Lo mejor es que mañana no nos peguen
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Un entrecortado «gracias, doctor»,
a pesar del lacerante dolor que le provoca la peor noticia de su vida. Un
suspiro de alivio al oír la melodía del «todo ha salido muy bien». Esas miradas
de reconocimiento. Una sana sonrisa de alegría. Un gesto sobrio, casi
reverencial, que delata un agradecimiento infinito. Un emocionado apretón de manos.
Una anciana que no está dispuesta a marcharse sin un beso.
Todos esos, y tantísimos más,
son momentos únicos que hacen de esta profesión la más bonita del mundo. Es tan
honda la emoción experimentada, que el profesional suele sentirse bien pagado. Y
lo es. Lo es en la vertiente humana, en el plano afectivo.
La actual pandemia por el
COVID-19, y las medidas decretadas por el Gobierno para contenerla, le están
proporcionando al personal sanitario de toda España momentos sublimes de
agradecimiento por parte de la población. Momentos diarios, absolutamente
nuevos, desconocidos, impensables hasta la fecha.
Los aplausos que suenan todos los días
en los balcones de este país reconocen el trabajo, adivinan el riesgo y
agradecen la dedicación de los profesionales. Son reconfortantes. Son
emocionantes.
Pero nadie olvida que se necesita
algo más para sobrevivir. Los hijos tienen la costumbre de comer a diario; sus
matrículas universitarias no se pagan con aliento. Los banqueros no aceptan ese
tipo de moneda. La enorme responsabilidad debe ser remunerada justamente. No es
lo mismo trabajar con personas que con cosas. No es igual.
Un enemigo invisible sitúa a
los trabajadores sanitarios, cara a cara, frente al vértigo de la parca y,
paradójicamente, convierte estos malos tiempos en días de vino y rosas con la
población a la que atienden, especialmente para los que llevan muchos años en
las trincheras. Hoy es el COVID-19. Antes fueron el SIDA, el SARS producido por
otro coronavirus, la Gripe Porcina o el Ébola, por citar unos cuantos.
Todo esto pasará.
Seguramente dejando graves secuelas personales, sociales, laborales y
económicas. Los más perjudicados, además de los muertos, serán los de siempre,
aquellos que ya contaban con pocos recursos para mantener una existencia digna.
Dicen que nada será como antes. En algunos aspectos sería deseable.
Un mes antes de la declaración de pandemia
por la OMS, el sindicato de enfermería SATSE denunciaba que las agresiones al personal sanitario en Andalucía se incrementaron un 50% en los últimos tres años. Desde la reforma del Código Penal de 2015, estos hechos se consideran un
atentado a la autoridad y pueden ser castigados hasta con cuatro años de cárcel.
Esta reforma no contempla
como delito las amenazas, injurias, vejaciones y coacciones. Salen gratis. O
casi. Como mucho, amenazar de muerte a un médico puede costar 120 euros. Y
ello, suponiendo que pueda demostrarse un hecho que se produce en la intimidad
de la consulta. Y siempre que el trabajador no renuncie a denunciarlo por miedo
a encontrarse una desagradable sorpresa a la salida del centro asistencial.
No deja de ser preocupante
que una sociedad necesite ordenar jurídicamente la agresividad de la población
contra aquellos que trabajan para cuidar su salud. Por ello son aún más
sorprendentes los aplausos de hoy.
El reconocimiento de los ciudadanos
es justo y gratificante: refuerza el ego y nos sube la moral. Pero no es
conveniente llevarse a engaño. Lo mejor es que mañana no nos peguen.