viernes, 11 de junio de 2021

Opinión: Atención Primaria después de la pandemia

 

Síndrome del Pisuerga

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA.

Por fin han enseñado la patita. Mejor dicho, por fin la realidad ha destapado la patita del Gobierno del Partido Popular en Andalucía. Disipada la neblina de los 100 días de cortesía, y mientras la densa niebla de la pandemia parece que empieza a aclararse, se van perfilando las fauces babeantes del lobo neoliberal.

La Atención Primaria en Andalucía fue una niña bonita de tez aterciopelada mientras duró el entusiasmo de un puñado de profesionales bien formados, que se sentían protagonistas de un giro histórico en la concepción de una asistencia sanitaria pública de calidad en su primer escalón. La niña se estropeó con cientos de granos que afearon su rostro. Abandonados presupuestariamente por los últimos gobiernos del PSOE, los centros de salud solo mantienen la fachada de un contenido que se asemeja cada vez más al de los antiguos ambulatorios.

La decepción de unos profesionales progresivamente funcionarizados es la madre soltera de la desidia, esa energía negativa que castra la iniciativa, invierte la sonrisa, impide la creatividad y anula el sentimiento de pertenencia a una empresa común. Y es, justamente, en esta fase del proceso cuando se producen dos hechos que determinarán el futuro de la política sanitaria en Andalucía: la llegada de la derecha al poder y la pandemia por el SARS-COV-2.

Con la ayuda de la ultraderecha de Vox y de la conocida promiscuidad política de C’s, el PP se tragó a Caperucita Roja en las últimas elecciones andaluzas. Si nefasta fue la gestión sanitaria del PSOE, sobre todo en las dos últimas legislaturas, la del actual consejero de Salud, Jesús Aguirre, apunta maneras y promete una postcrisis marcada por el “Síndrome del Pisuerga”. Aprovechando la pandemia —el río que pasa por Valladolid—, el consejero Aguirre parece dispuesto a convertir los centros de salud en consultorios telefónicos.

Cabe pues la sospecha de que detrás de esta reconversión, aparentemente circunstancial, exista un proyecto político para derribar el paradigma de la gestión cien por cien pública de la atención primaria de salud. Recuerden la voracidad privatizadora del Partido Popular en los años 90, de la mano del exministro y delincuente convicto, Rodrigo Rato.

Con la oferta mermada a golpes de citas “telemáticas”, llega el aburrimiento de la demanda; perdido el miedo a contagiarse en los hospitales y cansados del teléfono, los usuarios vuelven a dirigir sus pasos y sus quejas a los servicios hospitalarios de urgencias. Es de cajón: van donde no tienen barrera alguna de accesibilidad y donde creen que su problema de salud será resuelto en unas horas. Es la canción de siempre, pero con nuevos arreglos del autor.

Antes de la pandemia, los flujos asistenciales hacia las urgencias hospitalarias eran obligados por la inoperancia de los centros de salud, por las inadmisibles demoras de los especialistas y por las interminables listas de espera para pruebas diagnósticas e intervenciones quirúrgicas. Tal inercia centrípeta se nutría —y sigue nutriéndose— de la escasa conciencia ciudadana en una sociedad cuya solidaridad acaba cuando comienza el problema de cada cual.

En la recta final de la pandemia —si es que estamos en dicha fase— están siendo evidentes las prisas políticas por retomar los rituales tradicionales de interacción social (movilidad, fiestas, bares, espectáculos, etc.). Pero en los centros de salud siguen con el teléfono, como si se hubiera congelado el tiempo.

A los elementos que determinaban esas “migraciones dolientes” prepandémicas hacia los servicios hospitalarios de urgencias, ahora cabe sumarles la pasividad, lentitud e indolencia política de los responsables sanitarios para liberar a una atención primaria que ha quedado secuestrada entre líneas telefónicas, víctima del Síndrome del Pisuerga

 

 

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