La insólita peripecia del doctor
Pantaleón (I)
Médico,
mártir y santo.
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA. 2011 (reeditado 2020)
Hijo de médico pagano y de madre cristiana, nace Pantaleón a finales del siglo III en una ciudad de la actual Turquía , aún
bajo un Imperio Romano que ya en esos momentos, particularmente en nuestra
Hispania, comienza a verle las orejillas al godo, que se remueve inquieto por
aquí y por allá.
Turco, de buena familia y con posibles, se cultiva en letras y estudia Medicina, con gran éxito académico y aún más profesional, llegando a ser galeno personal del mismísimo César.
El doctor Pantaleón no es ajeno a la corriente del Cristianismo,
que ya se extiende por el Imperio,
imparable, alcanzando las capas más privilegiadas de la sociedad romana. Tras ciertas
dudas y devaneos, decide finalmente abrazar como propia fe este culto religioso,
que es el de su madre. Pantaleón está irremisiblemente resuelto a defender y
mantener sus creencias, decisión que terminará dándole algún quebradero de
cabeza, nunca mejor dicho porque será decapitado públicamente el 27 de julio
del año 305 a
sus 29 años de edad.
La leyenda dice que dedicó su atención preferentemente a los pobres (a los que incluso regaló
la herencia de su padre) y que obtuvo curaciones milagrosas, algunas de ellas
auténticas resucitaciones, como la de un niño fallecido tras la mordedura de
una serpiente. A falta de antídoto, una de dos: o fue un médico pionero en
técnicas de Reanimación, de gran pericia, o realmente se trató de un milagro,
en cuyo caso nada hay que objetar, por una simple cuestión de respeto hacia
aquellos que profesan cualquier tipo de fe religiosa. Otra cosa es que uno se
lo crea o no, que para eso están la mitología y la épica, para disfrutarlas, y si
es posible, con la distancia intelectual suficiente para poder maniobrar, de
una forma crítica y en un momento dado, entre la ingenuidad y el escepticismo,
entre la imaginación y la razón.
Sea como fuere, la cuestión es que alguien denuncia su condición de cristiano militante y de poco le van a
servir su arte y sus dones. Resulta llamativa la idea de que, desde el Homo
Habilis, encaramado a los árboles hace más de dos millones de años, siempre hayan
existido chivatos y lengüetones; por uno de ellos (un médico envidioso, según
alguna fuente histórica), lo trincan una calurosa mañana de verano y le dan a
base de bien.
Seis martirios, seis, le infligen al bueno de Pantaleón, a saber: el primero, a modo de entremés, aplicarle plomo
fundido, que debe quemar una barbaridad. Inmune a esta putada, vuelven a
intentar achicharrarlo sin piedad con fuego directo —tonterías las precisas—, pero
solo consiguen chamuscarlo un poco. Tampoco les resultan exitosos el
ahogamiento por sumersión en agua salada ni los estiramientos forzados para
descoyuntarlo en el potro. «A este no hay huevos de matarlo», exclama el jefe
de los pretorianos, desesperado por la resistencia del galeno. «A las fieras»,
añade su lugarteniente, un odioso patricio venido a menos.
Días después, con el circo abarrotado y una enorme expectación, la plebe se acomoda para
presenciar el descarnamiento del futuro santo a merced de los hambrientos leones
traídos del Kalahari. Podemos imaginar el palco presidencial, con el emperador
Diocleciano muy relajado y acompañado de su séquito. Bajo un ensordecedor ruido
de trompetas, vuvuzelas, cornetas y tambores triunfales, sacan a la arena al
pobre Pantaleón, debilitado por tanto castigo y deslumbrado por la luz del sol
mediterráneo. Ya solo queda abrir las jaulas de los bichos para que comience el
show; se podría decir que hace 18 siglos ya era costumbre de la administración
exponer los médicos a las masas sedientas de sangre, en su propio beneficio.
Más recientemente, en el siglo pasado, un prócer llamado Alfonso, Guerra de apellido, prometió
en un mitin que no descansaría hasta “verlos en alpargatas”. Aunque de origen
egipcio, curiosamente este tipo de calzado fue particularmente desarrollado en
Roma y perfeccionado en la
Edad Media por los árabes (albarga o albargat). Ignoro si el político en cuestión se ocupó de
documentarse sobre el término, pero me inclino a creer que se refería a esa
humilde prenda de nuestros días, desgraciadamente asociada a la pobreza, a la
miseria, al campo y a aquella puta guerra más lo que vino después de ella.
Retrocedamos de nuevo 1706 años: ese circo, ese calor, ese Pantaleón agobiado, esas
jaulas que se abren… Sorpresa y decepción: ¡los felinos deciden no salir a la
arena! Igual no les apetece, con la que está cayendo (42ºC a la sombra), o lo mismo estaban
hartos de comer carne cristiana. La cuestión es que el hecho, insólito, de no
querer papearse al mártir llama la atención de la chusma, ya conocedora de la tozuda
resistencia a todo tipo de tormentos de este peculiar facultativo de la Edad
Clásica. Un murmullo de admiración recorre la grada y no hacen la ola porque
aún no está inventada.
El caso es que han de cerrar las jaulas con los felinos sin haberse estrenado. Un soldado se
lleva al reo, que no da crédito: «me vais a matar, pero de un susto, cabrones»,
se le oye musitar entre dientes. El César Imperator, muy mosqueado, desesperado
y celoso de la creciente fama que está adquiriendo nuestro estoico galeno, decide
afrontar el asunto como una cuestión personal: «¿A esta rata ¿quién la mata?».
De inmediato toma dos decisiones: la primera, cargarse a los leones de mierda que
lo han dejado en tan incómoda tesitura ante miles de espectadores sedientos de
morbo-gore, y de paso a sus cuidadores. La segunda, tomar el mando de la
situación y asesinarlo del tirón, sin más miramientos; una ejecución ejemplar
que disuada al populacho de cualquier idea revolucionaria.
Y así, el Dr. Pantaleón es llevado
hasta Diocleciano.
(Continuará)
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