Los aspirantes (I)
HÉCTOR MUÑOZ.
MÁLAGA
El comienzo del verano de este año 2014 ha sido pródigo en
noticias sobre el Servicio de Urgencias del hospital Carlos Haya. Los diarios
malagueños, especialmente el de mayor difusión, el Sur, se han hecho eco
de la amenaza de huelga de los Médicos Internos Residentes (MIR) de segundo
año, obligados por la
Dirección del hospital a trabajar en urgencias por las
mañanas, en días laborables, durante los tres meses estivales en los que los
médicos adjuntos (médicos de plantilla) toman sus vacaciones anuales. Esto se
produce días después del anuncio de la inminente reestructuración
arquitectónica de dicho servicio.
Hay muchas personas ajenas al mundo sanitario que
preguntan ‘qué es un MIR’, tras
leer en los periódicos los titulares y las noticias sobre sus conflictos
laborales. Es curioso el desconocimiento popular sobre un sistema de formación
de médicos especialistas que ya tiene una historia de más de un tercio de
siglo. No pocos creen que son estudiantes; para muchos son esos médicos
‘jovencitos’ que aprenden y ayudan; y para otros son unas mentes superdotadas
que han conseguido ser especialistas con poco más de 25 años. Los que se
interesan algo más preguntan, acertadamente, por qué ‘internos’ y por qué
‘residentes’; y la primera respuesta es que no son ni una cosa ni la otra: ni
están internados ni viven en el hospital.
Por lo tanto, no parece que la actual denominación
de este colectivo de médicos generales sea acertada. Es arcaica, inexacta y
confusa. Para el que tenga alguna duda: son médicos generales; son ―y así serán
denominados a partir de ahora― Médicos Generales en Formación Especializada
(MEGFE)[1].
Y es muy conveniente que el ciudadano, como usuario del Sistema Nacional de
Salud (SNS) y contribuyente de la Hacienda
Pública , conozca todo lo relacionado con los MEGFE, porque
están en todos los puestos asistenciales: quirófanos, plantas de encame,
urgencias, paritorios, UCI, centros de salud, laboratorios, salas de
radiología, etc. Es muy improbable que un usuario de cualquier servicio
sanitario público no se encuentre, más temprano que tarde, con uno de estos
médicos. Otra cuestión es que no lo sepa o no le interese, siempre que se
considere bien atendido.
Estos médicos generales desempeñan sus funciones con
un horario laboral normal: una
jornada ordinaria, una serie de horas extraordinarias que se llaman guardias,
vacaciones y descansos reglamentarios. El Estado les paga por ello, y habilita otros
recursos necesarios para que, al mismo tiempo, estudien y aprendan lo
suficiente y, al cabo de cuatro o cinco años, consigan el título de médico
especialista con las garantías que la sociedad demanda. El día de mañana serán
―o al menos eso se pretende― buenos cirujanos, cardiólogos, urólogos, anestesistas,
etc.
Los MEGFE son pues, mayoritariamente, jóvenes médicos
generales recién salidos de una facultad. Con sus títulos, estrenándolos,
acceden a una dura prueba teórica de carácter estatal que, una vez superada,
les permite ingresar en un hospital acreditado, habitualmente público, para
obtener durante cuatro o cinco años la formación suficiente y poder conseguir
así el correspondiente y ansiado título de especialista, una vez superadas las
diferentes evaluaciones que marca la ley[2].
Durante todo ese tiempo perciben un salario y un complemento por las guardias
realizadas.
El montante total de sus retribuciones varía en función de la comunidad autónoma, y ha
sufrido un decremento considerable como consecuencia de los recortes derivados
de la actual crisis económica, al igual que ha ocurrido con el resto de estamentos
profesionales. Según un estudio de la Confederación
Estatal de Sindicatos Médicos (CESM), presentado en
septiembre de 2013[3], la
media de ingresos brutos de este colectivo ronda los 30.000 euros anuales para
un MEGFE de segundo año que haga cuatro guardias mensuales. Algo menos cobrarían
los de primer año, cuya labor asistencial es completamente tutorizada por ley,
y algo más los de cuarto y quinto año, habilitados legalmente para una mayor
adopción de responsabilidades, siempre bajo la guía del staff[4],
ya que no dejan de ser médicos generales hasta la validación del título de
especialista al terminar el periodo formativo.
El número de MEGFE que no superan el periodo
formativo, por no ser considerados aptos, es ínfimo, por no decir inexistente. Prácticamente,
salvo abandonos y desgracias personales, todos ellos ―miles todos los años―
salen con el título bajo el brazo. El sistema de evaluación se realiza a través
de las comisiones y unidades docentes de cada uno de los hospitales
acreditados, mediante una red de tutores que son médicos adjuntos de los
diferentes servicios, encargados de calificar al ‘residente’ en sus diferentes
rotaciones y en su actividad puramente asistencial. Excepto infrecuentes
auditorías ministeriales, las evaluaciones se hacen en y por el mismo hospital
o centro de salud. A tenor de la aplastante proporción de ‘aptos’, una de dos: o
todos son muy buenos y el sistema es perfecto, o hay una generosidad en exceso;
y los que conocen la realidad, que son muchos, saben que para la perfección
queda un buen trecho.
Este sistema de formación postgraduada se instauró
en España a mediados de los años 70 y alcanzó su
madurez en 1984. No hay duda de que este hecho es un hito en la historia de la
medicina española, porque ha proporcionado una gran cantidad de médicos bien
formados que han construido una solvente estructura técnica, profesional y
científica, sobre la que se ha conformado la idea de un SNS basado en la
atención sanitaria de calidad, universal y gratuita. Un sistema que, además,
aspiraba a garantizar la máxima hipocrática de la transmisión del conocimiento
y la praxis médica a través de las diferentes generaciones de profesionales.
Uno de los pioneros en este arranque es el profesor
Ciril Rozman, un eminente catedrático, internista y hematólogo, de origen
esloveno, que ya en el año 2008 atisbó un horizonte no exento de problemas y
desviaciones: según Rozman, el hecho de que el acceso a MEGFE consista
solamente en un examen puramente teórico, de carácter memorístico-cognitivo, “ha tenido como efecto secundario adverso, un
empeoramiento de la fase pregraduada”. De estas palabras cabe deducir que la
enseñanza universitaria está más enfocada a preparar brillantes opositores que a
formar médicos integrales, delegando esta última responsabilidad en el sistema MEGFE.
Se trataría de asegurar la aptitud mediante un test y encomendar la actitud,
la praxis, el humanismo y las cuestiones éticas al libre albedrío, a una
malentendida ‘evolución natural’ o al simple e incierto destino de cada cual.
Otra queja del profesor “tiene que ver con el examen al final del período de formación MIR”.
Esta evaluación estaba prevista en España, “pero una huelga de los mismos MIR
impidió su puesta en práctica”.[5]
A tenor de esta declaración, no parece que Rozman estuviera convencido de la
solvencia profesional de todos los especialistas del sistema MEGFE, por el
único hecho de cursar un periodo formativo remunerado durante unos cuantos
años.
En los 80, años de desempleo, un recién licenciado se apuntaba a la bolsa
del paro y, con suerte, conseguía algunos contratillos de días, semanas o pocos
meses en algún ambulatorio de la capital o en cualquier pueblo perdido de la
provincia de Málaga. Allí iba para sustituir temporalmente al médico titular de
la plaza. El ‘sustituto’ llegaba con una mochila cargada de ilusión, ganas, temor
y conocimientos teóricos, muchos de ellos tan inservibles para el cuerpo a
cuerpo de la realidad, que terminaban desapareciendo de la memoria.
El hospital quedaba muy lejos en el horizonte
profesional; allí estaba la élite, con sus buenos especialistas y sus MEGFES,
que no solían tener problemas para encontrar trabajo estable al terminar su
periodo formativo. Además, el currículo acumulado les permitía acceder con
garantías a las oposiciones para una plaza fija. A los médicos que no conseguían
superar el duro examen test del mal llamado MIR, le quedaban pocas opciones: muchos
seguirían vagando temporalmente por consultorios, urgencias extrahospitalarias
o ambulancias de mala muerte (las famosas ‘lecheras’); algunos, a través de un
conocido o familiar, intentaban formarse en alguna especialidad de forma tan
poco regulada como mal retribuida: así nacieron los Médicos Especialistas sin
Título Oficial (los MESTO); otros buscaban en la medicina privada ―de capa
caída en aquellos tiempos― el pan y la sal. Los más tozudos estudiaban, año
tras año, para ser MEGFE; y los más listos aprovecharon determinadas coyunturas
políticas y un carné de partido para dedicarse a cargos administrativos que les
permitirían medrar y trepar, lejos de la vocación que les había llevado a esta
carrera universitaria: no son pocos los gestores actuales ―al menos en
Andalucía― que proceden de aquellas hornadas.
Mientras los MEGFE tuvieron trabajo asegurado al
acabar la ‘residencia’ no hubo mayores problemas, aunque ya se percibía un
cierto estatus de castas. Pero a finales de los 80, el paro volvió su malévola
mirada también hacia ellos. El corporativismo defensivo y la insolidaridad en
las adversidades, talones de Aquiles de la profesión médica, despertaron como
la quimera de su letargo: especialistas y médicos de familia vía MEGFE contra
MESTO y médicos generales, que reclamaban sus derechos a un puesto de trabajo y
una homologación profesional; las administraciones hacían todo tipo de piruetas
legales para adaptar títulos dispares y reconocer situaciones consolidadas en
un vacío difícil de llenar.
A estas alturas, el colectivo MEGFE y sus mentores
se habían convertido en un importante grupo de presión con la bandera de la competencia
profesional ‘acreditada’. Los primeros en caer fueron los MESTO, desposeídos sin
piedad de sus puestos tras años de sacarle al SNS las castañas del fuego,
muchos de ellos ya con una edad y una situación familiar que les ponían muy
cuesta arriba el camino y su futuro. Los médicos de familia que terminaban su
‘residencia’ gozaron de un baremo favorable y coparon rápidamente los primeros
lugares en la bolsa de trabajo. Las sobras, para los médicos generales sin
plaza en el SNS. Nadie podrá negar que la formación de aquéllos contribuyera a
mejorar la calidad asistencial; pero este hecho solamente se dio mientras la
nueva Atención Primaria funcionó como estaba previsto.
Esta especie de gazpacho galénico se estabilizó,
más o menos, ya entrados los años 90,
gracias a una mejoría del mercado laboral, que dio relativo acomodo a los
diferentes colectivos médicos. Los nuevos especialistas no tenían grandes
problemas para ser contratados, incluso en los mismos servicios en los que se
habían formado. Los médicos de familia encontraban acomodo en los centros de
salud o en urgencias. Durante tres, cuatro o cinco años habían trabajado duro, habitualmente
con más horas de hospital y estudio que de hogar y ocio. Y sin salientes de
guardia hasta que una justa reivindicación y diferentes sentencias judiciales terminaron
reconociéndolos como un derecho laboral muchos años después. Motivados,
curiosos, ávidos de saber, esforzados, respetuosos con la profesión y con sus
docentes; a la aptitud teórica sumaban la actitud necesaria para
afrontar los problemas, adquirir responsabilidades y tomar decisiones. No
tenían necesidad de servilismo ni de adulaciones interesadas para ser bien
valorados.
En un hospital terminan conociéndose todos. El
hospital, como entidad con todos sus trabajadores, enfermos y allegados, es el
que suele dictar la primera sentencia sobre el que es ‘buen médico’, y la
primera predicción sobre el que será un ‘buen especialista’; esos pasillos han
visto tanto y a tantos, que difícilmente se equivocarán. Y por aquella época
los pocos ‘residentes’ desidiosos e incompetentes ―que también los había, como
en cualquier otro estamento o institución― resaltaban más por el alto nivel que
tenía la mayoría de sus compañeros, que por su propia mala actitud.
La mediocridad encontraba serias dificultades para mimetizarse en una blanca
bata o un pijama verde, y era fácilmente descubierta, incluso paternalmente tolerada
por el sistema.
La segunda mitad de los 90 no fue mala,
laboralmente hablando. La puesta en marcha de nuevos servicios asistenciales,
la reorganización de la asistencia urgente, el inesperado silencio sindical
durante el primer mandato de Aznar y la relajación de las bolsas de trabajo,
permitieron contrataciones casi a la carta y de mediana o larga duración en
muchos de los casos. Tales arbitrariedades fueron posibles dentro de un vacío administrativo
pero, sobre todo, fueron adecuadas porque los diferentes jefes clínicos usaron criterios
que coincidían con la valía profesional de los elegidos. El tiempo les dio la
razón. Además, los mediocres no tenían grandes problemas para encontrar
trabajo. Todos contentos. Desde el futuro, siempre difícil de adivinar, el
nuevo milenio se invitaba a si mismo, socarronamente, a irrumpir inexorablente
tras la última campanada del maltrecho siglo XX. Quizá, lo que no han sido
capaces de prever Rozman y otros impulsores de la formación médica
especializada, son las consecuencias que sobre la misma han tenido, y tienen, los
cambios a nivel social, político, laboral, profesional, académico y científico,
que se han producido desde entonces.
El siglo XXI no venía solo.
(Continuará)
[1]
Denominación original del autor, que pretende una mayor coherencia entre el
significante y el significado, pero sin valor oficial alguno.
[2] http://www.boe.es/buscar/pdf/2008/BOE-A-2008-3176-consolidado.pdf
[3] http://www.cesm.org.es/index.php/laboral/retribuciones/2653-los-medicos-hemos-perdido-como-minimo-un-25-de-su-poder-adquisitivo-desde-2010
[4] En el
ambiente hospitalario, Staff es el término que engloba al conjunto de
médicos adjuntos de plantilla y los jefes clínicos de un centro sanitario. En
la empresa privada, se refiere con mayor exactitud al grupo directivo.
[5] http://blogderozman.wordpress.com/2008/12/23/breve-historia-del-sistema-mir/
Deseando estoy de leer el capíitulo 2. Una foto perfecta hasta el momento de lo que fuerom las dos ultimas décaddas de esta profesión. Creo que debeías enviarlo al Ministerio, a ver si se enteran de lo que está ocurriendo..
ResponderEliminarUn gran aplauso
El Anterior soy yo, Carlos Lopez V.
ResponderEliminarSaludos
Un buen análisis. Enhorabuena
ResponderEliminarMuy buen repaso. Pequeño detalle, yo entré en Reina Sofía con la convocatoria MIR de 1976, y tenía algunos compañeros mas veteranos en otros hospitales (en Reina Sofía fuimos la primera generación, celebramos las bodas de plata en el 2001).
ResponderEliminarYo también estoy esperando con ganas el continuará. Mientras, disfrutando de las vacaciones. Un abrazo. José Carlos.
Gracias por vuestros comentarios. En cuanto a los comienzos del sistema MIR, puse 1978 por un artículo de Rozman, y la verdad es que no he encontrado otra documentación fidedigna; realmente su instauración fue muy heterogénea en los hospitales españoles. El testimonio de José Carlos Escudero es supervalioso en este sentido, así que corregido queda. Un millón de gracias y un abrazo para todos.
EliminarAy, Héctor, qué maravilla. Como ciudadana que no tiene nada que ver con el mundo sanitario, te doy las gracias. Como pareja de una posible gran especialista, más. Ansiosa espero la segunda parte, a ver qué futuro cree que les espera a los nuevos especialistas. Un saludo de tu antigua compi de clase
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