Una pantomima vestida de rojo
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Esta
caló de Málaga me mata un día de estos. Los meses estivales son un
martirio para los que mal toleramos sus plomizas temperaturas. El hábito, el
vicio, de fumar aún resulta más pernicioso bajo una justicia de cuarenta
grados, pero da la oportunidad de observar cosas que pasan fuera del lugar
natural de trabajo e incluso dentro, al entrar y salir del mismo.
Sin ir más lejos, esta misma mañana ―once o doce, unas
horas ideales― he podido observar como dos operarios, ajenos a casi todo, se
entretenían en repintar de rojo los tramos intermitentes que señalan los
bordillos de la acerita del callejón de paso por la puerta de urgencias del
hospital Carlos Haya; una vía estrecha de un solo sentido, en la que el
retrovisor de una ambulancia, a la que te descuides, te envía al quirófano de
neurocirugía que ―a Dios gracias― no queda demasiado lejos. Los tramos blancos,
comidos de mugre, deben ser menos prioritarios porque no los han tocado. Será
mañana. Y es que todos sabemos que en verano los accidentes están al cabo del
día; la señalización vial es básica, y los que se ocupan de tan sublimes
menesteres celan sin fatiga ante cualquier detalle defectuoso. Que el cielo los
guarde, porque me temo que son los mismos que se van a pulir 30.000 pavos en
una nueva obra para las urgencias de este maltratado hospital. No insistiré más
sobre la inutilidad de las mismas y su fin propagandístico.
La verdad es que un propio, pintando de rojo chillón
un bordillo, tampoco es noticia destacable. Pero cuando coincide con que por
allí cerca pululan inadvertidamente ―no para mí― éstos de paisano con tarjetita
identificativa que susurran disimuladamente o departen distendidamente con los
guardias de seguridad, la cuestión varía: son como los pájaros que anuncian
tormentas, simplemente posados en una rama recia o volando sin rumbo
determinado.
Y tras el ritual del cigarrito ―no más de tres o
cuatro minutos― el pésimo aire acondicionado del hospital se convierte en un
oasis casi sensual que se ofrece a secar el sudor. Y al entrar, oído cocina: un
par de arquingenieros-aparejadoresperitas debaten con la supervisora de
enfermería diferentes dilemas estructurales; veo que uno lleva un plano de la
policlínica en la mano ―arma letal donde las haya― y duda en cuestiones de
espacio; el otro calla y piensa, mientras la enfermera hace lo que puede. Es
como un estudio a «triple ciego». No es de educación intervenir en
conversaciones ajenas y menos aún cuando el hecho de frenar el paso y mirarles
el plano ―con el derecho que da querer conocer lo que cuecen en tu lugar de
trabajo― genera resquemor y desconfianza. Además, la mala mañana y los
pacientes llegando en tromba no te permiten exquisiteces. Ni merece la pena
entretenerse con gente que están esperando ya las vacaciones de agosto y que
cumplen su papel en esta comedia de corral.
Enfilo la puerta del área de observación de urgencias,
y a mi izquierda, surgiendo de las hogueras de la policlínica, sale mi jefe
―acompañado no sé de quiénes― contento y feliz, aparentemente. Demasiadas
coincidencias: ver en cinco minutos todo el espectro humano, desde el que pinta
bordillos de rojo hasta el que más manda (o eso cree él) en un radio de veinte
metros, invita a pensar que están ultimando el faraónico proyecto de 30.000
euros. La semana que viene se piran todos a la playa y nos dejan la casa patas
arriba. Se admiten apuestas.
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