Minorías
aplastantes
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
“Todos ellos llevan
muchos años orinando sobre el pueblo soberano: lo humillan, lo desprecian,
lo engañan, le roban, lo maltratan… en nombre de la democracia. No se puede
hacer nada”. Ésta podría ser la reflexión de cualquiera de los millones de
ciudadanos que se sienten así. Profesionales cualificados, obreros, artistas,
parados, empleados, científicos, desahuciados, funcionarios y parias de toda la
vida. Mujeres y hombres. Un lamento impotente ante la fuerza de los
acontecimientos. Un quejío ahogao por la insultante altivez de la propia
realidad. Una capitulación definitiva, una rendición a los pies de la evidencia.
¿Qué hacer?
Señoras y
señores: son los políticos. Comienzan su gira para las elecciones
europeas del 25 de mayo. Piden el voto con nuevas promesas de bienestar para
todos… Son los políticos: la correa de transmisión del poder real, el de las
grandes sumas; el que se esconde entre las bambalinas de las corporaciones, bancos,
mercados y marcas; el poder de los listos, el de los que nunca pierden. El del caballo
ganador.
El próximo 25 de
mayo culmina la liturgia electoral con el solemne acto de las votaciones:
los que se acerquen a las urnas elegirán 54 ‘eurodiputados’ españoles, que se
sentarán en los escaños del Parlamento de Europa junto a otros casi setecientos
políticos del resto de países miembros. Cinco añitos más. «Esta vez es
diferente», es el eslogan oficial.[1] ¿Diferente a
qué? ¿Diferente es mejor? ¿Qué ha ocurrido para que ahora tenga que ser distinto?
¿Hasta cuándo será diferente? ¿Hasta el 26 de mayo?
Seguramente no
serán pocos los que piensen que nada será diferente. Que todo seguirá igual… o
peor. Que el eslogan no es una promesa ni una declaración de intenciones. Que
no hay proyecto de cambio. Que seguirán machacando a la clase media e ignorando
a los desarrapados. Esta vez es diferente. Suena como una llamada
desesperada a la participación; es como decir: “Te hemos fallado, lo sabemos,
pero vótanos, que esta vez vamos a ser buenos, justos y honorables”. Quieren
que la gente vote. Primeramente, que voten a sus partidos, claro está; pero si
no fuese así… que voten.
Necesitan la
legitimación de la ciudadanía, porque ésta es su coartada singular.
Las cifras históricas les duelen, y temen que ahora sean peores: en las
elecciones europeas de 2004 y 2009, entre cinco y seis de cada diez potenciales
electores españoles se abstuvieron de votar. Si se tiene en cuenta la población
general, incluyendo a los menores de dieciocho años y a los incapacitados por
ley, el destino de más de treinta millones de ciudadanos españoles que no
votaron fue decidido por algo menos de dieciséis, que sí lo hicieron.
Estos números, en
crudo, por sí mismos, ya cuestionan la legitimidad de un sistema democrático
porque los elegidos lo son por aplastante minoría. Después, para terminar de
deslegitimarlo, ya se bastan ellos solitos con la sordidez de su propia sumisión
a intereses personales, de partido y, sobre todo, ajenos. Ajenos a ellos mismos
y a la tan manida soberanía popular con la que llenan su boca ante cámaras y
micrófonos.
Es necesario
desmontar de una vez por todas algunos tópicos creados por la
propaganda política electoral. Una de las muchas técnicas de la persuasión planificada
es la repetición controlada del mismo mensaje. Otra es que éste apele a
emociones, sentimientos y altos valores morales; las dos confluyen en
expresiones electorales, reiteradas hasta la saciedad, como deber ciudadano,
momento supremo, fiesta de la democracia, alta responsabilidad
cívica u honor soberano.
Esto es
particularmente observable en la jornada de reflexión, cuando por ley ya no
pueden pedir el voto para sí mismos; lo piden para el que sea, da igual, quieren
colas ante los colegios electorales para poder exclamar satisfechos: “¡Éstos
son mis chicos y mis chicas!”. Atrás quedan semanas de bochornosas grescas a
través de los medios de comunicación que cubren tales escenas teatrales, tan falsas como un combate de pressing catch.
El otro gran
cliché propagandístico se produce por la contraria: el abstencionista es un irresponsable
social, un haragán desafectado, sin conciencia ciudadana, un elemento pasivo que
prefiere quedarse todo el día en el sofá, en el campo o en la playa. No lo
dicen así: jalean al fiel votador y lo ponen en primer plano; simulan ignorar,
por ejemplo, a los cerca de veinte millones que se abstuvieron en 2009.
Existe cierta
confusión entre diferentes conceptos. Está escrito en el Diccionario de la
lengua española que ‘abstenerse’ quiere decir contenerse, refrenarse o privarse
de algo; también significa «no participar en algo a que se tiene derecho» o «ejercer
la abstención». Todas esas acepciones tienen un innegable perfil volitivo,
están íntimamente ligadas a la libertad individual de cualquier persona para
tomar una decisión determinada. Una decisión dictada por su juicio, por sus
valores o por sus emociones, pero absoluta y exclusivamente determinada por la
voluntad y el libre albedrío. Y como toda decisión, es un acto en sí misma: es la
acción de no hacer, de no decir o de no participar en algo o con alguien. Es,
simplemente, la decisión de no votar.
Por lo tanto, la
abstención es activa. Da igual que sea meditada y motivada, o que sea
fruto del hastío, el cansancio, la desafección, el desencanto o una invencible
sensación de inutilidad. La abstención es el acto de no votar. En ningún caso
podría considerarse una dejación de obligaciones o la omisión de un deber,
conductas que entrañan una trasgresión de normas impuestas por las leyes o por
los códigos morales ―sociales y familiares― vigentes en un momento histórico determinado
y aceptados de forma tácita como principios de comportamiento y de convivencia
en la sociedad. Solo sería punible en aquellos países ―los menos― cuyas leyes
obligan a sus ciudadanos a votar.
No es el caso
español. Aquí es un derecho, no un deber. En España se puede ser cívicamente
intachable sin pisar un colegio electoral, y el mayor de los sinvergüenzas aún
votando; es más: se puede ser cívicamente intachable a pesar de votar.
Depende de cómo se ponderen la utilidad, la eficacia, las consecuencias y los
beneficios sociales derivados del acto de elegir, mediante una papeleta, a
aquellas personas que se postulan para defender eso que pomposamente llaman
‘los intereses del pueblo soberano’.
Pero incluso más
allá de los intereses generales, depende del concepto mismo que se tenga de la
democracia, completamente denostada en la actualidad, convertida en una
abstracción sin contenido y pisoteada con descaro por aquellos que la pregonan
sin descanso desde los escaños conseguidos en las urnas. Precisamente por los
mismos que ahora arengan al electorado a que cumpla “su deber ciudadano de
votar”. ¿Es un acto de irresponsabilidad no participar en un proceso por el
cual se elige a las mismas élites que han provocado el desastre actual? Parece
más bien lo contrario.
Votar en blanco sí es votar. Existen grupos
ciudadanos organizados que abogan por tal posibilidad. Los partidarios de esta
respetable opción la llaman ‘abstención activa’, una construcción semántica incorrecta
que alude, sin duda, a la carga de protesta o inconformismo político que
expresan cuando acuden a un colegio electoral para introducir un sobre vacío
dentro de la urna. Para ellos, el voto en blanco
es el producto de una reflexión sobre la clase política y de una elevada
conciencia ciudadana. Aceptan el sistema pero no les convence ninguno de los
partidos en litigio.
Los sobres vacíos, es decir,
los votos en blanco, suman en el total de sufragios sobre el que se calcula la
distribución de escaños. Según los expertos y analistas políticos, con la Ley Electoral vigente,
el voto en blanco afecta al resultado final, y lo hace en perjuicio de los
partidos minoritarios. No se traduce en escaños vacíos. De hecho, los movimientos
en su favor reivindican un cambio legislativo en tal sentido, pero mientras
éste no se produzca, votar en blanco es alimentar al oligopolio político y al
sistema bipartidista, el de los buenos y malos, el de “o estás conmigo o estás
con aquél”, el del inútil ‘voto útil’ de los ciudadanos; un sistema basado en
una fórmula matemática del siglo XIX, la ley de D’Hont, que mantiene al
electorado dividido en dos bloques políticamente irreconciliables. Un público
fragmentado en solo dos colores, bajo el yugo hipnótico de la propaganda
actual, la que algunos politólogos denominan “campaña electoral permanente”.[2]
Votar nulo también es votar. Pocos hablan de esto. La media de votos nulos en las tres
últimas elecciones europeas fue de 140.000, una cifra nada despreciable. El
voto nulo es un voto ‘defectuoso’, pero nadie ―mejor dicho, casi nadie― sabe en qué proporción lo es
por error o por intención; cuesta creer que tantos miles de personas puedan
errar en un procedimiento aparentemente tan sencillo, y si así fuera habría que
preguntarse por qué casi el uno por ciento de los votantes lo hacen mal. Por el
contrario, puede entenderse que aquellos que son voluntariamente nulos
(escribir, por ejemplo, la palabra ‘corruptos’ en la papeleta) reflejan
inconformidad, incluso desprecio por el sistema.
El voto nulo no cuenta para el
cómputo electoral pero sí para el del número de participantes en el proceso. Su
único valor es el resultado de restar a la abstención. Es como un invitado
invisible: se sabe que está pero no se le puede conocer. Al no ser válido no
favorece la bipolaridad parlamentaria, como ocurre con el voto en blanco, pero
cuenta para los señores del sistema; éstos tienen la cínica osadía de lamentar
el voto nulo como producto del desconocimiento, la incultura o la discapacidad.
Prefieren llamar imbéciles a los 140.000 votantes nulos, a plantearse que
muchos de ellos lo hagan por desacuerdo y malestar.
El sistema es como un
restaurante malo. Los votantes son esos
clientes fijos que van a cenar cada cierto tiempo. No siempre eligen el mismo
plato, cambian sus preferencias cuando no comen bien o les resulta caro; siguen
entrando porque no hay otro y porque no contemplan una alternativa mejor. Son
comprensivos y tolerantes: del pescado podrido dicen que tiene un sabor ‘algo
fuerte’. “El próximo día pediremos carne”.
Los abstencionistas son
aquellos a los que no les gusta el restaurante o no les apetece ir. Muchos ya lo
conocen, la mayoría, y no están dispuestos a pagar por la bazofia que se les
sirve. Simplemente no entran. Cenan en casa. “Comeremos ahí cuando no timen a
sus clientes”.
De vez en cuando llega un señor
con traje blanco de lino, se sienta y no pide nada. Protesta educadamente y
deja constancia de su desagrado. “No me gusta ningún plato”. Paga el cubierto y
se marcha. Es como votar en blanco.
Raramente llega algún
despistado por error, o un cabreado con razón. Entran pero no se sientan; el
primero se va de inmediato y el otro se queda dos minutos, el tiempo justo para
dar cuatro gritos y molestar al encargado. Éstos son los votos nulos.
“No todos los políticos son
malos”. Este es un argumento irrebatible. Lo
esgrimen los propios agentes políticos, los militantes, los allegados de algún
cargo electo y la gente de buena fe. Pero no es solo un problema de maldad, ni
siquiera ésta es el principal. Tampoco es mera cuestión de incompetencia:
asumir esta tesis como única, significa justificar sus desmanes; ni son tan torpes
ni es tan difícil hacer política. Hay profesiones mil veces más complicadas. En
realidad es un problema de sumisión y de interés.
Efectivamente, cualquier
generalización es injusta, es fuente de estereotipos y es gratuitamente
estigmatizadora. Pero ¿cuántos políticos obran en conciencia cuando, sabiendo
lo que saben, leyendo lo que leen, escuchando lo que escuchan o viendo lo que
ven, actúan ―a tiempo― en contra de
la disciplina de partido y a favor del auténtico interés general? ¿Cuántos de
ellos denuncian ―a tiempo― las redes de intereses que conocen perfectamente? Muy pocos, y en
España menos. Son sumisos voluntarios pegados como una lapa a un cargo, un
sillón o un escaño. Probablemente no son tantos los que roban directamente; el
problema son los que callan o silban distraídamente girando el cuello hacia
otro lado. Y cuando alguien levanta la liebre, ninguno sabe nada y mienten
hasta la náusea; el que puede salta de un cargo a otro buscando el aforamiento
como el que busca las casillas seguras del parchís. Ésta es otra: según Europa
Press,[3] en España hay dos mil políticos aforados, desde el presidente del
Gobierno hasta el último de los parlamentarios de cualquier comunidad autónoma,
pasando por instituciones como el Tribunal de Cuentas. No pueden ser juzgados
por los mismos tribunales que el resto de ciudadanos. Elaboran leyes, las debaten
y las sancionan en el nombre de los que los votan, no en el de la mayoría
ciudadana, como matemáticamente ha quedado demostrado; y con algunas de ellas
se cubren las espaldas en caso de tribulación.
¿Saben qué votan los que votan?
Saben lo que les prometen y poco más. Unos acuden a
los colegios electorales a apoyar un color, como el que va a animar a su equipo
en un partido de fútbol; son seguidores ‘de toda la vida’, de izquierdas o de
derechas: “Este partido lo vamos a ganar”.
Otros, menos competitivos,
otean la situación, analizan las apuestas y se deciden por el galgo que creen
más rápido. Aquí entran en juego los sondeos electorales: la publicación de los
resultados de las encuestas como hechos noticiosos de primera magnitud es otro
gran instrumento propagandístico cuyo objeto es dirigir la atención de la
sociedad hacia ciertos temas y enmarcar el debate político; es lo que algunos
teóricos denominan “sondeocracia”.[4]
Pero también se vota por
despecho: son los que se sienten estafados y cambian sus preferencias de unos
comicios a otros; no faltan a una sola cita electoral; muchos de ellos esperan
castigar de esta forma a los últimos traidores. Aún se creen protagonistas
decisivos. Una honorable tozudez democrática que les impide ver su propia
perspectiva: así llevan décadas. Son los que no soportaron la OTAN de Felipe González ni la
corrupción de su último mandato: y ganó Aznar. Ocho años después, odiaron la
guerra de Irak y las mentiras del 11-M: votaron a Zapatero en 2004 y castigaron
al PSOE en 2011 por no avisar del tsunami, plegarse al poder económico y
abrir las puertas a los recortes sociales con una reforma constitucional ―hecha a hurtadillas― que estableció un ‘techo
de deuda pública’; y así triunfó el PP de Rajoy, con mayoría absoluta de
diputados y senadores. Resultado: de entrada el descarado incumplimiento de
importantes promesas electorales, mentiras admitidas y justificadas por ellos
mismos. Más pobreza, más dinero para los bancos, más paro, peores condiciones
laborales, amnistía fiscal para los grandes defraudadores, millones de euros para
‘indemnizar’ el despido de especuladores, amparo de estafadores, corrupción institucionalizada,
financiación ilegal de partidos y sindicatos… y todo lo que aún ni se conoce ni
es probable que se sepa. ¿Qué votarán ahora los despechados? ¿Otro viraje a la
izquierda?
El caso de la izquierda
española de los últimos veinte años es más sangrante,
si cabe, que el declarado pragmatismo ultraliberal de la derecha. ¿Por qué?
Porque ha engañado aún más, que ya es decir; y lo que es mucho peor: ha
traicionado a un electorado comprometido ideológicamente y, en muchos casos,
emocionalmente. “Ni una mala palabra, ni una buena acción”, que diría José
María García. Los políticos españoles que se autoproclaman progresistas y de
izquierdas se colocan el mono de trabajador para sus apariciones públicas;
debajo, en realidad, lo que llevan puestos son trajes caros y vestidos de
diseño. Después cuelgan el mono azul en sus despachos y toman decisiones con las
mismas lógicas que los conservadores. Las del mercado. De vez en cuando, un
gesto para la galería, que no es cuestión de perder votos.
El ejemplo de Andalucía, en la
que gobierna ‘la izquierda’ desde hace 32 años, es revelador. Dicen que este pueblo, antaño olvidado, ha experimentado un desarrollo
nunca visto, gracias a ellos. ¿Desarrollo? ¿Por las carreteras? ¿Las escuelas?
¿Los hospitales? ¿El Parque Tecnológico de Málaga? ¿La Exposición Universal
de Sevilla? Como decía Pier Paolo Pasolini, es imperdonable confundir
‘desarrollo’ con ‘progreso’. Una sociedad que progresa es aquella que avanza
con una educación de calidad; no basta con que sea universal y gratuita, tiene
que ser buena de verdad. Las tasas de abandono escolar en Andalucía siguen
siendo escandalosas. Los jóvenes que llegan a la universidad no han leído un
artículo científico en su vida; es más, muchos no han leído nada. Los
profesores pueden dar fe de esta afirmación.
La gestión socialista en la Junta ya era de corte
neoliberal incluso mucho antes de que Manuel Chaves le concediera a la Duquesa de Alba la medalla
de hija predilecta de Andalucía en el año 2006. Una de sus consejeras, María
Jesús Montero, fue responsable de feroces recortes sanitarios, sobre todo en
personal, en los nueve años que estuvo al frente de Salud y Bienestar Social
desde que en 2004 llegara al cargo. Aún hoy, muchos de aquellos médicos y
enfermeros siguen sufriendo contratos precarios o están en la bolsa del paro.
Susana Díaz, actual Presidenta de la
Junta , la ha puesto al frente de la Consejería de Hacienda
y Administración Pública. Todo un premio. Montero: salud y dinero.
Según El País, Andalucía
es la región europea con mayor tasa de paro[5]. Esta comunidad se ha desarrollado por la inercia de los tiempos, pero
no ha progresado. El bastión del socialismo español se tambaleó en 2012 cuando
el PP ganó las elecciones autonómicas. La mayoría de los electores votó a la
derecha pero el Gobierno resultante fue más de ‘izquierdas’ que nunca.
Izquierda Unida pactó con el PSOE para conseguir la vicepresidencia de Valderas
y un par de consejerías. Si en 2009 los diputados de IU votaron junto al PP en
contra de la investidura de Griñán, tres años después lo hicieron Presidente. Toda
una lección de coherencia ideológica. Poco después, mientras el diputado
Sánchez Gordillo gamberreaba en los supermercados, Griñán preparaba su aforada
salida hacia el Senado, acorralado por la justicia ante su presunta
participación en una red de corrupción institucional. ¿Qué ha hecho en todo
este tiempo IU? Agarrarse a los escaños conseguidos y cuatro gestos para
conseguir otros tantos titulares periodísticos. Los de IU están tan rendidos a
la banca como la Presidenta Díaz ,
que no tiene ningún pudor en fotografiarse, satisfecha por los acuerdos
alcanzados, con Botín y González, presidentes del Banco de Santander y del
BBVA, respectivamente. Lo que no se ha explicado es a cambio de qué ―ni de cuánto― le van a prestar dinero estos dos grandes tiburones.
¿Y qué han dicho Valderas y Sánchez Gordillo de esto? ¿Qué opinarán de la foto de toda una Presidenta de Andalucía con los legionarios, ante el Santísimo Cristo dela Buena Muerte
y Ánimas, en la Semana
Santa de Málaga? ¿No estamos en un estado laico? Igual busca
el voto de los penitentes, vaya usted a saber. A estas horas podría estar
pensando en visitar la Feria
de Abril y departir con los señoritos de pelo engominado y caracolillos
cogoteros.
Emilio Botín besa la mano de Susana Díaz. ANDALUCES.ES |
¿Y qué han dicho Valderas y Sánchez Gordillo de esto? ¿Qué opinarán de la foto de toda una Presidenta de Andalucía con los legionarios, ante el Santísimo Cristo de
Susana Díaz en la Semana Santa de Málaga. EFE |
Como se puede deducir fácilmente, la herencia ideológica de la izquierda española ha quedado reducida a la propaganda y al populismo barato. Si son dignos de su confianza, vótenlos.
¿Saben los votantes a quiénes
votan? Normalmente conocen los nombres de los cabezas
de lista de los partidos mayoritarios, y de ellos saben lo que los medios,
particularmente la televisión, les ofrecen. En este punto es conveniente
recordar que los partidos políticos cuentan con poderosos departamentos de
comunicación y relaciones públicas; éstos elaboran información, tanto escrita
como audiovisual, y la envían a los medios, ya empaquetada y de forma gratuita.
A cualquier cadena de televisión puede interesarle hacer uso de ella,
ahorrándose los gastos de una cobertura propia. Si, además, coinciden las
líneas ideológicas y los intereses políticos ―que suelen coincidir―, miel sobre hojuelas.
El resultado, en cualquier
caso, es que el futuro votador solo recibe la imagen y el mensaje que los
aspirantes quieren que reciba; lee, oye y ve lo que ellos deciden qué es lo que
tiene que ver, oír o leer. Y cómo tiene que hacerlo. Para las próximas
elecciones europeas, cada partido presentará una lista de 54 candidatos. La
ciudadanía tendrá información enlatada de uno, dos o tres, como mucho. Parco
bagaje democrático.
Para comprar una lavadora, un
ordenador portátil, un seguro de vida, una camisa o un kilo de carne, la gente
indaga, pregunta, prueba o compara diferentes opciones antes de tomar una
decisión. Muchas personas podrán estar más o menos influenciadas o persuadidas
por la intoxicación publicitaria, pero finalmente eligen un producto en base a
una ponderación previa. Invierten tiempo, esfuerzo y dinero porque esperan una
compensación, aunque siempre podrán equivocarse, qué duda cabe. Sin embargo
¿quién
conoce al último candidato de una lista electoral? ¿Quién conoce su formación,
su currículo profesional o su trayectoria política?
Y aún peor: los elegidos para una institución, sea el
Congreso, un ayuntamiento, un parlamento autonómico o el europeo, ni siquiera son
los que diseñan las líneas maestras de sus políticas sociales, laborales y
económicas. Las votan y las sancionan, sí, pero los verdaderos ideólogos están
en la sombra. Nadie los conoce. Tan alejados están del ciudadano que necesitan
brazos ejecutores que traduzcan la pesada letra de las leyes y los decretos al
lenguaje de la vida de las personas: el lenguaje de sus derechos, sus
bolsillos, sus contratos, sus nóminas, su salud, su seguridad, su dignidad, sus
hijos, sus padres o sus abuelos. A estos ‘brazos ejecutores’ se les conoce aún
menos y no van en ninguna lista electoral: son los delegados, secretarios,
subsecretarios, gerentes, subgerentes, directores, subdirectores, asesores, coordinadores…
Todos son cargos ‘de confianza’ elegidos a puro dedo. Y éstos son los que más
joden al personal, porque aplican las normas con un valor añadido: el de sus
propios intereses, que no son otros que rendir buenas cuentas, conservar el
cargo y coleccionar medallas a costa de gente que no los ha votado para nada.
Trepar, trepar y trepar. A la chita callando.
Definitivamente, introducir la papeleta en una urna no es
muy diferente a comprar un décimo de lotería. Lo más probable es que no toque.
El déficit democrático es tan abismal que el pueblo soberano nunca llega
a conocer a los que gobiernan su día a día. La transparencia no existe ni podrá
existir mientras se alimente este sistema de castas.
Los primeros sondeos ya predicen un alto nivel de
abstención en las elecciones europeas del próximo 25 de mayo. Los políticos
están asustados, aunque quieran disimularlo. Van a chantajear al pueblo, no lo
duden. Van a decirle que ahora, más que nunca, hay que votar. Siempre necesitan
los votos ‘más que nunca’. Es el mensaje del miedo: “Si no votáis aún será peor;
por vuestra culpa, por vuestra gran culpa”.
En base a todo lo expuesto, se podría ir concluyendo que
el comportamiento de los próceres de la patria, ahora abanderados del
europeismo, ha llevado a la sociedad española a la pobreza económica y a la
indigencia intelectual. Un rico país nadando en la miseria. Tierra de genios
convertida en erial cultural. ¿Por qué se habría de mantener este sistema?
Para todos aquellos que entiendan que su voto únicamente
contribuirá a mantener el estatus de una élite política empecinada en medrar,
la abstención es la única opción digna. No está en juego la riqueza, que anda
perdida; lo que está en juego es la inteligencia, el orgullo y la memoria. En
éstas, y en las próximas elecciones que vengan, se dirime el concepto mismo de
la democracia, el del poder ciudadano, excluido sistemáticamente de las grandes
decisiones: las que toman en su nombre sin contar con él. Que sigan haciendo y
deshaciendo a su antojo. Pero que lo hagan en propia representación, sin testaferros.
La abstención siempre fue un derecho. Hoy es una
obligación, un acto de responsabilidad. Es la única forma de comenzar a
desmontar un sistema que oprime a todos, excepto a los que tanto interés tienen
en salir electos. Es la única vía que tiene la ciudadanía para no ser cómplice
de que en los tres primeros meses de 2014 Repsol haya ganado más de ochocientos
millones, el BBVA más de seiscientos o el Santander más de mil; no por que los
hayan ganado, sino porque lo han hecho a costa de mucho sudor, demasiadas
lágrimas y alguna gota de sangre. Si el pueblo quiere ser aliado de su propia
miseria que vote pues. Que tire del carro ―como hizo hace dos siglos con el
sátrapa Fernando VII― y que vuelva a exclamar “¡Vivan las caenas!”. Si quiere
dar una verdadera lección de madurez, personalidad y seriedad ante la comunidad
internacional, que se abstenga masivamente. Que todos sepan de una vez que los
españoles no son un rebaño de cabras que dejan un reguero de cagarrutas a su
paso.
Frente a las aplastantes minorías: abstención masiva. ■
Hector, como siempre admiro tu forma de escribir y tu claridad de exposición. Yo mismo me debato entre la abstención y el voto. Me pasé hace muchos años al voto en blanco, luego al nulo pero muy explícito y coordinado en una campaña, y ahora...
ResponderEliminarPero da la casualidad de que los políticos que conozco personalmente son gente honrada y trabajadora. Y no va a ser casualidad. Como tu mismo a señalado, debe haber muchos así. Lo sueño quita que el sistema tenga su perversidad: cuando veo a Botín besando la mano de Diaz recuerdo El Gatopardo: " cambiemos lo accesorio para que no cambie lo fundamental". Pero un salvapatrias redentor que aprovechara una desafección política generalizada ( aunque ganada a pulso ¡ y tanto ! ), me parece aún peor. Y no veo demasiada gente con alternativas creativas y positivas y mínimamente factibles... No se, si he conseguido transmitirse mi confusión
Hector, como siempre admiro tu forma de escribir y tu claridad de exposición. Yo mismo me debato entre la abstención y el voto. Me pasé hace muchos años al voto en blanco, luego al nulo pero muy explícito y coordinado en una campaña, y ahora...
ResponderEliminarPero da la casualidad de que los políticos que conozco personalmente son gente honrada y trabajadora. Y no va a ser casualidad. Como tu mismo a señalado, debe haber muchos así. Lo sueño quita que el sistema tenga su perversidad: cuando veo a Botín besando la mano de Diaz recuerdo El Gatopardo: " cambiemos lo accesorio para que no cambie lo fundamental". Pero un salvapatrias redentor que aprovechara una desafección política generalizada ( aunque ganada a pulso ¡ y tanto ! ), me parece aún peor. Y no veo demasiada gente con alternativas creativas y positivas y mínimamente factibles... No se, si he conseguido transmitirse mi confusión
Claro que entiendo tu dilema, fruto de una reflexión que ojalá hiciera mucha gente. La última vez que voté fue en el 82, esperando aquel "cambio" que nos prometió Felipe González. me sentí tan engañado que no he vuelto a pisar un colegio electoral. Y parece que el tiempo no me ha quitado razón... Está claro que no he conseguido gran cosa, pero al menos puedo decir que las tropelías que cometen no cuentan con mi autorización. En cualquier caso, ya me parece importante que, al menos, nos planteemos estas cuestiones. En cuanto al "salvapatrias", entiendo que te refieres a la emergencia de algún grupo radical. No lo creo porque realmente aunque solo hubieran cien votantes, los porcentajes seguirían siendo los mismos. Ten en cuenta que los políticos detestan la abstención porque no saben a ciencia cierta si les perjudicará o no. Los del PP piensan que la abstención puede venir de exvotantes suyos, desencantados con el Gobierno, y los del PSOE temen lo mismo. Quizá haya más riesgo de un partido tipo Amanecer Dorado con una alta participación. Ya veremos.
EliminarGracias por tus comentarios y un fuerte abrazo.
Héctor.