CELATOR
XII
Mal asunto
Los escasos restos de
maquillaje y lápiz de ojos que aún le quedan acentúan su aspecto de cansancio. Somnolienta
y cabreada, Reme Sacristán, la joven residente de radiología, espera una paciente
entre bostezos ahogados. Como aquel sabio calderoniano de La Vida es Sueño,
que se preguntaba si habría algún otro más pobre y triste que él, la licenciada
experimenta la firme creencia de ser, en ese momento, la criatura más sufrida
del hospital.
«¿Habrá otra persona alguna
de
suerte más importuna?»
Poco más de dos años lleva en el
hospital. Le enseñan una especialidad y le pagan casi 2.500 pavos todos los
meses. Un lujo en un país quebrado. Siempre supervisada, cuando un asunto se
complica echa mano de algún radiólogo con experiencia. Es como trajinar con fuego
al lado de un bombero. Con 27 abriles recién cumplidos, es hija de una
generación a la que le cuesta tolerar la adversidad. Para ella y para otros
muchos jóvenes bien preparados en lo técnico, esfuerzo y entusiasmo no son
virtudes en sí mismas; solo son herramientas que únicamente tienen cabida si
coinciden con unos intereses muy concretos: los propios. Educados lejos del
humanismo, a menudo confunden orgullo con arrogancia.
―Vaya, al fin habéis
traído la enferma; la he pedido hace media hora…
Abel Grilo aprendió hace muchos
años a mostrarse impertérrito ante reproches de esta clase. «Al fin habéis…».
La heredera de Röntgen suelta la carga de profundidad y lo hace en presencia de
la paciente y su familiar; culpa a los celadores del retraso y ―lo que es mucho
más grave― de hacerle perder un tiempo precioso. ¡El de ella!
La señora Gaviria
no está para tales cuitas. Concentrada, inmóvil, se aferra a su dolor como si
no separarse de él le evitara perder la cordura o la conciencia; ni siquiera
levanta la cabeza para mirar a quien no le da ni las buenas noches. La sobrina
busca, sin éxito, la reacción de Grilo, que espera, silencioso e impasible,
instrucciones de Sacristán. «¿Media hora?», se pregunta Adela, un tanto molesta
por la actitud de la residente, antes de decidirse a hablar:
―Ese papelito ―señala
un cajetín de plástico transparente por el que asoma la petición de ecografía―
lleva aquí más de tres horas, doctora.
―Pásela a la
camilla ―ordena Reme al celador sin darse por aludida―. Descúbrale la barriga ―ahora
la orden es para Adela.
La habitación es una pequeña
estancia en la que solo caben el aparato de ecografía, la silla para el
radiólogo y la camilla. La oscuridad necesaria para poder ver la pantalla hace
que parezca aún más agobiante. Adela se queda en un rincón libre ―de pie, por
detrás de la cabeza de su tía―, desde el que puede ver la cara de la residente,
un trozo de pasillo iluminado, a través de la puerta entreabierta, y el cuerpo
de María. Observa el abultado abdomen, tenso, brillante, serpenteado caprichosamente
por vetas rojizas que, al trasluz, parecen un laberinto que se pierde hacia las
caderas. Mientras Sacristán pone en marcha la máquina y unta la piel con un gel
transparente y frío, Adela recoge el pelo de la enferma a modo de caricia.
Abel espera fuera.
Aprovecha para echar un vistazo a los titulares de la prensa digital en su
teléfono móvil. Oye varias voces, lejanas, en el corredor principal; a medida
que se aproximan distingue alguna risotada. Aparecen por una esquina y se
dirigen al escáner: una celadora empuja un carrito con una joven gitana; les
sigue un séquito formado por dos mujeres en ropa de casa y dos hombres que
discuten con ellas. Cierra la compaña, varios metros por detrás, un enorme y
rubio mohicano que solo levanta la vista de su iPhone blanco para corregir
la trayectoria y no golpearse contra las paredes. Un ay de María, amplificado en
el silencio de esa zona del hospital, provoca la curiosidad del grupo y todos
vuelven su mirada hacia Abel. Susurran entre sí y se pierden hacia el fondo, a
la derecha. El Yona acelera el paso, como el que huye de un bombardeo, para
alcanzar al grupo. No vaya a ser que…
La presión del transductor
sobre su barriga le provoca un dolor sordo e intenso. María aprieta los dientes
pero no puede evitar un gemido cuando Reme suelta de golpe; este otro dolor es
diferente, más incisivo, agudo, fino como una puñalada. La residente se
disculpa y le explica que es inevitable. Su expresión es más sombría a medida
que avanza la exploración. De vez en cuando pulsa un botón, para la imagen y
graba una instantánea. Se siente observada por Adela y procura no aparentar
inseguridad. Mira la pantalla pero en realidad está pensando qué hacer.
Finalmente, descuelga el teléfono y marca cuatro dígitos que conoce de memoria.
Habla con el radiólogo de guardia, su adjunto, le explica el caso y lo que
acaba de ver entre la miríada de puntitos en escala de grises que forman la
imagen ecográfica de las vísceras de la enferma. Responde varias preguntas de
su interlocutor y termina con un «me gustaría que le echaras un vistazo», que
suena más a una petición de ayuda que de opinión.
―Vamos a tardar un
poco más, María. Ahora viene el doctor Rodríguez…, ya sabe…, cuatro ojos ven
más que dos…
―Lo que usted diga ―responde
lastimosamente la paciente, mientras su sobrina se contiene para no preguntar
con ella presente, aunque la llamada de Sacristán le da muy, pero que muy mala
espina.
“Un juez llama a
1.100 imputados y testigos en el fraude de la formación”. Mientras Abel lee este
titular de El País, puede oír una puerta que se abre en las dependencias
interiores del servicio de radiología y el perezoso caminar de Ernesto
Rodríguez. Somnoliento y desaliñado, el especialista saluda al celador antes de
entrar en la salita, donde le espera, ansiosa, su residente.
―Perdona que te
haya molestado, Ernesto…
Adela se siente
aliviada y no termina de comprender la disculpa de Reme Sacristán. Nota que su
pose toma un cariz diferente ante la figura del veterano. Ahora no es la altiva
doctora sino una humilde aprendiz que deja su asiento al experto.
―Buenas noches ―Rodríguez
saluda a las tres mujeres―. No es ninguna molestia, Reme, para eso estamos.
¿Has grabado la exploración?
―Sí, la tienes
preparada.
El radiólogo analiza
las imágenes en movimiento, las detiene, vuelve atrás, ralentiza la secuencia,
de nuevo adelante, cambia el brillo o el contraste; no le gusta lo que ve.
Señala alguna zona de la pantalla y comenta con la residente lo que aparece en
ella, con un lenguaje imposible de comprender para la enferma y su acompañante.
―Vamos a molestarla
un poquito más, señora, ya sé que esto duele, pero es necesario ―coge el
transductor y lo hunde en el abdomen con la mayor delicadeza posible, que no es
mucha.
―¡Qué le vamos a
hacer! ―responde entrecortadamente María, sin tiempo para suplicar que no la
trasteen mucho más.
Un sudor frío se
apodera de su piel durante esos interminables minutos. Por fín, el radiólogo
termina su trabajo, corta un trozo de fino papel blanco y lo entrega a Adela
para que limpie el pringoso gel que embadurna el vientre de su tía. Tras
hacerlo, con suavidad para no provocar más dolor, la ayuda a incorporarse y
arregla sus ropas. María se mueve con dificultad y ahogo. Siente que se le
escapa la vida. Se despide de los médicos y da unos pasos hasta el carrito, que
espera en la puerta. Grilo la acomoda lo mejor que puede. La sobrina remolonea
antes de salir y aprovecha para preguntar sin que la enferma la escuche:
―Doctor, ¿qué es lo
que ha visto en la ecografía?
―Parece un problema
intestinal serio, señora. Tiene las tripas muy dilatadas por falta de riego
sanguíneo y hay líquido en la cavidad.
―¿Es una
peritonitis? Mi padre murió de una…
―En este momento es
difícil saberlo, pero puede terminar en peritonitis, sí.
―¿Y qué hay que
hacer ahora?
―Vamos a escribir
el informe y lo mandaremos al médico que lleva a su tía. Con esta prueba no
podemos saber todo el alcance del cuadro. Necesitaríamos un escáner, pero la
analítica muestra que los riñones no están funcionando bien, y el contraste que
hay que poner puede dañarlos aún más. Por lo que me comenta la doctora
Sacristán, los cirujanos aún no han visto a María. Cuando valoren el caso
hablarán con usted y si estiman otra prueba nos llamarán.
―¿Tienen que operarla?
―Eso no se lo puedo
decir yo. Espere a hablar con ellos.
María no quiere
preguntar. Lo que haya de ser, será. Está en manos del destino, esa fuerza con
un poder superior a la de los antiguos dioses; la misma que se colaba con forma
de espectro en los sueños de Jerjes el Grande, el sino que terminó empujándolo
al desastre persa en el desfiladero de las Termópilas.
Son casi las cuatro
de la mañana. De vuelta a la sala de urgencias, el corredor se hace más largo y
angosto. Abel empuja el carro con respetuoso silencio. No es ocasión de hablar,
ni siquiera para un comentario animoso. Adela enjuga las pocas lágrimas que
logran vencer su temple y brotan tímidamente de unos ojos apagados.
No serán las
últimas.
Continuará
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