El otro «maracanazo»
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Junio de 1970. Mundial de fútbol en
México. Son las tantas de la madrugada: dan, en blanco y negro, los partidos
más importantes; la selección brasileña, con Pelé y Jairzinho, la alemana con
Beckenbauer y el torpedo Müller, o la
italiana de Riva y Rivera. Un delirio para un niño de 11 años, enamorado del
cuero, del buen fútbol. Ni los bostezos intempestivos son capaces de provocarle
un mínimo pestañeo.
Ganó Brasil su
tercer mundial con juego de ensueño y con una afición –prácticamente todos los
brasileños– que se desquitaba, una vez más, de la tragedia de 1950, de aquella
final perdida en el santuario de Maracaná –el mayor estadio del planeta, construido
con recursos públicos, cómo no, y en tiempo record para ese evento– contra
Uruguay y contra cualquier pronóstico mínimamente racional: el maracanazo. Violencia desatada,
suicidios casi colectivos, llanto y silencio; enmudeció hasta el carnaval de Río,
que ya es significativo. La antigua colonia portuguesa se olvidó de la samba y
se vistió de luto. Si hay un país donde el fútbol se viva desde el parto hasta
la fosa, ese es Brasil. Si hay una sociedad que muera por sus colores esa es la
canarinha.
Por aquellos
tiempos, en plena Guerra Fría, regía el país un militar –Gaspar Dutra– conservador
y liberal, escorado a un imperio norteamericano obstinado en mantener su área
de influencia sudamericana frente a la amenaza soviética, ese fantasma
alimentado desde Truman hasta papi Bush.
Quiso utilizar el más que previsible triunfo de la selección, pero los
jugadores uruguayos le fastidiaron el festín propagandístico. Y se quedó
jodido, más aún cuando tres meses después perdió las elecciones.

Pues bien,
resulta que, 63 años después de aquella derrota histórica en Maracaná, las
cosas han cambiado bastante. Los brasileños han aprovechado el escaparate
futbolero para salir a la calle y clamar por los derechos, bienes y servicios
básicos que les están sisando. Lo mismo que en España, Italia, Portugal, Grecia,
Turquía, Chile y muchos otros más. Brasil, país que nos han vendido como «emergente»,
está tan sumido en la mierda de la corrupción, y en el más absoluto desprecio a sus
ciudadanos, como lo están los otros; la ventaja que tienen para ser oídos y
vistos es, precisamente, la Copa de Confederaciones. Y la están aprovechando a
pesar de que los manolos de Mediaset o los de Marca TV nos quieran pintar un
panorama distinto, una realidad virtual en lo que lo más importante es si
España jugará o no con doble pivote, o los diez goles que le han metido a un
grupo de polinesios. La Roja y el tiqui-taca
llevan jodiendo a los españoles desde que ganaron la Eurocopa de 2008,
porque justo desde entonces nos han venido engañando como a chinos –los de
antes, porque a los de ahora no hay manera–. Y si no, pregunten a más de uno, que
mientras colgaban en su balcón la bandera patria y cantaban el gol de Iniesta de mi vida, otros estaban firmando sus
cartas de despido.
Pero ya no es
lo mismo: no pueden impedir que conozcamos la revuelta popular de un país
hastiado que se ha tirado a la calle para reclamar su dignidad, lo que ya les
ha costado un muerto, y es previsible que no sea el único. La presidenta
Rousseff ha convocado gabinete de crisis. Según el diario El País, la remodelación del nuevo Maracaná ha costado 500 millones
de dólares y parece que aún no está acabado completamente. Cerca del mismo, la pobreza,
la insalubridad, la incultura y la delincuencia conforman la escena real, muy alejada
de los cánticos victoriosos. Este panorama es descarnadamente inmoral, tanto
como que nadie tenga reaños de suspender el campeonato, para, al menos en este
evento, enseñarles los dientes a los tiburones financieros, políticos y
mediáticos. Ya hay jugadores que comienzan a cuestionar esta sinrazón, y alguno
–el mismísimo Pelé– se siente como en la ladera de un volcán y pide
tranquilidad a las masas. Y como éstas decidan meterse en Maracaná, no va a ser
para felicitar a Blatter o a Platini.
Ojalá, con suerte y sin sangre, los brasileños desmonten esta pantomima y no se celebre un partido más. Menos fútbol y más agua potable. Menos millones para circos y más para escuelas. Menos grúas para gradas y más para viviendas. Menos corrupción y más vergüenza. Menos lucro y más salud. Menos alta gama y más autobuses.
A casita, chavales. Que se acabó la fiesta para la FIFA, Globo, Mediaset, y toda la estirpe de especuladores. Que se jodan.