El dolor ignorado
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
La mayor preocupación de los padres de Míriam aquella
mañana era que no olvidara su crema solar. Lo que no sabían, cuando la niña
cruzaba, feliz, el umbral de la puerta para ir a la playa, es que iba a ser la
última vez que la vieran con vida. Málaga, 14 de julio de 2003.
No
son pocas voces —aunque, incomprensiblemente, tampoco son muchas— las que
reclaman a los responsables sanitarios un servicio hospitalario crucial: el soporte
psicológico ininterrumpido, sistemático y urgente a todas las víctimas supervivientes de todas las desgracias graves, así como a sus allegados. Ininterrumpido,
sistemático, urgente, para todos y en todos los casos dramáticos. Que son
diarios y frecuentes.
La
población está familiarizada, sobre todo a través de la televisión e Internet,
con la presencia de psicólogos cuando se producen múltiples víctimas, como en
los grandes accidentes (ferroviarios, aéreos, tráfico, incendios) y atentados
terroristas. Muchos de ellos acuden voluntariamente y otros son proporcionados
por las instituciones públicas y diversas ONG.
En
algunos de estos casos se puede constatar un despliegue espectacular en cuanto
al elevado número de profesionales presentes. Este hecho puede estar
justificado por la magnitud y por otras penosas peculiaridades de este tipo de sucesos;
no cabe duda que para los familiares, al dolor producido por la catástrofe
misma, se suman circunstancias como la de no encontrar los cuerpos en los
primeros momentos o las dificultades para identificar a las víctimas. Pero no
es conveniente olvidar que la alarma social, las responsabilidades que se
puedan depurar en el origen del suceso y la movilización de los cargos
políticos pueden contribuir a que se extreme el celo de cara a la galería.
La atención mediática es
intensa,
masiva y duradera, porque este tipo de hecatombes interesan a la audiencia
general. No faltan entrevistas a los propios psicólogos que están sobre el
terreno, incluso debates divulgativos sobre el papel que estos profesionales
desempeñan en estos casos.
Fernando no tuvo esa ayuda
profesional
aquella maldita madrugada cuando a través del auricular una voz monótona le
comunicaba que su hijo estaba en urgencias. Desaliñado, estupefacto y asustado,
tuvo que esperar lo suyo hasta que el médico pudo salir para informarle. Su
chico estaba más cerca de la orilla negra que del mundo de los vivos. Al caer
con la moto, no solo se partió la cabeza y unos pocos huesos; tuvo la mala
suerte de rodar hasta una acequia cercana y sus pulmones se inundaron. En coma
y casi ahogado, lo pudieron llevar a tiempo al hospital. El chaval puede hoy
contar lo poco que recuerda.
Las
tilas y los valiums que le llevaban las enfermeras, algunas palabras de ánimo
—formuladas con una mal disimulada poca convicción—, y los frecuentes partes de
un médico que no podía dedicarle más de diez minutos en cada ocasión, fueron
todo el soporte psicológico que tuvo ese pobre hombre en la noche más amarga de
su vida.
Poco más tuvo la joven Inmaculada mientras intentaban
reanimar a su marido de una parada cardiaca, víctima de un infarto. A su bebé
—el primero del joven matrimonio— le fabricaron un globo con un guante
quirúrgico. Solo la simpatía forzada del personal mitigó a duras penas el trance
de enviudar en menos de una hora. Si algún día hubiera descarrilado el
cercanías que les llevaba todos los sábados a comer pescaíto a La Carihuela,
podría haber gozado de los cuidados de un par de psicólogos.
No
es cuestión de insistir con más relatos porque son infinitos. Ni todas las
víctimas de todas las catástrofes juntas se acercan a lo que pasa todos los
días, muchas veces, a cualquier hora y en muchos hospitales. Es allí donde la
soledad y el pavor, bañadas de un sudor frío y viscoso, solo encuentran un poco
de consuelo en la compasión de la gente de buena voluntad. La de unos
trabajadores quemados y maltratados por esta nuestra Junta.
Y con la que está rondando,
no parece el momento más oportuno para que los próceres de la Patria se
percaten de tamaña ignominia y legislen la obligatoriedad
de una asistencia psicológica de guardia, 24 horas al día, los 365 días del
año. El único problema es que hay que pagar a esos profesionales, porque según
el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), perteneciente al Ministerio de
Empleo y Seguridad Social, el pasado mes de abril se contabilizaron más de 13.200
psicólogos titulados en paro, de los
que, por cierto, el 82% son psicólogas, lo que de carambola les otorgaría una
oportunidad única de mitigar esa
desigualdad de género que cacarean todos los días desde sus cómodos sillones
para después pasársela por las zonas más abyectas de sus economías corporales.
El
dueño de un chiringuito está observando a distancia un extraño comportamiento de Míriam; parece no atinar a colocar bien
la toalla sobre la arena, se echa las manos a la cabeza y vomita un par de
veces. Antes de poder acercarse para preguntarle, la joven cae fulminada, sin
conciencia. El 061 la atiende e ingresa en urgencias en coma profundo y con
signos premonitorios de muerte cerebral, según el facultativo. Una hemorragia
cerebral la está matando. Ni la ventilación mecánica ni todas las medidas que
toman para salvarle la vida están dando resultado. Tampoco tiene opción
quirúrgica. Parece sentenciada a la pena máxima.
Los
padres, avisados por los vecinos de los apartamentos en los que veranean todos
los años, huyendo del asfalto madrileño, no tardan en llegar. A pesar de una
educación exquisita y de un buen nivel cultural, les cuesta mantener el tipo.
No es para menos porque el médico porta las peores noticias y cero de esperanza.
No se equivoca. El matrimonio se muestra abatido pero ambos agradecen el trato
que están recibiendo; solo demandan una
cosa: necesitan la asistencia de un profesional de la psicología que les
facilite el mal trámite. Los médicos de urgencias le explican —impotentes— que
no existe esa figura ni pueden hacer nada al respecto, aun entendiendo la
conveniencia y la legitimidad de la petición.
En la mañana siguiente, las pruebas clínicas y el electroencefalograma
plano de la joven Míriam ya no dejan espacio para el milagro. Muerte cerebral
confirmada y certificada. Es el momento para el coordinador de Trasplantes, que
solicita la donación a los padres. Si necesitaban un psicólogo antes de esto,
ahora no ven la manera de tomar una decisión tan dolorosa sin alguien que les
atienda psicológicamente. No va a poder ser.
Dicen
que el que tiene padrino se bautiza, y la política de trasplantes tiene tantos,
que termina apareciendo una psicóloga.
¡Alehop! Con su intervención, allana el camino y los padres acceden finalmente.
Míriam fallece pero da la vida a otros.
Estos
son los hechos, a pecho descubierto. Hay luces, sí, pero también alguna sombra
que el lector ya habrá detectado. Varios siglos antes de la era cristiana,
Mencio, un brillante pensador y filósofo chino afirmó: «El hombre tiene mil planes
para sí mismo. El azar, sólo uno para cada uno». Pues bien, el azar ha sacado
de una de las miles de carpetas amarillas de un ordenador, la carta de agradecimiento que algo más de un mes después de la
muerte de la hija enviaron sus padres. El lector podrá extraer sus propias
conclusiones al analizarla, ya que es compartida en este blog, claro está, con
las lógicas precauciones referentes a la privacidad.
Sin
ocultar su enorme gratitud, vuelven a insistir con su escrito en que para otras
familias sería muy buena la ayuda de un psicólogo y que ésta fuera «ofrecida directamente por el hospital sin
necesidad de esperar a la solicitud de la donación de órganos».
Han
pasado 14 años y el dolor sigue ignorado.
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