Bufé de carnaval
Héctor Muñoz. MÁLAGA
La
calidad de la comida que se ofrece a los trabajadores del Hospital Regional de
Málaga a través de una empresa privada contratada, viene siendo muy cuestionada
por los mismos, en cuanto a materias primas, elaboración y equilibrio
nutricional.
Solo los largos dientes del tenedor, clavados sobre la
negrura de los refritos trozos de cerdo, pueden distinguir éstos de otros más
blandos, igual de oscuros pero gachos, que se entremezclan sobre el blanco de
un pequeño plato. Dos materias dispares, desiguales, pero tan contagiadas entre
sí de color y sabor bajo el mismo aceite hirviente, que en la boca solo se alcanza
la certeza de la pétrea textura porcina.
A la hora de la cena el comedor de
la empresa es una larga sala, umbría y tristona; la penumbra de una iluminación
de crisis se acrecienta con el reflejo verderón de su fachada acristalada. En
las mesas, algunos empleados charlan en voz baja porque el cansancio no da para
mayores energías. El menú es un tema obligado, por malo, pero también comentan
su día de trabajo como si por momentos se olvidaran de las doce horas que
quedarán tras los postres. Una exasperante monotonía acaso rota por los clientes
de paisano que ocupan, entremezcladas con las de los laboratores, otras
mesas del recinto.
Son las diez de la noche. En la
entrada, un aviso de plástico amarillo previene del piso mojado, porque una de
las camareras está fregando las zonas que se van quedando vacías, pasando el
mocho a escasos metros de los pies de los aún comensales. Toda una indirecta.
Las bandejas apiladas en columnas se ocultan unas a otras la vergüenza de una
limpieza poco cariñosa. Solamente se delatan las primeras.
El recorrido por la barra, flanqueada
por una barandilla metálica que separa y añade un toque marcial a la cola, es
un viaje tan corto como desolador. Los sobrantes del almuerzo, algunos sin
disimulo de ningún tipo, producen un déjà vu gastronómico; otros,
travestidos con cuatro guisantes y pequeñas lonchas de panceta, provocan una
sonrisa resignada: es el mismo arroz ‘al curry’ del almuerzo. Querer
disfrazar esas aromáticas especias orientales con productos añadidos
―excedentes también― es como vestir a un mongol de torero: imposible no
percatarse. El periplo continúa hasta la caja en la que el capataz parece
querer recordar que el rancho es gratis con la tarjeta que graciosamente
proporciona a los que tienen que estar allí 24 horas seguidas de su vida. Un
dato: un empleado de origen asiático come de casi todo, excepto el arroz.
Pero hasta ese momento, el periplo
se parece a una partida de Super Mario Bros; los obstáculos se suceden:
macarrones con el suficiente orégano para dos o tres bodas italianas, filetes
de cerdo resistentes al filo del cuchillo, cubiertos por un generoso manto de
cebolla coloreada de naranja en un guiño a la vanguardia y al diseño
gastronómico que tantos días de gloria
está dando a la cocina española en el mundo entero.
Y a seguir trabajando. Antes, la
curiosidad vence a más de uno y alguien pregunta al camarero: “¿Qué son los
trozos oscuros que acompañan a la carne refrita?”. Tras diferentes teorías,
concluyen en que son las patatas de la guarnición.
Una empresa privada o un organismo
público pueden tener o no la obligación de proporcionar la comida a los
trabajadores que deben estar un día entero trabajando. Pero a lo que sí están
obligados es a respetar la dignidad y la salud de los mismos. Y hay quien se
pregunta si lo que dan pasaría un test de mínimos. Igual algún día los
sindicatos solicitan una inspección por sorpresa. O a lo mejor un particular se
presenta con un notario y recoge muestras. Porque el libro de reclamaciones no
es operativo; no lo fue, al menos, para uno que se comió un trozo de cristal
infiltrado en la comida que le sirvieron.
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