Síndrome del Pisuerga
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA.
Por fin han enseñado la patita. Mejor dicho, por fin la realidad ha
destapado la patita del Gobierno del Partido Popular en Andalucía. Disipada la
neblina de los 100 días de cortesía, y mientras la densa niebla de la pandemia
parece que empieza a aclararse, se van perfilando las fauces babeantes del lobo
neoliberal.
La Atención Primaria en Andalucía fue
una niña bonita de tez aterciopelada mientras duró el entusiasmo de un puñado
de profesionales bien formados, que se sentían protagonistas de un giro
histórico en la concepción de una asistencia sanitaria pública de calidad en su
primer escalón. La niña se estropeó con cientos de granos que afearon su rostro.
Abandonados presupuestariamente por los últimos gobiernos del PSOE, los centros
de salud solo mantienen la fachada de un contenido que se asemeja cada vez más
al de los antiguos ambulatorios.
La decepción de unos profesionales
progresivamente funcionarizados es la madre soltera de la desidia, esa energía
negativa que castra la iniciativa, invierte la sonrisa, impide la creatividad y
anula el sentimiento de pertenencia a una empresa común. Y es, justamente, en
esta fase del proceso cuando se producen dos hechos que determinarán el futuro
de la política sanitaria en Andalucía: la llegada de la derecha al poder y la
pandemia por el SARS-COV-2.
Con la ayuda de la ultraderecha de Vox y de la conocida promiscuidad
política de C’s, el PP se tragó a Caperucita Roja en las últimas elecciones
andaluzas. Si nefasta fue la gestión sanitaria del PSOE, sobre todo en las dos
últimas legislaturas, la del actual consejero de Salud, Jesús Aguirre, apunta
maneras y promete una postcrisis marcada por el “Síndrome del Pisuerga”.
Aprovechando la pandemia —el río que pasa por Valladolid—, el consejero Aguirre
parece dispuesto a convertir los centros de salud en consultorios telefónicos.
Cabe pues la sospecha
de que detrás de esta reconversión, aparentemente circunstancial, exista un
proyecto político para derribar el paradigma de la gestión cien por cien pública
de la atención primaria de salud. Recuerden la voracidad privatizadora del
Partido Popular en los años 90, de la mano del exministro y delincuente
convicto, Rodrigo Rato.
Con la oferta mermada
a golpes de citas “telemáticas”, llega el aburrimiento de la demanda; perdido
el miedo a contagiarse en los hospitales y cansados del teléfono, los usuarios
vuelven a dirigir sus pasos y sus quejas a los servicios hospitalarios de
urgencias. Es de cajón: van donde no tienen barrera alguna de accesibilidad y
donde creen que su problema de salud será resuelto en unas horas. Es la canción
de siempre, pero con nuevos arreglos del autor.
Antes de la pandemia,
los flujos asistenciales hacia las urgencias hospitalarias eran obligados por
la inoperancia de los centros de salud, por las inadmisibles demoras de los
especialistas y por las interminables listas de espera para pruebas
diagnósticas e intervenciones quirúrgicas. Tal inercia centrípeta se nutría —y
sigue nutriéndose— de la escasa conciencia ciudadana en una sociedad cuya
solidaridad acaba cuando comienza el problema de cada cual.
En la recta final de la pandemia
—si es que estamos en dicha fase— están siendo evidentes las prisas políticas
por retomar los rituales tradicionales de interacción social (movilidad,
fiestas, bares, espectáculos, etc.). Pero en los centros de salud siguen con el
teléfono, como si se hubiera congelado el tiempo.
A los elementos que determinaban
esas “migraciones dolientes” prepandémicas hacia los servicios hospitalarios de
urgencias, ahora cabe sumarles la pasividad, lentitud e indolencia política de
los responsables sanitarios para liberar a una atención primaria que ha quedado
secuestrada entre líneas telefónicas, víctima del Síndrome del Pisuerga■
Donde está Lidia?
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