domingo, 13 de junio de 2021

Opinión: Trato humano en un servicio de urgencias

 


 

Humanizar desde los despachos

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA

    

Uno de los objetivos prioritarios de la Unidad Clínica de Gestión de Urgencias (UGCU) para el año en curso, según el correo que me envía su equipo directivo, es la “Humanización en urgencias”. Esta brillante iniciativa se produce en una situación de colapso permanente; una situación en la que los enfermos con orden de ingreso en planta pueden permanecer hasta más de 72 horas en el área de urgencias, rodeados de cables y secuestrados en una cama en la que están obligados a depurar su organismo en diferentes recipientes de plástico o cartón reciclado. Solo gozan de la compañía de sus seres queridos dos horas al día. Algunos tienen peor suerte, no por ser ancianos nonagenarios y estar enfermos, sino porque además, ante la escasez de camas, tienen que ser atendidos en un cómodo sillón hasta 24 horas. Seguro que los miembros de la ‘Comisión de Humanización’ no saben lo que significa ese martirio.

  

Soy un animal. Un saurio trasnochado que necesita ser humanizado. Un médico impío y despiadado. Un sádico inmisericorde incapaz de empatizar con el dolor ajeno. Por todo ello, los mandos intermedios que dirigen mi servicio de urgencias quieren hacerme humano, significado literal de ‘humanizar’, según el DRAE.

El respeto a la dignidad de las personas es un elemento encarnado en la civilización y en cualquier sociedad realmente democrática. El respeto a la dignidad del ser postrado, el trato afable y comprensivo, la paciencia cómplice y compasiva, la mirada limpia de la esperanza y el gesto que gana su confianza, forman parte del ADN de la Medicina y de una gran parte de sus profesionales médicos y de enfermería.

No concibo que un trato inhumano sistemático pueda convivir felizmente con la cualidad de ‘buen profesional’ en una misma persona. Los malos seguirán siéndolo y los buenos continuarán trabajando como lo han hecho siempre, por mucha comisión humanizadora que inventen, por muchos cursos ad hoc que organicen y por muchos panfletos de recomendaciones que exhiban, incluso donde puedan leerlos los familiares de los pacientes.

La iniciativa es innecesaria para lo relevante porque no cambiará actitudes personales, ni siquiera las de algún elemento de la misma comisión. Puede que sea imprescindible para cumplir los objetivos de la UGCU, sacar una buena nota y obtener la compensación económica pactada con los niveles superiores de la gestión sanitaria andaluza. Pero esto nada tiene que ver con el trato humano en la asistencia sanitaria.

Es mucho más necesario y humano trabajar para evitar el secuestro indigno de pacientes en el área de observación de urgencias, a veces durante días, porque no hay camas disponibles en el hospital, porque las altas diarias en las plantas se demoran incomprensiblemente y porque la organización funcional de otras unidades de gestión impide los nuevos ingresos que, con suerte, no se hacen hasta la siete de la tarde. Y cuando en los entreactos hay que mantener en sillones, durante muchas horas, a ancianos enfermos, nadie se rasga las vestiduras ni se habla de humanización. ¿Quién humaniza a nuestros humanizadores?

Resulta ofensivo que desde unos despachos sin corazón pretendan dar clases de trato humano a los que llevan años ejerciéndolo y bregando con todo tipo de zancadillas administrativas. Es más ofensivo aún cuando se sabe que ni el objeto ni la finalidad de sus cursos y recomendaciones son el bienestar de las personas enfermas, usadas por la administración, una vez más, como rehenes de su política.




La Consejería de Salud, a través de su fundación IAVANTE, organiza cursos de humanización para el personal sanitario. Curiosamente, estos cursos están patrocinados por Janssen Pharmaceutica, conocida por su vacuna para la COVID y filial de la poderosa corporación norteamericana, Johnson & Johnson. Es reconfortante comprobar que el noble interés por la humanización de la asistencia sanitaria en Andalucía traspasa nuestras fronteras.

Mi servicio no ha sido menos. Se han organizado cursitos acreditados por la Agencia de Calidad Sanitaria de Andalucía, que concede 0.2 créditos a los asistentes. La comisión de humanización ha conseguido que podamos disponer de tapones para los oídos y antifaces, para que los enfermos descansen mejor en el turno nocturno. No es broma. Así, y con la mascarilla puesta, estarán bastante más aislados del entorno.

También han elaborado unas recomendaciones para el personal sanitario, que afecta a la enfermería en gran parte. De forma resumida, las más novedosas son sugerencias para espaciar la toma de constantes, la administración de las medicaciones y las extracciones de sangre. También recomiendan “ajustar las alarmas de monitores y bombas de infusión”. Implícitamente están reconociendo que el área de observación se ha convertido en el aparcamiento de los pacientes estabilizados para los que el hospital no dispone de cama en planta. A un enfermo en situación grave e inestable no se le puede espaciar nada ni ajustar (¿silenciar?) las alarmas.


En este momento, alguna persona con su ingreso cursado en planta, sufre por no poder ni siquiera estirar las piernas. Podría estar sentadita en su habitación, viendo las noticias con un familiar querido, pero está sola y atada innecesariamente a unos cables que ya no precisa. Los tapones y el antifaz le parecen una befa cruel.

Es lo que tiene la humanización de los despachos


viernes, 11 de junio de 2021

Opinión: Atención Primaria después de la pandemia

 

Síndrome del Pisuerga

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA.

Por fin han enseñado la patita. Mejor dicho, por fin la realidad ha destapado la patita del Gobierno del Partido Popular en Andalucía. Disipada la neblina de los 100 días de cortesía, y mientras la densa niebla de la pandemia parece que empieza a aclararse, se van perfilando las fauces babeantes del lobo neoliberal.

La Atención Primaria en Andalucía fue una niña bonita de tez aterciopelada mientras duró el entusiasmo de un puñado de profesionales bien formados, que se sentían protagonistas de un giro histórico en la concepción de una asistencia sanitaria pública de calidad en su primer escalón. La niña se estropeó con cientos de granos que afearon su rostro. Abandonados presupuestariamente por los últimos gobiernos del PSOE, los centros de salud solo mantienen la fachada de un contenido que se asemeja cada vez más al de los antiguos ambulatorios.

La decepción de unos profesionales progresivamente funcionarizados es la madre soltera de la desidia, esa energía negativa que castra la iniciativa, invierte la sonrisa, impide la creatividad y anula el sentimiento de pertenencia a una empresa común. Y es, justamente, en esta fase del proceso cuando se producen dos hechos que determinarán el futuro de la política sanitaria en Andalucía: la llegada de la derecha al poder y la pandemia por el SARS-COV-2.

Con la ayuda de la ultraderecha de Vox y de la conocida promiscuidad política de C’s, el PP se tragó a Caperucita Roja en las últimas elecciones andaluzas. Si nefasta fue la gestión sanitaria del PSOE, sobre todo en las dos últimas legislaturas, la del actual consejero de Salud, Jesús Aguirre, apunta maneras y promete una postcrisis marcada por el “Síndrome del Pisuerga”. Aprovechando la pandemia —el río que pasa por Valladolid—, el consejero Aguirre parece dispuesto a convertir los centros de salud en consultorios telefónicos.

Cabe pues la sospecha de que detrás de esta reconversión, aparentemente circunstancial, exista un proyecto político para derribar el paradigma de la gestión cien por cien pública de la atención primaria de salud. Recuerden la voracidad privatizadora del Partido Popular en los años 90, de la mano del exministro y delincuente convicto, Rodrigo Rato.

Con la oferta mermada a golpes de citas “telemáticas”, llega el aburrimiento de la demanda; perdido el miedo a contagiarse en los hospitales y cansados del teléfono, los usuarios vuelven a dirigir sus pasos y sus quejas a los servicios hospitalarios de urgencias. Es de cajón: van donde no tienen barrera alguna de accesibilidad y donde creen que su problema de salud será resuelto en unas horas. Es la canción de siempre, pero con nuevos arreglos del autor.

Antes de la pandemia, los flujos asistenciales hacia las urgencias hospitalarias eran obligados por la inoperancia de los centros de salud, por las inadmisibles demoras de los especialistas y por las interminables listas de espera para pruebas diagnósticas e intervenciones quirúrgicas. Tal inercia centrípeta se nutría —y sigue nutriéndose— de la escasa conciencia ciudadana en una sociedad cuya solidaridad acaba cuando comienza el problema de cada cual.

En la recta final de la pandemia —si es que estamos en dicha fase— están siendo evidentes las prisas políticas por retomar los rituales tradicionales de interacción social (movilidad, fiestas, bares, espectáculos, etc.). Pero en los centros de salud siguen con el teléfono, como si se hubiera congelado el tiempo.

A los elementos que determinaban esas “migraciones dolientes” prepandémicas hacia los servicios hospitalarios de urgencias, ahora cabe sumarles la pasividad, lentitud e indolencia política de los responsables sanitarios para liberar a una atención primaria que ha quedado secuestrada entre líneas telefónicas, víctima del Síndrome del Pisuerga