ABEL
CELATOR
XI
Entrevista en Casa Gracia
El local de la histórica cafetería
ocupa la misma esquina en la que fue construido a mediados del siglo XIX. Aunque
la barra y el salón interior son de obra nueva, los actuales dueños de Casa
Gracia aún conservan algún mobiliario de la época, expuesto decorativamente por
los rincones, y una excelente colección de antiguas fotografías que llenan las
altas paredes y evocan los tiempos más dorados de la ciudad. Imponentes vapores
atracados en el puerto, al que llegaban por tierra aquellos primeros ferrocarriles,
unos de mercancías, otros con selecto pasaje; elegantes damas de largos vestidos,
posando lánguidamente bajo parasoles rematados por voladizos de encaje, tocadas
de sombreros imposibles, y tomadas del brazo por serios caballeros de chistera,
mostacho, frac y polainas. La burguesía en blanco y negro, lo mejor de cada casa
en tonalidad sepia.
Una conocida leyenda oral y
algunas crónicas de la época, cuentan cómo los encantos de Gracia, una joven de
arrabal, eclipsaron los sentidos de un distinguido prócer de la ciudad, mayor
que ella, con el que se veía regular y furtivamente en una pensión de
encuentros. Un amor prohibido que acabó con la muerte del adelantado una
calurosa tarde de agosto mientras yacía con la bella. Para entonces, ésta ya
acumulaba una fortuna en regalos. No hubiera necesitado contar con la última
travesura del rico burgués para tener su vida económicamente solucionada: le
dejó en herencia la pensión de sus amores, un céntrico establecimiento que poco
antes de palmar había comprado para ella. Trago duro de digerir para la familia
del finado y, sobre todo, para una sociedad tan católica, hipócrita, intolerante,
estirada, clasista y machista; trataron de hacerle imposible la existencia. Fue
en vano. Transformó el local en una cafetería de postín. Café cubano, nada de
achicoria, repostería de lujo y productos de primera calidad, caros, nacionales
e importados. Buen servicio y ambiente elegante. Tertulias con artistas,
intelectuales y escritores. Los diarios locales no le hicieron ascos a su publicidad,
opción que se iba consagrando por aquellos años como la más pujante fuente de
financiación para la prensa. La rancia aristocracia de la ciudad hizo pronto la
vista gorda frente a escrúpulos obsoletos, y sus elementos fueron llegando como
cabestros.
Pero el éxito y la
grandeza se pierden en el tiempo, como el fugaz destello de la propia existencia
humana. Casa Gracia sobrevive hoy a la crisis por los turistas que piden
cerveza y platos combinados, más que por algún romántico que de vez en cuando gusta
de tomar café ante un trozo de la historia local.
En un lateral del salón, sentado a
una pequeña mesa redonda pegada a la pared, Lalo apura atropelladamente ―más
por prisa que por apetito― un bocadillo de tortilla precocinada. Lo acompaña
con agua gasificada para poder tragar mejor el triste almuerzo; el picor de las
burbujitas en la garganta le recuerda lo apetecible que sería una buena cerveza
y, de paso, su costumbre de no tomar alcohol mientras trabaja. Controla la
entrada, de espaldas a ella, mirando de vez en cuando un enorme y viejo espejo
que preside la estancia, colgado a varios metros de altura, con un marco dorado
de estilo neobarroco y las esquinas descascarilladas. Espera a Pascual Barbieri,
del que conoce la voz por el teléfono y la cara por alguna foto encontrada en
Internet. Segura se documenta obsesivamente sobre las personas a las que va a
entrevistar. Sorpresas, las justas. Barbieri es un médico experto, con una buena
reputación profesional y humana, autor de numerosos estudios publicados en las
mejores revistas científicas y reseñas de congresos nacionales e
internacionales. Un referente de la medicina intensiva. Si para un periodista
la credibilidad de sus fuentes es cuestión principal, ésta es, sin duda, de
primera calidad.
Los esquemas
preconcebidos suelen jugar malas pasadas; Segura espera ver entrar, reflejado
en el espejo, un tipo estirado con traje y corbata; no repara en otro, aunque
lo está viendo ―mochila raída al hombro, vaqueros y camiseta negra serigrafiada
con el nombre BIKO sobre la cara de un africano―, que teclea el móvil en la entrada
de la cafetería. En ese momento suena el suyo y comprende el error.
―Hola, soy…
―Sí Pascual, le veo,
estoy dentro, a la izquierda según se entra.
―De acuerdo, voy
para allá.
El murmullo
ambiental y el tintineo de las cucharillas contra las tazas de sus cortados rellenan
el incómodo y silencioso espacio sonoro que se produce entre ambos tras la
presentación y las disculpas de rigor ―uno por el retraso y el otro por no
esperarlo en la entrada, donde habían quedado―. Barbieri parece un hombre
cansado. No es por el aspecto físico, a pesar del cabello, más gris que negro.
Ni por unos delgados hombros situados a mayor altura de lo normal respecto a la
cabeza, por mor de una ligera chepa que se deja ver mejor cuando suelta la
mochila. Son sus gestos, sus movimientos, lentos, como si los pensara uno a uno
antes de hacerlos. Son los ojos azules que parecen hartos de brillar, curados
de espanto, y que ahora observan cómo el café gira al removerlo, perezosos para
levantar la mirada. «¡Dios mío! ¿Cuántas personas habrá visto morir el tipo que
tengo enfrente? ¿De cuántas clases de sufrimiento ha sido testigo? ¿Cuántas
vidas ha salvado? ¿Cómo es posible soportar esa carga tanto tiempo?». Mientras
todas esas preguntas se suceden atropelladamente en la cabeza del periodista, una
chispa de admiración pugna por saltar sobre las reflexiones del ciudadano Lalo
Segura; sin embargo le parece estar tomando café con un antihéroe. Necesita liberarse
de tamaña esquizofrenia si quiere comenzar la entrevista con buen pie.
―¿Por qué decidió
enviarnos la documentación sobre los cursos?
―Llevo tiempo
pensándolo. Al principio no reparé en nada de esto, pero cuando salió a la luz el
escándalo político, todo me vino a la cabeza de golpe. Entendimos, mi mujer y
yo, que en algo habíamos colaborado con esa mafia. Ella os envió el correo
electrónico pero la idea fue de los dos.
Lalo saca una
pequeña grabadora del bolsillo de su camisa y la coloca en la mesa, sin ponerla
en marcha, a la vista del médico.
―¿Le importa que
grabe la conversación? Así evito tener que tomar notas y puedo prestarle toda
mi atención…
―No, adelante, pero
vamos a tutearnos, por favor.
―¡Claro! Disculpa,
es la norma de cortesía y la fuerza de la costumbre, pero no tengo
inconveniente, al contrario ―Segura pulsa on en la grabadora, que
arranca con el tono de una lira y la discreta luz de un minúsculo piloto
naranja―. Te refieres a las respuestas correctas que suministraron al personal…
―Entre otras cosas.
Los exámenes eran fáciles con solo leer la teoría, al menos para los más
cualificados. Quizá para gente con escasa formación, o poco acostumbrada a leer,
entrañaran mayor dificultad. Incluso muchos, por pereza, ni se hubieran asomado
al ordenador. Esto es lo que me jode; la única forma de asegurarse era filtrar
las respuestas. No sé de ninguna empresa que regale así el dinero…, salvo que
sea dinero público y haya en juego un buen pellizco para los de arriba.
―¿De dónde salieron
esas respuestas?
―A Cecilia se las
dio una supervisora, pero eso ya lo sabes. Creo que tienes el nombre…
―Sí, y no recuerda
nada del tema ni quiere hablar con nosotros. A lo peor, si destapamos el
asunto, tiene que responder en un juzgado.
―¡Espero que no
solo ella!
―Es cuestión de
quién tire del hilo, Pascual. Tenemos mucha información pero la caña de pescar piezas
grandes siempre la manejan los jueces. No te preocupes, que el periódico no va
a dejar a nadie con el culo al fresco gratuitamente.
―No sería justo…
―Retomando el hilo,
decías: «Entre otras cosas». ¿Qué otras cosas? ¿Las unidades de gestión?
―El cáncer de la
sanidad pública, sí.
―¿Cómo «el cáncer»?
―Es muy sencillo:
ni el Estado ni las autonomías tienen dinero ―porque lo gastan en otros
menesteres― para dar todo lo que prometen cada cuatro años en materia de salud.
Las unidades de gestión surgieron para contener ese gasto. Nacieron en los
despachos, no de los profesionales. A éstos había que venderles la moto, pero
antes era obligado crear una estructura institucional ―escuelas, agencias y
empresas, todas ellas con fondos públicos― y una red de adeptos incondicionales
―médicos, sobre todo― comprados con poder, influencia y algo de dinero, para
que manejaran el cotarro. No fue nada difícil encontrar un animado elenco de oportunistas,
ventajistas y medradores, hartos del olor a sangre y del pegajoso fango de las
trincheras. Una auténtica casta. El tumor ya tomaba cuerpo y, por tanto, había
que disfrazarlo: ahorro para el contribuyente y asistencia sanitaria de
calidad. Calidad… ¡Ja! Estos cabrones, Lalo, han creado una espesa telaraña
en la que…
―¡Para, para! Me he
perdido.
―Tú has preguntado
por las unidades de gestión. Supuse que sabes lo que son.
―Sé que es una
nueva forma de organización de los servicios, más moderna, más organizada. Sobre
el papel parecen positivas, o al menos esa es la conclusión que saco después de
leer el tocho de documentos oficiales que tenemos en nuestro archivo. También
sé que hay puntos oscuros, de ahí mi pregunta. Lo que no esperaba es que
alguien como tú las compare con un cáncer. Eso me lo tienes que explicar mejor.
Si no te importa, iremos paso a paso.
―Dispara ―Barbieri,
solícito, extiende sus manos abiertas hacia el periodista.
―¿Cómo te
presentaron el asunto?
―En una reunión del
jefe con todos los médicos del servicio. Zancada fue muy pragmático e insistió
en dos cosas: que se trataba de seguir haciendo lo mismo pero ganando más, y
que formar parte de la unidad era una opción voluntaria. Si nadie le daba un
papel con la renuncia, se entendía que todos aceptaban. Que yo sepa, eso no ha
ocurrido a fecha de hoy.
Sin dejar de
prestar atención, Segura rebusca en su carpeta hasta que encuentra el
documento:
―Genaro Zancada… Un
currículo apabullante… Trabajó en tu hospital como médico ¿no?
―Sí, un tipo listo. Fue compañero mío muchos
años. Después se fue de jefe a un hospital más pequeño para poner en marcha allí
una unidad de gestión, como una especie de experiencia piloto. Regresó triunfal
y con muchas tablas. Sabe situarse bien y colocar a los suyos en los puestos
más estratégicos del hospital: cargos directivos, docencia, trasplantes,
comisiones…
―¿Cómo es posible
ganar más trabajando igual?
―Pagan por objetivos.
Se negocian a todos los niveles de la empresa y con la plantilla. Se van
adaptando para que puedan ser cumplidos. Casi nada se deja al azar. Si hay que
redefinir los criterios, se hace: no es difícil encontrar un estudio de evidencia
científica ―Pascual hace el gesto de entrecomillado― que avale la
modificación. Cuenta mucho más decir lo que se ha hecho (o se ha dejado de
hacer) y cuántas veces, que el cómo o sus consecuencias. Lo importante es que
quede registrado en algún formulario.
―¿Puedes darme un
ejemplo?
―Muchos. Sé que
esto es complicado para un profano, por eso te he traído toda esta
documentación ―el médico saca un pequeño pendrive de su bolsillo y lo
planta encima de la mesa―. Ahí tienes para estar un mes empapándote. Puedes
quedártelo. ¿Un ejemplo? Objetivo: gastar menos en analíticas haciendo
solamente las necesarias; el jefe establece las que no lo son. Objetivo:
disminuir el tiempo de estancia; se seleccionan los casos qua a priori
requieren menos cuidados, se dan altas apresuradas o se alteran los tramos
horarios según conveniencia. Si, además, se endurecen los criterios de ingreso
(otro de los objetivos, ingresar menos), ya tienes el qué sin importar el cómo.
―¿En qué se
benefician los enfermos?
―¿He hablado algo
de ellos? ―Barbieri fuerza una penosa sonrisa―. Los enfermos son cifras, nada
más. Los más perjudicados son los ancianos y los muy crónicos; no los quiere
nadie porque gastan demasiado. En UCI, la tasa de pacientes con más de 84 años no
llega al uno por ciento. En general, las unidades de gestión no han mejorado el
sistema público. Ahí tienes las listas de espera y la masificación de los
servicios de urgencias; es como el agua, que, si no puedes contenerla ni
conducirla, rebosa y se escapa por las rendijas. El ciudadano busca cualquier
grieta para solucionar su problema. Los gestores ya no saben qué hacer para
maquillar esos datos. No quieren ni oír hablar de la bicha.
―Han montado un
muro de silencio sobre las listas de espera…
―Pues para eso
estáis vosotros, ¿no?
―No creas que es
tan fácil, necesitamos gente que denuncie, que nos de información desde dentro,
Pascual. Tu gremio no es muy dado a ello.
―¡No lo dirás por mí!
―No, claro que no.
Una pregunta: ¿Tú has ganado más dinero con la unidad de gestión?
―Al principio sí,
todos cobrábamos más. Con el tiempo, cada vez menos, en mi caso porque dejé de
preocuparme por ese asunto. Me conformo con lo que me den y ni me ocupo en
saber lo que ingresan los demás. Los colaboracionistas y los que se dedican a
hacer trabajitos de investigación ganan bastante más que yo, pero no tengo ni
idea de cuánto.
―¿Y los jefes?
―Ese es otro dato
que guardan a buen recaudo. Supongo que dependerá del servicio. Mi jefe puede
multiplicar por 6, o más, lo que gano yo. Los que estén directamente
relacionados con trasplantes, actividad quirúrgica o tratamientos especiales
pueden rondar cifras espectaculares, pero no me atrevo a asegurártelas porque todo
se mueve a nivel de rumor. Ahora bien, hay algo que sí es patente: son tipos
que no necesitan trabajar de forma privada para mantener un potente tren de
vida. Poseen coches y casas que no se pueden pagar ni con dos veces lo que yo
gano.
Durante una hora
más, Lalo Segura va agotando el repertorio de preguntas que mentalmente tenía
preparadas. De vez en cuando, para evitar algún olvido, echa mano de una
chuletilla que guarda en el bolsillo del pantalón. Su informante se explaya
hasta en el menor de los detalles, sin reparar en el paso del tiempo. Cuando
por fin lo hace, Barbieri mira de soslayo, con educado disimulo, la hora en su
teléfono móvil. La entrevista se está alargando demasiado. Mucho tiempo fuera
de casa. Añora la tibieza del hogar y el calor de los suyos. Acaba de recordar,
además, que debe recoger un pedido en la vieja librería Aguilar, otro
establecimiento centenario y emblemático del centro de la ciudad. Una antigua
imprenta de prensa decimonónica en la que aún se puede oler a papel viejo. La
crisis ha disparado la venta de libros usados y Pascual suspira por una edición
de El Príncipe de Maquiavelo fechada en 1893.
―Una última
pregunta. Decías que a los ancianos y enfermos muy crónicos no los quiere nadie
en el sistema público. ¿Ocurre lo mismo en la medicina privada?
―¿De qué árbol te
has caído tú? ―El galeno estalla con una carcajada, ahora franca, ante la
sorpresa del periodista.
―Querido amigo: con
dinero por delante da igual si tienes 30 o 90 años. Te ofrecerán los cuidados
que puedas y quieras pagar.
―Pensaba que los
criterios médicos eran los mismos…
―Los únicos que no
cambian son los enfermos y sus dolencias. Lo demás depende del mercado.
El sol de media
tarde se cuela en caprichosas rayas que casi alcanzan el salón de Casa Gracia. Un
camarero recoge las tazas vacías de la pequeña mesa y las coloca en la bandeja
que sostiene con su mano izquierda. Con la diestra pasa un paño húmedo para
limpiar las pequeñas, y ya secas, gotas de café salpicadas en el mármol blanco.
El gran espejo refleja las siluetas difuminadas de dos hombres que se dan la
mano en la puerta del local y se marchan por caminos diferentes.
Continuará
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