sábado, 14 de marzo de 2020

Comentario: San Pantaleón (2ª parte)





La insólita peripecia del doctor Pantaleón  (y II)
Médico, mártir y santo.

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA. 2011 (reeditado 2020)
Escoltado por dos verracos con falda, casco y coraza, Pantaleón aparece al comienzo de un interminable pasillo. Al fondo se intuye la figura del emperador, antaño paciente suyo, ahora impaciente, nervioso y, sobre todo, muy cabreado. Sentado de soslayo, lo espera con una pose pretendidamente distinguida pero definitivamente afectada, la misma que aún, en nuestros tiempos, podemos observar en políticos, cátedros, jefes de cualquier cosa…
En realidad, Diocleciano le tenía aprecio al médico; de hecho, había intentado negociar su abjuración del Cristianismo para ahorrarle castigos. Por ello, pero de buen rollito, le sometió a cinco martirios con la esperanza, vana, de que al primero o al segundo entraría en razón. Como no fue así, y los leones, para colmo, se declararon en huelga, el galeno es cada vez más popular entre toda clase de ciudadanos, esclavos y libertos, corriendo el relato de su estoica resistencia y de su milagrosa inmunidad, de boca en boca, de casa en casa y de villa en villa. El purpúreo baranda, por el contrario, es objeto de mofa generalizada; cuentan que ordenó ejecutar a dos centuriones víctimas de un irreprimible ataque de risa.
Pantaleón camina despacio, debilitado por los disgustos; los esbirros se acoplan a su paso, sin agobiarlo, presos de un respeto instintivo y desproporcionado a su natural rudeza. A una prudente distancia de la escena imperial le hacen arrodillarse ante el César, ocupado en ese justo instante en comprobar la perfección de su manicura, evitando, cobardemente, la mirada de su antiguo médico y consejero.
«Matando no te comes un chusco Diocle, aquí me tienes, vivito y coleando», debió decirle el galeno con risita burlona. La ira del emperador no puede contenerse ante la chulería del futuro santo, ni frente a los gestos burlones de su propia guardia personal, así que, sin mediar más palabras, le aplica, él mismo, el sexto martirio; con un espadón del quince lo atraviesa hasta tres veces, por el pecho, el abdomen y la espalda. Las heridas de Pantaleón curan en segundos y el médico no palma. El careto del emperador hace época; sorprendido y aburrido, ordena que se lo lleven de nuevo a los calabozos; de camino, manda que capen a todos los que se han descojonado abiertamente.
Vuelve el doctor sobre sus pasos por el largo camino enlosado de mármol y ribeteado con columnas de alabastro; va escoltado por sus guardianes, que ya lo admiran en secreto. Cuentan que uno de ellos le consulta, por el camino, sobre una extraña enfermedad que padece la hermana de uno de los cuñados de su mujer. Sin pretenderlo estaba inventando la Medicina de pasillo, tan común en nuestro actual medio.
Reunido con su Consejo de Sabios, Diocleciano ordena que su cabeza sea separada del resto del cuerpo, para terminar con él y, sobre todo, con el mito. La decapitación será «inmediata, en lugar apartado y momento desconocido para la plebe ociosa». Obsérvese que antes de existir prensa, estos dictadores ya le profesaban pavor a la opinión pública, procurando facer o desfacer a la chita callando.
Los especialistas en la materia no se ponen de acuerdo en si fue decapitado bajo una higuera seca o un olivo muerto, donde, atado, se cargaron finalmente al mártir. Ya podían haber comenzado por ahí, ahorrando tiempo y disgustos innecesarios.
Al fin, el soberbio emperador pudo sentirse triunfador. Tres años después liquidó a Vicente, y sus hermanas, Sabina y Cristeta, santos de  Ávila. Se había venido arriba con el subidón de matar a Pantaleón. Poco le duró: no mucho tiempo después, la enfermedad y la depresión lo van minando inexorablemente. La cohorte de médicos que le atiende está compuesta, básicamente, por una manada de ignorantes charlatanes; los pocos galenos de verdad, discretos, acostumbran a callar por no molestar.
Murió Diocleciano con la certidumbre de haber acabado con Pantaleón, pero no podía estar más equivocado; cuenta la leyenda que la sangre del santo hizo brotar los frutos del árbol (brevas o aceitunas, ¿qué más da?). Sus reliquias fueron coleccionadas y repartidas por medio mundo conocido.
Su sangre, dicen, se conserva en una ampolla de cristal en el Monasterio de la Encarnación, en pleno centro de Madrid, cerca del Palacio Real. Todos los días 27 de Julio el incombustible San Pantaleón obra su milagro: su sangre, que durante el resto del año es costra milenaria, se licua para volver a coagular 24 horas después. Dicen los más agoreros que tan malo es que no ocurra lo primero como que no vuelva a cuajar pasadas las 24 horas de rigor. Relacionan acontecimientos históricos como la Primera Guerra Mundial o nuestra Guerra Civil, sin ir más lejos, con estos sacros caprichos. Mala onda, pues, si no se produce este milagro anual.



Sangre de San Pantaleón. Monasterio de la Encarnación. Madrid

Acuciado por una insana curiosidad, decidí visitar el Real Monasterio de la Encarnación, una construcción renacentista auspiciada por Margarita de Austria, reina de España y consorte de Felipe III. Efectivamente, allí guardan el precioso fluido rojo del mártir en una pequeña urna que, paradójicamente, no goza de un lugar privilegiado en la colección de reliquias. Confundida entre mil objetos de culto, la sangre de San Pantaleón, médico y mártir, espera su particular protagonismo histórico cada 27 de julio.
Habrá personas que no crean el fenómeno Pantaleón. Nada que objetar. Uno duda también, y mucho. Como también dudo de esos profetas contemporáneos procedentes de cualquier máster impartido por interesados chamanes de la sanidad pública y de la política en general; liberales de corbata o silicona, modernos de pacotilla y escoria de la profesión más noble; mal que les pese, nunca podrán suplantar a los profesionales desde sus despachos, tan alejados de las trincheras y tan próximos a su propia incapacidad (a su ignorancia, al fin y al cabo), porque ni saben curar, ni sanar, ni mejorar, ni aliviar siquiera a aquellos a los que falsamente dicen defender. Porque ni les interesa, ni les importa. Hay demasiados Dioclecianos y pocos Pantaleones. Somos pocos, sí, pero con una mala hostia que te cagas



Comentario: San Pantaleón





La insólita peripecia del doctor Pantaleón  (I)
Médico, mártir y santo.

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA. 2011 (reeditado 2020)
Hijo de médico pagano y de madre cristiana, nace Pantaleón a finales del siglo III en una ciudad de la actual Turquía, aún bajo un Imperio Romano que ya en esos momentos, particularmente en nuestra Hispania, comienza a verle las orejillas al godo, que se remueve inquieto por aquí y por allá.



Turco, de buena familia y con posibles, se cultiva en letras y estudia Medicina, con gran éxito académico y aún más profesional, llegando a ser galeno personal del mismísimo César.
El doctor Pantaleón no es ajeno a la corriente del Cristianismo, que ya se extiende por el Imperio, imparable, alcanzando las capas más privilegiadas de la sociedad romana. Tras ciertas dudas y devaneos, decide finalmente abrazar como propia fe este culto religioso, que es el de su madre. Pantaleón está irremisiblemente resuelto a defender y mantener sus creencias, decisión que terminará dándole algún quebradero de cabeza, nunca mejor dicho porque será decapitado públicamente el 27 de julio del año 305 a sus 29 años de edad.
La leyenda dice que dedicó su atención preferentemente a los pobres (a los que incluso regaló la herencia de su padre) y que obtuvo curaciones milagrosas, algunas de ellas auténticas resucitaciones, como la de un niño fallecido tras la mordedura de una serpiente. A falta de antídoto, una de dos: o fue un médico pionero en técnicas de Reanimación, de gran pericia, o realmente se trató de un milagro, en cuyo caso nada hay que objetar, por una simple cuestión de respeto hacia aquellos que profesan cualquier tipo de fe religiosa. Otra cosa es que uno se lo crea o no, que para eso están la mitología y la épica, para disfrutarlas, y si es posible, con la distancia intelectual suficiente para poder maniobrar, de una forma crítica y en un momento dado, entre la ingenuidad y el escepticismo, entre la imaginación y la razón.
Sea como fuere, la cuestión es que alguien denuncia su condición de cristiano militante y de poco le van a servir su arte y sus dones. Resulta llamativa la idea de que, desde el Homo Habilis, encaramado a los árboles hace más de dos millones de años, siempre hayan existido chivatos y lengüetones; por uno de ellos (un médico envidioso, según alguna fuente histórica), lo trincan una calurosa mañana de verano y le dan a base de bien.
Seis martirios, seis, le infligen al bueno de Pantaleón, a saber: el primero, a modo de entremés, aplicarle plomo fundido, que debe quemar una barbaridad. Inmune a esta putada, vuelven a intentar achicharrarlo sin piedad con fuego directo —tonterías las precisas—, pero solo consiguen chamuscarlo un poco. Tampoco les resultan exitosos el ahogamiento por sumersión en agua salada ni los estiramientos forzados para descoyuntarlo en el potro. «A este no hay huevos de matarlo», exclama el jefe de los pretorianos, desesperado por la resistencia del galeno. «A las fieras», añade su lugarteniente, un odioso patricio venido a menos.
Días después, con el circo abarrotado y una enorme expectación, la plebe se acomoda para presenciar el descarnamiento del futuro santo a merced de los hambrientos leones traídos del Kalahari. Podemos imaginar el palco presidencial, con el emperador Diocleciano muy relajado y acompañado de su séquito. Bajo un ensordecedor ruido de trompetas, vuvuzelas, cornetas y tambores triunfales, sacan a la arena al pobre Pantaleón, debilitado por tanto castigo y deslumbrado por la luz del sol mediterráneo. Ya solo queda abrir las jaulas de los bichos para que comience el show; se podría decir que hace 18 siglos ya era costumbre de la administración exponer los médicos a las masas sedientas de sangre, en su propio beneficio.
Más recientemente, en el siglo pasado, un prócer llamado Alfonso, Guerra de apellido, prometió en un mitin que no descansaría hasta “verlos en alpargatas”. Aunque de origen egipcio, curiosamente este tipo de calzado fue particularmente desarrollado en Roma y perfeccionado en la Edad Media por los árabes (albarga o albargat). Ignoro si el político en cuestión se ocupó de documentarse sobre el término, pero me inclino a creer que se refería a esa humilde prenda de nuestros días, desgraciadamente asociada a la pobreza, a la miseria, al campo y a aquella puta guerra más lo que vino después de ella.
Retrocedamos de nuevo 1706 años: ese circo, ese calor, ese Pantaleón agobiado, esas jaulas que se abren… Sorpresa y decepción: ¡los felinos deciden no salir a la arena! Igual no les apetece, con la que está cayendo (42ºC a la sombra), o lo mismo estaban hartos de comer carne cristiana. La cuestión es que el hecho, insólito, de no querer papearse al mártir llama la atención de la chusma, ya conocedora de la tozuda resistencia a todo tipo de tormentos de este peculiar facultativo de la Edad Clásica. Un murmullo de admiración recorre la grada y no hacen la ola porque aún no está inventada.
El caso es que han de cerrar las jaulas con los felinos sin haberse estrenado. Un soldado se lleva al reo, que no da crédito: «me vais a matar, pero de un susto, cabrones», se le oye musitar entre dientes. El César Imperator, muy mosqueado, desesperado y celoso de la creciente fama que está adquiriendo nuestro estoico galeno, decide afrontar el asunto como una cuestión personal: «¿A esta rata ¿quién la mata?». De inmediato toma dos decisiones: la primera, cargarse a los leones de mierda que lo han dejado en tan incómoda tesitura ante miles de espectadores sedientos de morbo-gore, y de paso a sus cuidadores. La segunda, tomar el mando de la situación y asesinarlo del tirón, sin más miramientos; una ejecución ejemplar que disuada al populacho de cualquier idea revolucionaria.
Y así, el Dr. Pantaleón es llevado hasta Diocleciano.

(Continuará)