De huevos
rellenos y blancos errados
Héctor
Muñoz. Málaga
La
impotencia de muchas personas que padecen la crisis las lleva a buscar un
cabeza de turco en cualquier lugar. Ante la imposibilidad de desahogarse con
los responsables del malestar que invade la sociedad de hoy, arremeten contra
el primero que les contraría. Los trabajadores del sector “servicios” son un
blanco fácil.
Traspasar la puerta que separa los 42 grados de
temperatura callejera del oasis con aire acondicionado que ofrece fría cerveza y
tapitas recién hechas, es un trance psicodélico, lo más parecido a un orgasmo y
casi siempre mucho más barato. En esas se encuentra el hombre que acaba de
entrar al bar con la única preocupación de elegir su deseado tentempié: “Buenas
tardes, ¿me pone una caña grande de cerveza y una tapita de huevos
rellenos?”. Con una mirada que pretende ser cómplice y solidaria, el camarero
suplica paciencia al recién llegado porque está atendiendo la reclamación
verbal de una indignada señora que, a voces y con una clara intención de dar el
cante para ser oída, es decir, de provocar un espectáculo, solicita nombre y
apellidos del chico contratado que un día antes la había invitado a cambiarse
de mesa: “porque a mi no me humilla nadie”.
El meollo
del tema era, según pudo saberse, que la ciudadana -más cerca de los 70 que de
la juventud, muy pintada y arreglada-, habíase sentado en una mesa para seis, y
el camarero, ante la demanda de una familia que quería comer, la puso en otra
para dos. Tal afrenta merecía una respuesta al día siguiente.
Y allí se encuentra la
descendiente de fenicios, romanos, moros y cristianos, hecha una quilla rompedora,
pidiendo nombre y apellidos del osado empleado mientras sorbe un refresco de
limón; no solo ha conseguido la atención del público presente: acaba de ganarse
su antipatía. Por maleducada y corralonera.
Al otro se le están atragantando
los huevos. Rellenos. A un metro escaso de distancia, la pesada erre que erre.
Como si se tratara de un acuerdo tácito, el resto de clientes simulan no oír
nada mirando al limbo. La otra, consciente del poco tirón de su discurso,
decide la carga definitiva con toda su artillería: “porque si no fuera porque
mi marío está ingresado en el hospital…”. Ni por esas. Silencio, se
rueda. El encargado, condescendiente, le desea una pronta recuperación. Al
pobre marido.
Un hombre ya mayor, cliente
habitual de éstos que ya tienen puesta la copita de rioja antes de sentarse,
susurra por lo bajini: “qué pesada, por Dios. Yo soy el enfermo, y no me voy
del hospital si no me saca una grúa”. El de los huevos, rellenos, lo mira de
soslayo queriéndole decir: “como te oiga, el que va a salir de aquí, pero con
los pies por delante, vas a ser tú”. Oído, cocina.
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