Un país de perfil
HÉCTOR MUÑOZ.
MÁLAGA
La acreditada indecencia del
partido que sostiene al actual Gobierno de España no solo es un reflejo
deformado de la soez tolerancia de sus votantes con la corrupción de sus
preferidos. Es, también, una triste consecuencia de la pasividad de un país que
prefiere mirar hacia otro lado.
Los
que hayan sido capaces de resistir las más de 16 horas de debate en la reciente
moción de censura planteada al
Gobierno de Rajoy, pueden entender que ya era hora de que alguien le arrojara a
la cara lo que hasta los medios más cercanos al poder llevan años publicando
casi a diario. Por este motivo, y mucho más allá del juego parlamentario y de
las estrategias políticas, la moción era pertinente
y necesaria. Así de sencillo y sin más consideraciones.
Al
bochorno de lo ya sabido, se sumará el de lo que queda por ver: el presidente del Gobierno declarando en la
Audiencia Nacional el próximo 26 de julio. Inédito. Si los ocho millones
que le votaron hace un año son capaces de creerse que Rajoy nunca supo nada de
las fechorías de los trápalas de su partido ─que es lo que va a decir─, España
tiene un gran problema.
«Señor
Rajoy, trae usted los ojos cansados de mirar para otro lado». Con esta
observación ─que incluso se antoja tierna y respetuosa hacia el veterano
parlamentario─ comenzaba Irene Montero el
primer round de la moción. Grata
sorpresa la de esta joven madrileña, que abría la ronda de debates con un discurso creíble, contundente y basado en datos que solo son contestables para
aquellos que siempre se empeñan en negar la mayor. Sin embargo, la portavoz de Unidos
Podemos se equivoca al afirmar que los españoles están indignados o que España está
harta de que le roben: los partidos que no apoyaron la moción de censura
representan a más de 17 millones de votantes, es decir, a la mayoría. Una
mayoría que se encuentra más cómoda colocándose de perfil, como Rajoy y sus
incondicionales camaradas de partido.
Un
presidente, por cierto, demasiado predecible. Se empeñó en cuestionar los
motivos de la moción, como si a tales alturas nadie se hubiera percatado de que
Pablo Iglesias la había ideado para desgastarlo legítimamente. Un Rajoy
empecinado en ridiculizar, negar, acusar de infamias y reivindicar las buenas
formas. Cualquier cosa era buena para distraer del fondo de la cuestión. Un
Rajoy que solo saca pecho para decir que España va bien. Lo que no aclara es
para quién.
Al
finalizar el segundo asalto de la
primera sesión plenaria, la bancada conservadora aplaudía a su jefe como si
hubiera ganado un combate imposible, aun sabiendo con absoluta certeza que la
votación final no iba a dar ninguna sorpresa. Pero antes de esa impostada
explosión de júbilo, durante algún pasaje del duro discurso de Iglesias, Rajoy
no pudo disimular ni sus tics palpebrales ni un extraño temblor en la pierna
izquierda. Y para arreglarlo, provocó la carcajada de toda la Cámara Baja con
aquello de «¿Ustedes piensan antes de hablar o hablan tras pensar?». No, no se
le veía cómodo.
Y
vuelta a la corrección, el decoro y la sensatez. No fue una buena idea pretender
que los escraches tengan la categoría de asunto de estado, o que sean actos tan
abominables y perniciosos para la democracia como los delitos de Granados, Rato
y una larga compañía. Pablo Iglesias supo anticipar la jugada y, claro está, le
dio cera hasta en las patillas. El nuevo argumentario del PP solo quiere
referirse a los siete meses de la actual legislatura. Con esta idea, lo único
que pretenden es evadir responsabilidades ─al menos las políticas─ en los delitos
de corrupción anteriores al 19 de julio de 2016. Los terribles años de la décima,
entre 2011 y 2015, con una clase media machacada y en caída libre, mientras unos
pocos e ilustres ciudadanos, vinculados al PP, llenaban sus bolsillos
desvergonzada e impunemente, parecen haberse perdido en su saco del olvido.
Cada
vez que el presidente erguía la cresta para ostentar su jerarquía en el corral
electoral, el líder de Podemos se la bajaba sin despeinarse. Es lo que ocurre
por presumir de ganador olvidándose de la financiación ilegal de algunas
campañas del PP, o de la investigación sobre las presuntas comisiones ilegales que
el partido recibió de Indra ─empresa que gestionó las bases de datos del
escrutinio electoral del 26J─ a cambio de exclusivos, suculentos y ventajosos
contratos. El gallo gallego acabó desplumado pero, eso sí, aplaudido por su
mesnada, particularmente por una Soraya Sáenz de Santamaría que rozó el éxtasis teresiano.
Si
hay alguien que se ajuste a aquella conocida frase de Groucho Marx «Estos son
mis principios y si a usted no le gustan, tengo otros», ese es el líder de C’s,
Albert Rivera. Arrancó en la segunda sesión plenaria con verbo suelto y fluido; con esa imagen de chico bueno y formal, que cada día se ve más deformada por
muchas de sus propias decisiones políticas. Hizo un análisis correcto del
votante del PP al afirmar que el miedo a Podemos es su «único aglutinante», y
aprovechó la ocasión para hacer campaña con la repetida coletilla de «Nosotros
hemos conseguido», como si 32 escaños dieran para tanto.
Cuando
parecía que se había comido a Iglesias, se encontró con la réplica inmisericorde
de este. Brutal. La paliza verbal bien pudiera merecer el calificativo de humillante. Hasta Susana Díaz se llevó yesca cuando el líder de Podemos tachó a
Rivera de ser «el escudero del PP» y de «sostener a lo peor de los partidos
tradicionales de España, como la inquilina de San Telmo en Andalucía».
Visiblemente afectado, Albert Rivera terminó capitulando con la posibilidad de
llegar algún día a acuerdos con Podemos, algo que se antoja complicado porque
entre ambos hay algo más que diferencias políticas.
La
intervención de José Luis Ábalos,
portavoz provisional del PSOE de Pedro Sánchez, recordó mucho más al socialismo
de toda la vida que al sucedáneo de Susana Díaz y Antonio Hernando. Buen
orador, el discurso de Ábalos destiló nobleza, determinación y credibilidad. No
perdió la oportunidad de reprochar agriamente a Pablo Iglesias la negativa de Podemos
en la fallida investidura de Sánchez, allá por marzo de 2016. A pesar de ello,
ambos se movieron dentro de un buen tono mutuo, dispuestos a sumar para acabar
con la hegemonía de los populares y la corrupción que lastra la convivencia en
España.
No
hay que ser muy listo ni muy pesimista para pronosticar que ambos partidos
volverán a tropezar con las mismas tres piedras que terminaron llevando a Rajoy
a La Moncloa: C’s, Cataluña y una mayoría social anestesiada y vacunada frente
a la impunidad de los poderes fácticos. No solo tienen que ponerse de acuerdo
en el Congreso; también deberán ganar elecciones.
Del
turno para el portavoz popular, Rafael
Hernando ─que cerraba, con Pablo Iglesias, la serie de debates antes de la
votación─, podría afirmarse, sin temor a errar, que su intervención terminó incendiando la Cámara. No es ninguna novedad, por otro lado. Además de un
orador mediocre, Hernando es un provocador profesional. No dudó en recurrir a
las aburridas falacias sobre Venezuela o Irán para atacar a la cúpula de Podemos,
ni a utilizar la relación personal entre Montero e Iglesias para
ridiculizarlos. Tamaña bajeza se volvió en su contra porque terminó pidiendo
perdón. Es tal el odio que destila este hombre
malo de la serie ‘Erase una vez la vida’, que no cuesta mucho imaginarlo
─ataviado con camisa azul, gorro cuartelero, botas altas y cartuchera al cinto─
cazando rojos por las calles de Madrid durante aquel aciago abril de 1939.
Estremecedor, solo de pensarlo.
Los
españoles dicen en las encuestas del CIS que su
segunda preocupación es la corrupción y el fraude. El PP no es el único
partido con corruptos, pero sí el que más tiene, con diferencia. Lo dice la
policía y lo dicen los jueces. Pero ahí están, mandando por voluntad popular.
La reciente moción de censura ha servido ─y no es poco─ para comprobar que hay
gente capaz de decirlo en voz alta y a la cara del mismísimo presidente;
jóvenes políticos que se enfrentan también a los verdaderos poderes, esos que no
se ven ni salen en ninguna papeleta de voto. Ni siquiera los más combativos de
la Transición se atrevieron a tanto. Todos ellos saben que no es exagerado
afirmar que nadie está libre de tener un mal día o un accidente inesperado.
![]() |
Barómetro del CIS, mayo 2017 |
Es
imposible que los altos cargos del PP ─los que aún están limpios─, incluido
Rajoy, no tuvieran nunca conocimiento de los delitos que han motivado más de 60
causas judiciales. No es creíble que nada supieran de lo que hacían cientos de
personas vinculadas a su partido, muchas de las cuales están siendo, o han
sido, investigadas, procesadas, condenadas o encarceladas. Quizá no participaron
de la felonía, pero se distrajeron, callaron y miraron a otro lado. Ya es malo
que así se comporten los dirigentes políticos, pero que también lo hagan los
ocho millones que les votaron, más los nueve que no quisieron apostar por los
que están dispuestos a partirse la cara, es un drama de proporciones
históricas.
Solo
hay que escuchar las conversaciones cotidianas de vecinos, amigos y compañeros,
atender a las tertulias radiofónicas y televisivas, o leer en las redes
sociales para constatar que hay muchos, demasiados, que lo niegan todo, que lo justifican
todo o que se escudan en que no son los únicos que roban. El famoso y tú más. Este es el mayor de los
problemas, el de la inacción dolosa frente al expolio y el saqueo. Para
confirmarlo, solo hay que ver a esos descerebrados hinchas del Real Madrid o
del Barcelona: defienden a sus astros hasta morir, si es preciso, mientras
estos defraudan ─presunta o no tan presuntamente─ todo lo que pueden, y más.
Y
lo que ocurre hoy en esta España anestesiada, adocenada y resignada es,
simplemente, que ha elegido ponerse de
perfil.