En
primera persona
Héctor Muñoz. MÁLAGA.
La
tarde del día 26 del presente publiqué en el diario Sur de Málaga un
comentario, redactado en estilo informativo, a la noticia aparecida en dicho
periódico sobre el evento celebrado ese misma mañana en el hospital Carlos
Haya, para presentar a la prensa el exitoso ―y pionero en España― trasplante
renal cruzado[1]. El
comentario era, en sí mismo, otra noticia: la de que a un profesional,
relacionado con el sistema de donación de órganos y trasplantes, se le había
prohibido la asistencia al acto mencionado.
Ahora es el momento de contarlo con mayor detalle.
Resulta odioso tener que hacerlo desde la primera persona, puesto que los
ataques a la libertad de información y de expresión, tanto como a los derechos
laborales, son «cosa pública», y más graves, si cabe, cuando tales atentados
son cometidos por instituciones oficiales de poder; por ello, y despreciando el
protagonismo no deseado del que esto escribe, el recurso retórico de la primera
persona no es más que eso: un recurso necesario para no caer en el cinismo.
Pero entiéndase que a cualquiera puede pasarle mañana y que es un problema de
todos; la importancia no es que le pase a uno, o a una: lo relevante es que
está pasando.
Dos días antes del acto celebrado en el salón oficial
del hospital, recibo un correo electrónico en el que se me informa de la
llegada prevista de la consejera Montero «para un asunto relacionado con
trasplantes»; el informador baraja una posible hora de comienzo, pero sin
seguridad alguna. Conociendo, como conozco, el uso propagandístico que la jerarquía
política hace de los trasplantes, desde hace muchos años, intento investigar
algo más, pero nadie ―ni Google,
que ya es difícil― sabe nada. Ni un solo anuncio en el hospital, ni en
la web oficial; mis compañeros (uno de ellos miembro de la Comisión de trasplantes,
y otro de la mismísima Coordinación) afirman no conocer el evento, dos horas
antes de producirse. Sin embargo, al día siguiente la noticia es destacada en
todos los diarios locales malagueños y en los principales nacionales: del
secreto más absoluto, a una difusión mediática de máxima cobertura. Este hecho,
incontestable, habla por sí solo y delata las intenciones políticas de la Consejería , con su
línea comunicativa basada en el control de la información y el uso persuasivo
de la misma. Para ello emplea todos los medios a su alcance: también los represivos,
como me ocurrió a mí.
Pues bien, aunque un médico dedicado a la coordinación
de trasplantes no supiera nada, un vigilante de seguridad me confirma que a las
once y media hay evento. Efectivamente, desde 10 minutos antes, comienzan a
llegar las «personalidades» y otros de menor rango; saludo cordialmente a un
jefe de servicio ―o unidad de gestión clínica, como quieran llamarle― y a algún
compañero con el que más de una madrugada he tenido que compartir la ingrata
tarea de un protocolo de muerte cerebral. Algo más fríamente, cruzo un esbozo
de «hola, qué tal» con el director médico Prieto y el subgerente Terol. La
gerente Cortés pasa junto a mí ―en la puerta del salón de actos― dedicándole
una furtiva, pero atenta mirada a mi tarjeta de identificación. Están
esperando, inquietos, la llegada de Montero. Incómodo por la situación, me
asomo a la puerta del hospital para tragar aire fresco. Antes de alcanzarla
observo a una señora que encuentra un enchufe y pone su móvil a cargar. Dos
policías nacionales custodian la puerta principal; me miran, pero
afortunadamente, ni reparan en la lógica presencia de un tipo con uniforme,
fonendoscopio al cuello y tarjeta de identificación. Un neurólogo, sin bata
porque regresa de su desayuno para continuar pasando la consulta, sí es
requerido por los agentes, a los que les debe dar una explicación convincente
para poder entrar, explicación que finalmente aceptan, antes de oír quejarse al
facultativo: «Menos mal que no llevo mochila».
Mientras tanto, ya en la explanada de acceso, las
impolutas batas blancas de la gerente y su subalterno ―junto al no menos limpio
traje azul marino de uno que los acompañaba― destacan sobre el color oscuro metalizado
de dos buenos coches que acaban de entrar: la comitiva recibe a la recién
llegada; besos, apretones de manos y entrada triunfal. La consejera, sobrada
ella, sube con su séquito la escalinata principal; contrasta su seguro caminar
con los tropezones que los otros se van dando por seguir su estela. Ajenos a
toda la escena, se mueven los usuarios, pacientes y acompañantes, de un lado
para otro, buscando la consulta o la sala de radiología: un mundo real frente a
otro de diseño, ignorándose ambos.
Entra la reina y su corte en el salón de actos;
discreto, en un segundo plano, me coloco en la cola para acceder a la sala. A
medio metro de la puerta, me frena en seco un responsable de seguridad del
hospital, flanqueado por un vigilante y otros dos subalternos sin uniforme. La
puerta se cierra como una sentencia firme y el ruido del portazo se confunde
con las primeras palabras del celoso guardián:
―Caballero, usted no está…, no está permitido…
Es un acceso restringido.
―¿Ah, sí?
―Sí, es un acceso restringido.
―Pero… yo soy médico del hospital.
―Sí, pero no… ehh… no está permitido el acceso.
―¿Por?
―Órdenes de la Dirección.
―Ajá. Es para un tema de trasplantes…
―Sí, pero no me de… usted no puede…
―¿Yo?
―No, usted no…, ya no puede entrar nadie más, de los
que…
―¿Ningún médico del hospital puede entrar?
―En principio, en general… creo que no.
―Ajá. Muy bien. Y ¿a quién tengo yo que dirigirme
ahora o luego para…, bueno…, para que me den una explicación que no sea la que
usted me está dando, lógicamente?
―Hable usted con la subdirección…, en este caso la de Procesos
Industriales y ya allí…
―¿Subdirección de Procesos Industriales? ¿Dónde
está eso?
― En el pabellón de gobierno.
Saco del bolsillo mi libretilla, para anotar un nombre
que, a buen seguro, está destinado a perderse en mi memoria: es curiosa la
capacidad del lenguaje político-burocrático para inventar bizarras
denominaciones como si se tratara de fabricar trajes de camuflaje con los que
obstaculizar la visibilidad de la gestión.
―Entonces, usted me dice que ningún médico del
hospital esta autorizado…
―No, hay una lista de médicos autorizados… y yo
creo que ya están todos.
―Y ninguno que no esté en esa lista…
―Exacto.
―Muchas gracias.
Alguien sale en ese momento ―de forma inoportuna para
mi interlocutor― y alcanzo a ver cámaras y reporteros dentro, antes de volverse
a cerrar la puerta. Serenamente indignado, incluso con cierto placer morboso
por tener la oportunidad de relatar esta peripecia, hago ademán de media vuelta
y fuga, pero, pensándolo mejor, vuelvo al tema con cierta inquina y miro
directamente hacia su tarjeta identificativa, colgada al cuello con una cinta.
―Perdón, no le importa, ¿verdad?, que tome su…
―¡No hombre! ¡Que luego coge y me denuncia a mí, coño!
―acompañando esta súbita pérdida de compostura con una risotada y un hábil
movimiento de su mano derecha para dar la vuelta a su tarjeta de identificación
e impedir que anote su nombre y apellidos.
Tras conminarle a que cumpla su obligación de
identificarse, y asegurarle que no es mi intención denunciar a un simple
mandado que sólo hace su trabajo, el que le han encomendado, consigo que
pronuncie su nombre ―en tan bajo volumen de voz que casi uso el fonendo para
poder oírlo y anotarlo. Las caras de póquer de sus subordinados dirigen sincrónicamente
sendas miradas hacia la libretilla en la que yo apunto, como si estuvieran
siendo multados por un guardia civil de carretera; la identidad de su jefe es
tan insignificante para el caso que nos ocupa, como él mismo: no habla por su
boca, lo hace por la de aquellos y aquellas que, de un plumazo, lo pueden
mandar al paro ―o a un gulag― mañana mismo. Es ―aunque él no lo sepa―
una víctima más de un sistema fáctico disfrazado de valores democráticos.
Minutos después, comento el caso con dos delegados
sindicales que se ofrecen ―sin compromiso alguno, puesto que yo no soy afiliado
del sindicato para el que trabajan― a acompañarme de vuelta a la maldita puerta
del salón de actos para comprobar y testificar lo que previsiblemente va a
ocurrir de nuevo: que siguen sin dejarme entrar. Ya no está el jefe, pero sus
inferiores, ante los sindicalistas presentes, dan una nueva versión; ahora no
se permite la entrada porque el acto está finalizando. Si se coordinan para la
seguridad igual que para inventarse trolas, cualquier día de estos se llevan
una cama del hospital y ni se enteran. O un scanner. Es lo que tiene la
improvisación y las órdenes imprevistas.
Tal vergüenza debió de pasar uno de ellos, que una
hora más tarde acudió a buscarme, a mi puesto de trabajo, para disculparse en
nombre propio por el bochornoso atropello, disculpas que fueron ―cómo no―
aceptadas. De paso, se le fue la lengua y me confesó que, además de los dos
agentes uniformados de la Policía Nacional
que custodiaban la puerta, había otros tres de paisano; a éstos, en la Dictadura franquista,
les llamábamos «Los Secretas».
La principal conclusión de todo esto es que tienen
miedo, cuando lo que deberían tener es vergüenza. He contado lo que ocurrió, de
la forma más amena posible, y callo muchas cosas por no aburrir ni contaminar.
Lo he hecho, además, con exquisitas literalidad y textualidad. Recientes informaciones
revelan cierto cuestionamiento de la gestión del Carlos Haya. Se dice en diversos
mentideros que la gerente ha caído en desgracia porque «debe mejorar en la forma de llevar Carlos Haya y mantener una actitud
más abierta con los profesionales»[2].
Personalmente, la vi nerviosa, hiperalerta, preocupada; las fotos publicadas en
los periódicos, escritos y digitales, no parecen desmentir esta impresión.
Obsérvense con detenimiento. Creo que el traje le viene largo al actual equipo
de dirección. Este emblemático hospital no es lo que es por ellos; lo es a
pesar de ellos. Es hora de que se marchen, que ya les buscarán un despachito o,
si lo prefieren, que vuelvan a su labor original, suponiendo que todos tengan
plaza en propiedad. Y si algunos no la tienen, seguramente tendrán una
puntuación suficiente, en la bolsa de trabajo, para pillar alguna sustitución
temporal al 75%.
Imposible explicarlo mejor. Al suelo todo el mundo!!!!
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