martes, 24 de septiembre de 2019

Opinión: traslados de enfermos





El comodín del paciente

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Cuando la jugada no está clara, un ardid muy socorrido es el de apelar al “beneficio” de los pacientes. Al comodín de los enfermos. Y si el alegato se acompaña de sonoros golpes de pecho, el efecto pretendido puede resultar un hecho irrefutable. Para los que se lo crean, claro está. El Carlos Haya es un hospital «desvertebrado arquitectónicamente», como certeramente lo describe Juan de Dios Colmenero. Un hospital de referencia desgajado en pabellones distantes físicamente —excepto los dos del edificio principal— y un lejano centro de especialidades. Este es el origen del problema que plantea Francisco Dominguez, jefe de urgencias del pabellón C (Hospital Civil), en un bando recientemente enviado al personal facultativo, vía correo electrónico.

El asunto de las derivaciones urgentes desde el Civil al General colea desde hace 30 años. Resultaría tedioso y fuera de lugar relatar los avatares por los que ha pasado esta singular disfuncionalidad. Es más interesante y operativo poner el foco en el presente y en el pasado más reciente.
Casa pobre, casa rica
La sección de urgencias del pabellón C es como una casa pobre. No dispone de pruebas de imagen, como ecografía o TAC. Entre otras razones, porque tampoco goza de la presencia de un radiólogo de guardia. Para tratar una fractura con un yeso cerrado tienen que derivar al paciente al pabellón general, a la casa rica. Entre otros motivos, porque no hay un traumatólogo de guardia. Ni cardiólogo, ni neumólogo, ni cirujanos, ni digestivo, ni hematólogo…
Un cura sí debe haber, porque en 31 años no recuerdo un solo traslado para administrar una extremaunción. También debe haber una UCI, aunque el intensivista prefiere valorar los problemas en el área de urgencias para después trasladar el enfermo crítico a la casa rica, concretamente a urgencias. De oca a oca. Aseguran que es mucho más práctico que ingresarlo en su unidad.
El viaje de ida
La precariedad asistencial y los más de dos kilómetros de distancia obligan a los médicos de urgencias del Civil a trasladar al General todos aquellos enfermos que necesitan cuidados, tratamientos, pruebas o procedimientos que no pueden ser proporcionados allí.
Errores de valoración tenemos todos. Momentos de debilidad, unos más que otros; aun así, en la inmensa mayoría de los casos, esos traslados están plenamente justificados. Mi afirmación es tan rotunda como categórica; los que deseen rebatirla tendrán que lucir en sus hombreras los galones acumulados durante 31 años, 5 meses y 9 días, como mínimo, en la puerta del infierno.
Un asunto bien diferente es que la sobrecarga asistencial pese demasiado y se pretenda sacar punta a muchas de las derivaciones del Hospital Civil, buscándoles el fallo empecinadamente. Se podrá despotricar hasta la afonía, pero de ahí a la verdad, caso por caso, hay un largo trecho. Ignoro si hay estadísticas o estudios al respecto; lo mismo da, porque si existen no son dignos de crédito, habida cuenta de que suelen ser obra de grises pensadores de despacho, tan alérgicos a los enfermos como hábiles para manipular los datos con el ánimo interesado en la obtención del resultado deseado.
No retorno
Nunca ha sido la norma devolver pacientes al Hospital Civil. Hay circunstancias que pueden justificar el retorno, pero son muchas más las que lo desaconsejan. Para los que conocemos el paño, el bando electrónico del jefe de urgencias del pabellón C debe obedecer a algún caso o casos concretos que han terminado enervando al personal del Civil. Y Domínguez, en un rapto de contenida indignación ha decretado que el que va, ya no vuelve. He dicho. Después edulcora un documento sin membrete, introduciendo algunas salvedades que, dicho sea de paso, no son novedosas ni originales.
El hoy mando intermedio, fue medico raso durante muchos años en el servicio de urgencias del pabellón general del hospital Carlos Haya. Siempre fue muy poco receptivo a los traslados, y sus análisis de campo solían concluir negativamente para los facultativos del Hospital Civil que decidían las derivaciones. Como dice la canción, «ya no te acuerdas de cuando comías pescaíto frito con pan». A tenor del reciente bando emitido, y en cuanto a los enfermos devueltos, podríamos aventurar que ni entonces los quería aquí, ni ahora los quiere allí.
Si molestas pueden resultar las formas del escrito, o los ramalazos autoritarios del tonito empleado, lo que más puede irritar a muchos médicos, entre los que me incluyo, son esas apelaciones al bienestar de los pacientes, como si fuera la exclusiva virtud de un nuevo adalid que viene a defenderlos. Quizás ha olvidado que aquí estamos todos para el beneficio y alivio de las personas enfermas. En los traslados y en cada paso que dan dentro del hospital. Dice un refrán español: “Quien no te conozca, que te compre”.
Cuando la jugada es clara bastan las cartas que cada cual tiene. Por suerte, hay muchísimos profesionales de la Medicina que no necesitan usar el comodín del paciente.


jueves, 12 de septiembre de 2019

Opinión: el nuevo año judicial





Ni justicia ni vergüenza

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


En España, el rey es inviolable y no está sujeto a responsabilidad. Eso es lo que dice la Constitución. El asunto no es baladí porque lo que viene a decir nuestra Carta Magna es que no puede ser juzgado aunque cometa el peor de los delitos. No es el derecho de pernada de los antiguos señores feudales, pero se le parece mucho. Felipe VI, un fuera de la ley, ha presidido el acto de inauguración del nuevo Año Judicial en la misma sala del Tribunal Supremo en la que han sido juzgados los presos políticos catalanes.
En vísperas de una sentencia —la del Procés— que determinará el porvenir de las libertades en Catalunya y en España, el Poder Judicial se ha dado un baño de gloria y autocomplacencia, plasmado en los discursos de la Fiscal General del Estado, María José Segarra, y del presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes. Si se comparan sus palabras con la realidad y la tozudez de los hechos, en este país no hay ni justicia ni vergüenza.

Nuevo Año Judicial 2019-2020. Está presente lo mejor de cada casa. Una ceremonia rancia, desfasada y con un desagradable olor a naftalina decimonónica. Mujeres y hombres vestidos de negro, luciendo ostentosos collares sobre sus pechos, asienten complacientemente a las palabras de Segarra, primero, y de Lesmes, después.

Felipe VI preside la inauguración del nuevo Año Judicial. En la foto junto a Carlos Lesmes, presidente del TS y del CGPJ


Bailando al ritmo del Poder Ejecutivo
La jefa de los fiscales no ahorra elogios para su ministerio. Olvida, por ejemplo, la inacción de la Fiscalía ante las conspiraciones del exministro Fernández Díaz para socavar la reputación de políticos catalanes, intentando atribuirles delitos inventados. O la inhibición cuando no una clara obstrucción de las investigaciones frente a las actividades manifiestamente corruptas de otros muchos políticos del Partido Popular.
Aún debe resonar en la Sala de Plenos del Tribunal Supremo la denuncia de Jordi Sànchez sobre la extorsión de los fiscales para conseguir declaraciones de culpabilidad a cambio de una rebaja de penas y del fin de la prisión provisional
Los jueces no llevan bien las críticas
Carlos Lesmes comienza su discurso con veladas referencias al Procés y a las manifestaciones de protesta por las resoluciones judiciales. Ataviado con el collar de San Raimundo de Peñafort, catalán por cierto, olvida el magistrado que en este país es legal y legítimo salir a la calle para disentir de las sentencias arbitrarias. Al encomiar la labor de todos sus jueces, Lesmes también olvida el auto de Pablo Llarena denegando la libertad provisional a Joaquim Forn por mantener «su ideario soberanista».
Caso Puigdemont: las bofetadas llegan de Europa
El presidente del TS y del CGPJ se queja en su discurso de «la grave incertidumbre que recientes decisiones judiciales, procedentes de otros estados miembros de la UE, han generado». Lesmes se refiere, sin duda, a los tribunales que, tanto en Bélgica como en Alemania, no han apreciado los elementos suficientes para extraditar al exiliado Carles Puigdemont, entre otros, por un delito —rebelión en España, alta traición en Bélgica y Alemania— cuya esencia radica en el uso de una violencia manifiesta para conseguir sus fines.
El “teorema de la violencia en Catalunya” es parte del relato antiindependentista de los que quieren escarmentar, a toda costa, a los políticos catalanes soberanistas. Y este no es el caso de los jueces belgas y alemanes. El expresident y los otros fugados de la justicia española siguen siendo libres en el resto del mundo, y esto escuece al aparato judicial que preside Carlos Lesmes.
El sonrojante espectáculo de las hipotecas
Lesmes asegura en su discurso que las sentencias de 2017 proporcionaron «seguridad y certeza jurídica a los ciudadanos, eliminando los abusos en las relaciones privadas». Se ve que el año 2018 no tocaba en esta solemne, rancia y trasnochada ceremonia, una pantomima presidida por Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia, inviolable por la gracia de la Constitución Española.
De haber querido hablar del pasado año judicial, Carlos Lesmes tendría que haber explicado qué clase de presiones, políticas y financieras, lograron laxar tan poderosamente a sus juececitos para que suspendieran su propia sentencia al día siguiente de haberla dictado. Se trataba de una sentencia justa y valiente, que cargaba a los bancos determinados gastos hipotecarios, considerados abusivos. Pues bien, 20 días después de suspender el fallo original, los magistrados resolvieron lo contrario: paga el ciudadano.
Así, los paganos seguiremos cargando con gastos y comisiones mientras la banca gana, como siempre, y los especuladores siguen trapicheando con los impagos y las vidas de la gente honrada. Y ahora, que Lesmes vuelva a contarnos lo de la separación de poderes y la independencia judicial en España. Que nos echaremos unas risas.
Reír por no llorar, porque en este país ni hay justicia ni hay vergüenza.


domingo, 8 de septiembre de 2019

Opinión: alegato final de los acusados por el Procés




Valientes y sin complejos

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


Son dos millones de ciudadanos catalanes. Independentistas, pacíficos e irreductibles. En algo menos de dos años han ganado cuatro elecciones consecutivas. Sí, cuatro. La primera fue en pleno incendio del 155, con Catalunya despojada de su autonomía y en manos del aparato estatal español, representado por la virreina Soraya Sáenz de Santamaría. Las dos últimas, tres semanas antes de que los presos independentistas, elegidos democráticamente y despojados por los jueces, cerraran el juicio del Procés con sus alegatos finales. Ganan por goleada.

Varias ideas recurrentes vuelven a sobrevolar la sala del Tribunal Supremo durante la última sesión del juicio montado para decapitar el independentismo catalán. Valientes y sin complejos, los presos políticos soberanistas consiguen emocionar a los que sueñan con una España democrática, sonrojar a los que aún tenían dudas, e irritar a sus propios verdugos.




21 de diciembre de 2017: no estaban muertos
En unas elecciones impuestas por el Gobierno central, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, todos los políticos acusados en libertad, fugados o encarcelados son elegidos y obtienen sus escaños. Gana la opción independentista. Uno a cero.

En menos de tres meses
28 de abril de 2019: por primera vez en la historia, el independentismo gana unas elecciones generales en Catalunya y obtiene cinco escaños más de los 17 que ya tenían en el Congreso de los Diputados. Dos a cero.
Tres semanas después, 21 de mayo, Junqueras, Rull, Turull y Jordi Sànchez abandonan sus celdas por unas horas para entrar en el Congreso de los Diputados. Acatan la Constitución «por imperativo legal», «como preso político y por compromiso republicano» (Oriol Junqueras), y «por lealtad al mandato democrático del 1 de octubre y al pueblo de Catalunya» (los otros tres). La bancada conservadora intenta silenciarlos con ruidosos pataleos, en la enésima muestra vergonzante de odio e intolerancia política.
Todo ello le vale al líder de Ciudadanos, Albert Rivera, para buscar el liderazgo de la derecha y «el título de azote del independentismo» (El País). La nueva presidenta de la Cámara, Meritxel Batet, pone en su sitio al niñato consentido del IBEX 35.
Cinco días más tarde, el 26 de mayo de 2019, el soberanismo gana en Catalunya las municipales y las europeas, con Esquerra Republicana victoriosa en Barcelona y un Puigdemont triunfador, exiliado en Bélgica. Cuatro a cero.

No serán sus últimas palabras
Con tales antecedentes, los reos de conciencia manifiestan sus ideas ante el tribunal que los va a juzgar, los fiscales que los acusan con saña, la Abogacía del Estado que los tilda de sediciosos, la acusación particular de los fascistas de Vox, sus propios abogados defensores y el escaso público que cabe en la sala. Hacen uso de su “derecho a la última palabra” aunque todos sabemos que no callarán defendiendo a ese casi 80% de ciudadanos que anhelan la oportunidad de poder expresar su derecho a decidir el futuro de Catalunya.
El “efecto Pilatos”
Todos los acusados coinciden en la idea de que el problema de fondo, el que los ha llevado al Supremo, es una cuestión política judicializada por el “efecto Pilatos”: las fuerzas conservadoras del nacionalismo español se lavan las manos y dejan la solución en las de los tribunales. Una solución penal en lugar de un acuerdo político.
Una vez más, los soberanistas se quejan amargamente de la cerrazón, de esa permanente negativa del Estado español al diálogo, a buscar soluciones pactadas y a trabajar para propiciar los cambios legislativos necesarios que permitan una consulta popular en Catalunya.
¿Justicia? No. Venganza y escarmiento, sí
No solo es patente la torpeza política del nacionalismo español, que ha conseguido enquistar el asunto catalán. Mucho más inquietante resulta esa ceguera intelectual disfrazada de patriotismo, que pretende —nada más y nada menos— borrar una ideología arraigada desde hace siglos en la memoria colectiva del pueblo catalán.
Todas las miradas apuntan en dos direcciones: al Ministerio Fiscal del Estado español y al juez instructor del caso, Pablo Llarena, magistrado del Supremo. Raül Romeva es claro cuando declara que en este juicio las acusaciones solo han buscado «escarmentar y castigar una ideología», lo que lo convierte en un juicio político, y a sus reos en presos políticos.
Juez Llarena: el regreso de Torquemada
La inquina del juez Llarena, el nuevo Torquemada, babea de sus propios autos judiciales. El magistrado relaciona la ideología independentista de Forn con la previsión de que reincida en los supuestos delitos que se le imputan. Afirma en un auto (en el que le deniega la libertad provisional) que el exconseller «mantiene lógicamente su ideario soberanista», y que «el convencimiento que mantiene posibilita una reiteración del delito que resultaría absurda en quien profese la ideología contraria». Ni siquiera la renuncia de Joaquim Forn a su acta de diputado del Parlament facilita su libertad provisional. ¿Y aún hay quienes dudan de que sean presos políticos, y que están siendo juzgados por sus ideas?
Joaquín Urías, exletrado del Tribunal Constitucional y profesor de Derecho Constitucional, escribe en eldiario.es: «Lo que mantiene a Forn en prisión, según declara expresamente el Tribunal Supremo, es su ideología. Si eso no es un preso de conciencia, se le parece muchísimo».
Llarena se ha cargado a tres candidatos para presidir la Generalitat: a Carles Puigdemont —con la ayuda del Constitucional—, no autorizando su investidura a distancia; a Jordi Sánchez, no permitiéndole salir de la cárcel para asistir al Parlament; y a Jordi Turull, encarcelándolo por segunda vez antes del segundo pleno de investidura, en el que solo necesitaba mayoría simple para su elección.
Prisión preventiva: recurso para la extorsión
Los dos líderes sociales del movimiento independentista, Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, llevan casi dos años en prisión preventiva, los que más. El segundo denuncia en su alegato el «uso y abuso» de la prisión preventiva en España. Y aún va más lejos al afirmar que los fiscales extorsionan a los presos prometiéndoles la puesta en libertad y una rebaja de penas si se declaran culpables. Ni una película sobre mafiosos da para tanto. El diputado electo en el Congreso, actualmente suspendido para sus funciones, cita las numerosas llamadas de Amnistía Internacional en favor de su libertad y la de Cuixart, pero ni este hecho sonroja a Torquemada y compañía.
Reclamaciones y advertencias
La sentencia, prevista para finales de septiembre, va a tener importantes consecuencias políticas. No solo está en juego la libertad de los presos políticos independentistas; están en juego muchos derechos fundamentales para el resto de los ciudadanos, en Catalunya y en España, como la libertad de expresión y la de manifestación. Es más, un fallo acorde al falso relato oficialista de rebelión y sedición puede desencadenar una respuesta ciudadana de vertiginosas consecuencias.
«En este banquillo están sentadas más de dos millones de personas», dice Romeva. Y a tenor de los resultados de las cuatro últimas elecciones en Catalunya, no le falta razón.
Los acusados reclaman al tribunal un trato justo y ecuánime, al tiempo que advierten de la enorme responsabilidad que estos jueces han adquirido tras la judicialización del conflicto, responsabilidad que no es otra que la de no agravar un conflicto político de Estado.
Políticos de un nivel superior
Si se analiza la participación de Zoido, Nieto o Rajoy como testigos de la acusación, la conclusión desapasionada es que los acusados tienen un nivel político, intelectual, de compromiso y de coherencia con sus ideas, que se sitúa a años luz del de la banda nacionalista española. Y además, le echan redaños al asunto. En pleno alegato, que se supone debería pretender la comprensión de los jueces, con un mínimo grado de sumisión o de disculpa, Jordi Turull se reafirma sin medias tintas: «Soy independentista, no lo voy a esconder, lo soy y lo seré».
Pero si alguno de ellos debería tener asegurada la pena máxima, a juzgar solo por su alegato, ese es Jordi Cuixart: «No hay ningún tipo de arrepentimiento. Todo lo que hice, lo volvería a hacer». El presidente de Omnium Cultural hace un valeroso esfuerzo de rebeldía y lealtad a la lucha soberanista, llamando a los catalanes —ante la mismísima cara de jueces y fiscales— para la movilización permanente. Y en esta línea, Jordi Cuixart acaba su intervención con una promesa: «Ho tornarem a fer» («Lo volveremos a hacer»).
Frente a las temerosas evasivas de Rajoy o Soraya, la insultante mediocridad de Zoido o la manifiesta incompetencia de Nieto, estos líderes —políticos y sociales—, encarcelados desde hace casi dos años, lo son de verdad.
Porque, entre otras muchas razones, son valientes y sin complejos.




jueves, 5 de septiembre de 2019

OPINIÓN: Emigrantes españoles en la UE


Podría ser tu propio hijo

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

Limpian, barren o friegan las casas y negocios de los belgas, alemanes, ingleses o escoceses. Venden pollo frito y lavan los platos sucios en los restaurantes. Antes de terminar la jornada salen a tirar la basura de la UE. Con suerte, ingresan unos eurillos más poniendo copas las noches de los fines de semana. Son los cientos de miles de jóvenes emigrantes españoles que se buscan la vida en Europa porque aquí no tienen nada que rascar en el mundo laboral. La mayoría de ellos llega con un título universitario bajo el brazo pero nuestros solidarios socios comunitarios prefieren ofrecerles un buen mocho y una escoba nueva.
Les voyageurs de Bruno Catalano/ Everythingwithatwist  (MARSELLA)

Una paradoja infame
España es la camarera y sirvienta de esa Europa opulenta que viene en sus vacaciones a quemarse en la playa y a ponerse ciega de mollate y garrafón. Si malo es depender del turismo para que el Estado español no caiga en bancarrota, peor es el cruel contrasentido que se produce: mientras más extranjeros llegan a nuestro país para gozar y gastar, más paisanos salen de él para plañir en silencio esa injusta precariedad que se retroalimenta bajo el yugo de una austeridad que ni fue buscada ni fue deseada; una austeridad que bien podría ser el eufemismo de la pobreza en el corazón de Europa.
Servidumbre garantizada
Cuando estos privilegiados súbditos de la UE regresan a Bruselas, Berlín, Londres o Edimburgo, saben que no van a encontrar ni el sol ibérico, ni la playa soñada, ni el amable chiringuito; y mucho menos tinto de verano a cualquier hora o generosos pelotazos a 6 euros. Lo que sí tienen a mano es la servidumbre de muchos jóvenes licenciados españoles, que son emigrantes aquí e inmigrantes allí.
“Maldita la patria que no da de comer a sus hijos”
Muchos de estos emigrantes son los hijos, hijas, nietos y nietas de otros españoles que también se vieron forzados a desarraigar sus orígenes y su cultura entre los años 50 y 70 del siglo pasado, en plena dictadura franquista. “Maldita la patria que no da de comer a sus hijos”, decía el abuelo de una de estas chicas a través de videoconferencia. Al menos, el siglo XXI proporciona recursos tecnológicos que les sirven para mitigar el dolor, la soledad y la distancia.
¿Inmigrantes deluxe?
La bofetada de realidad que experimentan es tan sonora para sus conciencias, que les lleva a entender —así lo afirman en diversas entrevistas— la desesperación de los migrantes que surcan el Mediterráneo o cruzan el Rio Grande. Han asumido tan certeramente su estatus real, que no solo se ven reflejados en estos, sino que llegan al punto mismo de rechazar —de forma reflexiva ese espejismo autocompasivo que se origina en la equivocada idea de que son “inmigrantes vip” por el mero hecho de haber nacido en un país que pertenece a la UE. No, no hay nada de glamour en este asunto, y lo saben.



Ni interés ni intención
Que nadie se trague la falsa letanía política de que el Estado o las comunidades autónomas están trabajando denodadamente para revertir la situación. Al contrario. No tienen interés ni intención. Eso sí, promesas y gestos casi heroicos frente a las cámaras de televisión nunca van a faltar.
Mas, por suerte, vivimos en una nueva era. La Red brinda la oportunidad de conseguir informaciones veraces; solo se necesita una pizca de paciencia en las búsquedas, varios gramos de escepticismo permanente pero razonable, y todo el sentido común que el talento de cada cual le permita.
De lejos no se les oye
En el caso que nos ocupa, ni siquiera es necesario tomar demasiada distancia ideológica. Es evidente que tanto al sistema político, como al poder financiero les interesan dos cosas: la primera es que la gente se mueva entre diferentes empleos básicos del sector servicios, con poco tiempo para pensar demasiado y unos ingresos suficientes para vivir cómodamente, sin protestar mucho y sin tener expectativas serias de permanencia y asentamiento. La segunda es que la emigración de estos jóvenes es una válvula de escape frente a la tensión social que pueda generarse por el desempleo, la corrupción y las injusticias palmarias. Y mientras menos españoles piensen, mejor les irá a sus próceres.
La fuga no cesa 
Aún resuenan las manifestaciones de Zapatero encumbrando la economía española, o las de González Pons, años después —ya gobernando el PP—, afirmando sin sonrojo que los que emigraban a la UE estaban “en su país”. Una forma muy sibilina de decir que, en realidad, los que venden pollo frito en los locales de la UE no son emigrantes porque están como en casa. Poca vergüenza es decir casi nada.


   


Han pasado los años, la fuga no ha cesado, el problema se ha enquistado y la opinión pública parece haberlo olvidado. Sin embargo, ahora es raro no encontrar un joven emigrante en cualquier familia. Por ello, mira bien al inmigrante que pasa frente a tu casa. Obsérvalo detenidamente antes de despreciarlo. Podría ser tu propio hijo.