La insólita peripecia del doctor
Pantaleón (y II)
Médico,
mártir y santo.
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA. 2011 (reeditado 2020)
Escoltado por dos verracos con
falda, casco y coraza, Pantaleón aparece al comienzo de un interminable
pasillo. Al fondo se intuye la figura del emperador, antaño paciente suyo,
ahora impaciente, nervioso y, sobre todo, muy cabreado. Sentado de soslayo, lo
espera con una pose pretendidamente distinguida pero definitivamente afectada, la
misma que aún, en nuestros tiempos, podemos observar en políticos, cátedros,
jefes de cualquier cosa…
En realidad, Diocleciano le tenía aprecio
al médico;
de hecho, había intentado negociar su abjuración del Cristianismo para
ahorrarle castigos. Por ello, pero de buen rollito, le sometió a cinco
martirios con la esperanza, vana, de que al primero o al segundo entraría en
razón. Como no fue así, y los leones, para colmo, se declararon en huelga, el
galeno es cada vez más popular entre toda clase de ciudadanos, esclavos y
libertos, corriendo el relato de su estoica resistencia y de su milagrosa
inmunidad, de boca en boca, de casa en casa y de villa en villa. El purpúreo baranda,
por el contrario, es objeto de mofa generalizada; cuentan que ordenó ejecutar a
dos centuriones víctimas de un irreprimible ataque de risa.
Pantaleón camina despacio,
debilitado por los disgustos; los esbirros se acoplan a su paso, sin agobiarlo,
presos de un respeto instintivo y desproporcionado a su natural rudeza. A una
prudente distancia de la escena imperial le hacen arrodillarse ante el César,
ocupado en ese justo instante en comprobar la perfección de su manicura,
evitando, cobardemente, la mirada de su antiguo médico y consejero.
«Matando no te comes un chusco Diocle, aquí me
tienes, vivito y coleando», debió decirle el galeno con risita burlona. La ira
del emperador no puede contenerse ante la chulería del futuro santo, ni frente
a los gestos burlones de su propia guardia personal, así que, sin mediar más palabras,
le aplica, él mismo, el sexto martirio; con un espadón del quince lo atraviesa
hasta tres veces, por el pecho, el abdomen y la espalda. Las heridas de
Pantaleón curan en segundos y el médico no palma. El careto del emperador hace
época; sorprendido y aburrido, ordena que se lo lleven de nuevo a los
calabozos; de camino, manda que capen a todos los que se han descojonado
abiertamente.
Vuelve el doctor sobre sus pasos por el
largo camino enlosado de mármol y ribeteado con columnas de alabastro; va escoltado
por sus guardianes, que ya lo admiran en secreto. Cuentan que uno de ellos le
consulta, por el camino, sobre una extraña enfermedad que padece la hermana de
uno de los cuñados de su mujer. Sin pretenderlo estaba inventando la Medicina
de pasillo, tan común en nuestro actual medio.
Reunido con su Consejo de Sabios, Diocleciano
ordena que su cabeza sea separada del resto del cuerpo, para terminar con él
y, sobre todo, con el mito. La decapitación será «inmediata, en lugar apartado
y momento desconocido para la plebe ociosa». Obsérvese que antes de existir
prensa, estos dictadores ya le profesaban pavor a la opinión pública, procurando
facer o desfacer a la chita callando.
Los especialistas en la materia no se ponen
de acuerdo
en si fue decapitado bajo una higuera seca o un olivo muerto, donde, atado, se
cargaron finalmente al mártir. Ya podían haber comenzado por ahí, ahorrando tiempo
y disgustos innecesarios.
Al fin, el soberbio emperador pudo sentirse
triunfador.
Tres años después liquidó a Vicente, y sus hermanas, Sabina y Cristeta, santos
de Ávila. Se había venido arriba con el
subidón de matar a Pantaleón. Poco le duró: no mucho tiempo después, la
enfermedad y la depresión lo van minando inexorablemente. La cohorte de médicos
que le atiende está compuesta, básicamente, por una manada de ignorantes charlatanes;
los pocos galenos de verdad, discretos, acostumbran a callar por no molestar.
Murió Diocleciano con la
certidumbre de haber acabado con Pantaleón, pero no podía estar más equivocado;
cuenta la leyenda que la sangre del santo hizo brotar los frutos del árbol
(brevas o aceitunas, ¿qué más da?). Sus reliquias fueron coleccionadas y
repartidas por medio mundo conocido.
Su sangre, dicen, se conserva en una
ampolla de cristal en el Monasterio de la Encarnación, en pleno centro de
Madrid, cerca del Palacio Real. Todos los días 27 de Julio el incombustible San
Pantaleón obra su milagro: su sangre, que durante el resto del año es costra
milenaria, se licua para volver a coagular 24 horas después. Dicen los más
agoreros que tan malo es que no ocurra lo primero como que no vuelva a cuajar
pasadas las 24 horas de rigor. Relacionan acontecimientos históricos como la Primera
Guerra Mundial o nuestra Guerra Civil, sin ir más lejos, con estos sacros
caprichos. Mala onda, pues, si no se produce este milagro anual.
Sangre de San Pantaleón. Monasterio de la Encarnación. Madrid |
Acuciado por una insana curiosidad, decidí visitar el Real Monasterio de la Encarnación, una construcción renacentista auspiciada por Margarita de Austria, reina de España y consorte de Felipe III. Efectivamente, allí guardan el precioso fluido rojo del mártir en una pequeña urna que, paradójicamente, no goza de un lugar privilegiado en la colección de reliquias. Confundida entre mil objetos de culto, la sangre de San Pantaleón, médico y mártir, espera su particular protagonismo histórico cada 27 de julio.
Habrá personas que no crean el fenómeno
Pantaleón.
Nada que objetar. Uno duda también, y mucho. Como también dudo de esos profetas
contemporáneos procedentes de cualquier máster impartido por interesados chamanes
de la sanidad pública y de la política en general; liberales de corbata o
silicona, modernos de pacotilla y escoria de la profesión más noble; mal que
les pese, nunca podrán suplantar a los profesionales desde sus despachos, tan
alejados de las trincheras y tan próximos a su propia incapacidad (a su
ignorancia, al fin y al cabo), porque ni saben curar, ni sanar, ni mejorar, ni
aliviar siquiera a aquellos a los que falsamente dicen defender. Porque ni les
interesa, ni les importa. Hay demasiados Dioclecianos y pocos Pantaleones. Somos
pocos, sí, pero con una mala hostia que te cagas■
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