Frío
en las entrañas
HÉCTOR
MUÑOZ. MÁLAGA. 30 octubre 2015
Acaba de perder su bebé en
aguas del Mediterráneo. Dice llamarse Anastasia y ser de Camerún. Tumbada en la
camilla y cubierta con el dorado chillón de una manta térmica ―que solo deja asomar la cabeza y el largo tubito del suero―, unos grandes ojos destacan sobre la piel oscura. No hay
miedo en ellos. Está alerta y gira el cuello a ambos lados como queriendo
ubicarse. Solo fija su mirada, y lo hace con intensidad, en cualquier persona
que se dirige a ella. Habla poco y en francés. Su voz es grave y profunda. ¡L’enfant,
l’enfant!, inquiere a todo el que se le acerca, quizá esperando
confirmar su tragedia, más que por albergar alguna esperanza.
Una
enfermera la reconoce en la foto que están publicando los medios en Internet.
“¡Sí, es ella!”. Es fácil distinguirla por las rastas que adornan su peinado.
Allí está Anastasia, junto a los otros supervivientes, sentada a horcajadas
sobre lo que queda de la embarcación. La zódiac no aguantó el peso de 54
personas y se desfondó entre África y Europa, a 85 kilómetros de la Costa del Sol. Ahí terminó
el viaje para 39 de ellas, incluido el pequeño africano de ocho meses. Los 15
restantes consiguieron sobrevivir al naufragio, agarrados a los asideros de la
goma neumática, durante una noche y la mañana del día siguiente, hasta ser
rescatados y llevados al puerto de Málaga.
Supervivientes del naufragio, momentos antes de su rescate. / SALVAMENTO MARÍTIMO / ATLAS |
Siete de
ellos necesitan atención hospitalaria y son trasladados. Anastasia y tres más
ingresan en el Carlos Haya. Solo son cuatro, pero los
pasillos y las salas de urgencias ―casi siempre sobrecargadas― se terminan de llenar con uniformes de la
Cruz Roja y policías nacionales que
deambulan por allí un tanto despistados. Reina la confusión en esos primeros
momentos porque nadie sabe si se producirá una avalancha de víctimas; y si con
cuatro hay caos…, el personal se teme lo peor. Uno de los médicos llama al jefe
de la guardia para recabar más información, pero resulta ser al contrario: le
da su primera noticia.
Poco a poco,
la situación se va destensando. Los cuatro inmigrantes, dos hombres y dos
mujeres, pasan a sendas camas ―que deben parecerles las
del cielo, suponiendo que compartan este concepto―
para continuar con sus cuidados. Hipotermia, deshidratación, golpes, quemaduras
solares, algún leve problema respiratorio y agotamiento muscular. Los monitores
muestran en verde neón la cantidad de oxígeno que fluye por la sangre y los
latidos de sus maltratados corazones africanos.
Se cotiza al
alza toda persona que sepa hablar francés. Las identificaciones son complicadas
y se asumen los nombres que ellos dan o los que el personal cree entender: Anastasia,
Julana (la otra mujer) y Pascal, cameruneses, y Walter, de Costa de Marfil. Da
igual: esos nombres no valen nada. Hay que asignarles un número para incluirlos
en el sistema informático y poder atenderlos.
Los cuatro
coinciden en que han estado más de cinco horas en el agua y en que llevan tres
días sin comer. Son jóvenes de entre 20 y 30 años que han perdido familiares en
el naufragio: Anastasia a su pequeño; Pascal, un hermano y una hermana; Julana,
un hermano, y Walter a un sobrino de 18 años. Lo cuentan con la resignación del
que casi no le queda ya nada por perder y se sabe en manos solo del destino. Ni
siquiera en las de los médicos.
Los
resultados de las pruebas no hacen temer por sus vidas. Uno de los galenos
pregunta a un policía ―hay uno por cada
inmigrante― si los náufragos están en calidad de
detenidos. “Afirmativo. Y cuando tengan el alta van a la comisaría”. Es decir,
a los calabozos. El médico de guardia atiende a la responsable de comunicación
y al gerente, interesados en el problema: la noticia ha dado la vuelta al mundo
y los focos están puestos sobre el hospital. Una enfermera comenta con ironía
la agilidad con la que ahora suben a los enfermos que esperaban cama en planta.
Los
facultativos han decidido que la comisaría no es el mejor lugar ni siquiera para
unos cuidados básicos. Llega la noche y los inmigrantes duermen después de
haber dado buena cuenta del menú que se sirve a los pacientes. En el pasillo,
los cuatro agentes conversan y comparten una bolsa de patatas fritas. Afuera
les esperan otros con un furgón y dos coches de patrulla; el hospital parece
tomado.
Anastasia se duele de todo
el cuerpo cada vez que se mueve. La alarma del monitor pita cuando un cable se
despega por las gotas de sudor que rocían su pecho. A veces susurra ¡l’enfant,
l’enfant!, cuando la enfermera entra, pero cada vez lo hace menos. Salió
del sofocante calor ecuatorial, buscando otro futuro para ella y para su bebé.
Sobrevivió al desastre y pisó tierra en Europa, sola y con hipotermia. Aunque
el termómetro marque ahora una temperatura normal, hay un frío que no se cura.
El de las entrañas.
Gracias Héctor
ResponderEliminarRaimundo
Gracias a ti, Rai.
EliminarUn abrazo.
Es un acontecimiento que pasa todos los días y en muchos países; emigrantes en busca de un mejor futuro pero muchos pierden sus vidas en el intento. Se ve en noticias y no le damos importancia.... Al leerte siento una gran tristeza por esas personas. ... Gracias por compartir tus vivencias
EliminarEres un altavoz sin prejuicios y sin aparente miedo de lo que sucede en las tripas del hospital. Lugar arcano donde la rutina se solapa con acontecimientos de primera magnitud. Y tu pluma tiene muchos más matices que tu conversación directa. Un placer leerte, como tantas veces antes
ResponderEliminarPatxi
Efectivamente, la crónica narra un acontecimiento de primera magnitud. Bueno, en realidad solo uno de sus muchos aspectos. Lo vemos todos los días en la televisión, lo leemos en los periódicos, parece un problema lejano y ronda más cerca de nosotros de lo que pensamos. Algo extraordinario está ocurriendo en el mundo: las migraciones masivas recuerdan las de otros tiempos de la historia. Las sociedades opulentas ven su estatus amenazado. ¿Qué ocurrirá? Se me antoja inevitable un cambio de paradigma. No es posible seguir consumiendo disparatadamente a costa de otros pueblos, de sus tierras y de sus recursos. O paramos los pies a los especuladores, esas ratas de cuello blanco, o nos comen los desesperados. Y con razón. O nos vemos como ellos. ¿Tan seguros estamos de que nunca nos veremos huyendo de algo o de alguien? Nada es para siempre.
ResponderEliminarPensé escribir el artículo porque hay pocos, por no decir ninguno, que aborden la tragedia desde el ángulo hospitalario. En este sentido soy un privilegiado por poder estar en el lugar adecuado. Es difícil estar libre de prejuicios, porque son ideaciones parásitas que se nos cuelan con tremenda facilidad. Intento evitarlos, desde luego, pero es complicado. Una buena vacuna podría ser el ejercicio frecuente de ocupar mentalmente el lugar de los otros. ¿Miedo? También tengo, cómo no. No es recomendable perderlo porque nos mantiene en alerta.
Como bien dices, me expreso peor en la comunicación verbal. La tendencia es hablar cada día menos, escuchar más y pensar libre del ruido de mis propias palabras. Que para ruido ya están las de los demás.
Gracias por tu lectura y tu comentario, Patxi.
Un abrazo.
Héctor.
esta cronica me hacer poner por un momento en los zapatos de todas aquellas personas que huyen de su pais de origen por conseguir un mejor futuro y que a pesar de su lucha lo que consiguen es algo peor, esto se lo debemos a los gobernantes corructos que rondan por todos lados
ResponderEliminarMe alegro de que la crónica te haya hecho reflexionar así. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo cordial.
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