos correos.
―Sí, los he leído, pero no termino de entenderlos, Lalo ―con un mal disimulado tono de impaciencia, Bárbara intenta desentrañar los documentos que tiene abiertos en la pantalla de su portátil―. ¿Qué denuncian exactamente?
―En los dos últimos años, la dirección del hospital impuso la obligatoriedad de hacer once cursos on line sobre riesgos laborales, a todo el personal que quisiera optar a poder cobrar el complemento anual de productividad. La materia teórica se publicó en la intranet del centro para que los trabajadores pudieran estudiarla de cara a un examen test de quince preguntas. Superado éste, también on line, la Junta les ingresaría el montante correspondiente.
―Sigo sin pillarlo. ¿Tú lo entiendes Pepa? ¿Ves la noticia?
―Lo intento Bárbara, pero déjame pensar un minuto: entre los documentos que se adjuntan hay uno, hecho a mano, que parece ser una plantilla de respuestas. ¿Van por ahí los tiros, Lalo?
―Efectivamente. Según nuestras fuentes, el examen era tan básico que cualquier persona, con un poco de sentido común, lo hubiera superado. Yo no tengo ni zorra idea sobre el asunto y he acertado nueve. Incluso sin sentido común: solamente había que leer el cuerpo teórico para contestar las preguntas sin fallar.
―¿Y ese papel con las respuestas?
―Lo tenían todos. Nadie hubo de ocuparse en leer los apuntes, ni necesidad de arriesgar en el test.
―¿De dónde salió?
―A ver, Pepa ―Segura entorna los ojos en un gesto de complicidad paternal―, si tú elaboras un examen y, por encima de cualquier otra consideración, tu único interés es que todos lo superen, ¿de qué manera puedes asegurarte?
―Dándoles las contestaciones correctas.
―¡Bingo! Alguien tenía mucho interés. El que mejor conoce las respuestas es el que elabora las preguntas.
―¿De dónde parte toda esta mierda? ―Bárbara se debate confusa entre la incredulidad y la indignación.
―Nuestra enfermera sabe que la filtración salió del despacho de un mando intermedio, en plan “toma, he conseguido esto, pero por favor que no lo sepa nadie más”. El nivel de acierto debió ser excepcional. Si no fue del ciento por ciento es porque algunos, como nuestro médico, fallaron adrede una o dos preguntas para disimular. ¡Ojo! Solo tenemos los datos y los testimonios de nuestras fuentes. Y éstas me dicen que no conocen una sola reclamación. Y que durante meses no pararon de hacerse chanzas sobre el tema, como colegiales borrachos de éxito por haber engañado al profesor. Y más bien es éste el que se ríe de ellos.
―¿Qué tenemos del ‘profesor’, Lalo?
―Los certificados de dos profesionales: acreditan su aptitud en once cursos, ¡once!, con 21 horas de docencia. Llevan el membrete de la Junta, el sello de la unidad de riesgos laborales, y dos firmas: la del gerente y la de un mandamás autonómico. Creo que estamos en el buen camino o, al menos, podemos abrir un pequeño carril para desenmascarar a estos tecnócratas corruptos que gastan nuestros impuestos en su beneficio con estrategias de guante blanco. Sé lo que estáis pensando las dos: el personal raso no sale bien parado de esta historia; los trabajadores del hospital han sucumbido por cuatro duros a una propuesta corrupta. El sueldo base de un médico son 1100 euros. Imagina lo que cobran los demás. Esa mierda es lo que pagan a los depositarios de nuestra salud. ¿Qué mayor felonía se puede cometer con ellos? ¿A quién le puede extrañar que entren en el juego? No necesito recordarlo: El Diligente defiende a los trabajadores.
―¿Y ahora?
―Voy a concertar una cita con este matrimonio. Debo contrastar su información y quiero ver el grado de compromiso que tienen. Bárbara, necesitamos una búsqueda sobre objetivos de la Junta estos dos últimos años. Todo lo que puedas averiguar sobre el currículo de los dos pájaros que firman los certificados. Políticas de incentivos, unidades de gestión, conciertos con empresas privadas, trasplantes, diálisis… sigue la pista del dinero. Pepa, necesitamos más testimonios. Celadores, auxiliares, médicos, enfermeros; no olvides al personal administrativo, no desprecies ninguna fuente. Tira de Matías y del moro, los vas a necesitar. En dos semanas quiero un dossier. Vamos a por ellos.