El jefe preocupado
De cobardías y crueldad
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Pelotas y aduladores siguen existiendo. Pero ya quedaron atrás los tiempos del capataz, del cómitre y de los galeotes, a pesar de que la nueva ola de autoritarismo que recorre el planeta Tierra pretenda rescatarlos.
Decía uno de los miembros de
Les Luthiers que la esclavitud no se abolió, que en realidad la
cambiaron por ocho horas diarias de trabajo alienante. La afirmación, además de
sorprendente, podría ser acertada para el operario que coloca un tornillo
detrás de otro o para el trabajador cuya única misión es hacer churros en serie.
Sin embargo, no debería serlo para el acto médico,
en el que el profesional necesita el sosiego y la libertad suficientes para indagar,
pensar, razonar, deducir y decidir. Cuando el desastre para la integridad
física de una persona es factible en poco tiempo o es inminente, el médico de
urgencias, particularmente, tiene que completar el proceso a una velocidad muy superior
a la de crucero.
No es creíble esa patraña
que separa profesionalidad y competencia técnica, de humanidad y trato
empático. No es concebible la idea de ser buen médico y no saber ―o no querer―
ponerse en el pellejo de la persona enferma y de sus allegados. Es pensar,
sentir y actuar en consecuencia.
El médico de trinchera, el que atiende enfermos
―porque hay muchos que menos eso, hacen de casi todo― no trabaja con churros o
tornillos, trabaja con personas que ven amenazada su salud, el valor más
deseado. Es una idea simple que nuestros gestores siguen sin entender ni
valorar. Y además, les importa un ardite.
Pretender robotizar los actos médicos
y “homogeneizar la atención” ―¡cómo gusta esta frase entre los grises
habitantes de los despachos!― es atentar contra el pensamiento, la libertad y el
sano debate entre profesionales que mantienen diferencias de criterios.
A día de hoy y desde hace ya demasiado tiempo,
las normas de actuación vienen dictadas desde las zonas administrativas.
Algunos de los “expertos” que se dedican a tales menesteres, lo son, efectivamente,
en evitar manchar sus relucientes batas con los variados fluidos orgánicos que destilan
las miserias de la enfermedad.
«Quiero trasladaros mi
preocupación por los tiempos de espera». Cuando en plena pandemia un jefe de urgencias comunica y transfiere a
los médicos su pesar por el alargamiento de los tramos cronológicos en la
asistencia, es que el asunto goza de especial favor entre sus tareas de gestión.
Las demoras siempre han sido
la némesis de todos, o
casi todos, los servicios de urgencias. Es una disfunción con muchas patas que fallan al
mismo tiempo. En absoluto es únicamente atribuible a los médicos, como parece
pensar el jefe preocupado cuando dice a sus facultativos: «os
ruego que no demoréis la asistencia».
«Este tiempo es un indicador
de calidad de la asistencia a pacientes prioritarios» Esto no es un descubrimiento realizado
en cualquier despacho del Sistema Andaluz de Salud (SAS) ni se lo acaba de
inventar el jefe preocupado. El propio término ‘urgencia’ expresa un
significado íntimamente ligado al crono.
El estrepitoso fracaso en la gestión de la Atención Primaria en Andalucía,
las demoras para pruebas de imagen y para citas con los especialistas —que a su
vez se pelotean los pacientes entre
sí—, y los retrasos en las listas quirúrgicas, provocan una “migración” de
pacientes, masiva y continua, a los servicios de urgencias hospitalarios, cuyo
acceso es libre, el más libre de todos.
En una entrevista de 2011, para el diario Málaga Hoy, el jefe del servicio de urgencias en
aquellos momentos, Guillermo Quesada, afirmó que en más de la mitad de los casos (56%)
no estaba justificado acudir al hospital. «Los
servicios de urgencias son la entrada falsa del sistema, cuando la entrada correcta
es por la atención primaria», afirmó.
El resultado es una mezcla informal de enfermos que necesitan un adelanto del crono, y pacientes que no requieren ningún tipo de asistencia urgente. Separar unos de otros era como purgar lentejas para eliminar las piedras. ¿Cómo solventó el Sistema este dilema? Estableció el triaje a través del programa informático del SAS, el famoso Diraya; desde entonces, de ser mayoría los casos triados como poco o nada urgentes, muchos de ellos pasaron a ser prioritarios. ¡Alehop!
Así, el servicio de urgencias del Hospital Regional de Málaga pasó, de la noche a la mañana, de tener mayoría de pacientes con problemas no urgentes (56% en 2011) a que casi todos fueran prioritarios.
Este hecho tiene un enorme calado político. Poder demostrar,
a través de los datos recogidos por Diraya,
que en Andalucía solo acuden a urgencias casos justificados, y que tanto la
Atención Primaria como la especializada funcionan en niveles de excelencia,
podrían ser buenas bazas electorales. Dos pájaros de un tiro. Pero a Susana
Díaz no le sirvió para mantener el sillón, ahora sostenido por la extrema
derecha, entre otros.
Diraya es mágico, es Joker y Gran Hermano al mismo tiempo. Diraya vigila a los médicos durante su
trabajo. En realidad no es un programa-espía; los que transgreden la intimidad profesional
del médico y de sus pacientes son los gestores, jefes y jefecillos, que lo tienen
instalado en el ordenador de sus casas. Todos los datos médicos de los andaluces están
a su merced.
«No es asumible que más del
30% de los pacientes P2 esperen más de 15 minutos a ser atendidos por el
facultativo» Los pacientes ‘P2’
(prioridad 2), a los que se refiere el jefe preocupado cuando se dirige a sus
médicos de urgencias, son aquellos que, sin tener una amenaza vital inmediata,
presentan un proceso patológico muy urgente que requiere la valoración de un
galeno en menos de 15 minutos, según los expertos del SAS. Dicha prioridad la
establece un Diraya programado para
dar prioridades altas, en base a los datos introducidos por un enfermero tras
preguntar al usuario e interpretar sus síntomas.
Por tanto, es plausible negar la mayor. Si la premisa
principal depende de un software manipulado ad
hoc para obtener determinados resultados, y la información introducida
depende de la interpretación de un factor humano, como es un enfermero agobiado
cuyos intereses personales, en un momento determinado, no coinciden con el
rigor necesario para una correcta clasificación, los resultados se antojan
espurios. Por ejemplo, es difícil asumir que un enfermo derivado desde la
consulta de un especialista, para la que ha estado toda una mañana esperando,
de repente sea una prioridad alta en el servicio de urgencias. Por mucho que lo
diga San Diraya.
«Este tiempo es uno de los objetivos
que tenemos para el próximo año, que más del 80% sea atendido en menos de 15
minutos» Por fin, el jefe
preocupado desvela la verdad de sus cuitas. Se trata de la Unidad de Gestión
Clínica (UGC), ese engendro ideado para, entre otras cosas, “homogeneizar
la atención”. Mediante el establecimiento de unos objetivos pactados con las
jerarquías sanitarias —en Málaga y en Sevilla—, y en función del
grado de cumplimiento de los mismos, existen unos incentivos económicos para el
personal del servicio, incluido el jefe preocupado, que suele ganar más. Para
este, además, es un buen trampolín de ascenso a puestos de mayor enjundia en el
futuro.
Duele pensar en el 20%
restante, los que no
entran en el objetivo del 80%, una vez cumplido. Dos de cada diez están
condenados por la UGC, al menos, a esperar más de lo que dice el famoso Plan
Andaluz de Urgencias y Emergencias (PAUE). ¿Qué será de ese 20%? ¿Está
justificado moral, ética y deontológicamente la participación de un médico en
esta ruleta rusa? El jefe preocupado y todos los gestores suelen enarbolar la
bandera de “lo primero es el bienestar del enfermo”. Uno sabe que esto es una
falacia, y lo sabe de ciencia propia en algún caso determinado.
«Os ruego que abráis la
historia de Diraya, realizando así el registro al inicio de la atención para
que quede constancia». Para quien necesite
muestra, he aquí un botón: el objetivo se cumple cuando hay constancia de que el
enfermo está registrado. El crono se detiene cuando el médico introduce una
frasecita que haga creer a Diraya que
está valorando al paciente de verdad. Puede que sí, puede que no. El jefe
preocupado respira aliviado. A partir de ahora da igual lo que pase con el ‘P2’,
ya está en el bote. Se trata de parecerlo,
no es imprescindible serlo. Queda muy
claro.
Mientras uno escucha
y lee el mismo discurso de los tecnócratas, de forma tan reiterada, sobre
objetivos, métrica del tiempo, circuitos diferenciados, prioridades y
estructuras funcionales, observa a un afortunado paciente que ingresó al borde
del abismo y ahora agradece al equipo de urgencias haberle salvado la vida.
Solo tiene una queja: lleva tres días
en el área de observación esperando cama en el hospital. Está lleno de cables, atado
a un maldito monitor que pita de forma desagradable cuando se mueve más de la
cuenta. No puede levantarse, orina y depone en recipientes de plástico, en la cama,
por supuesto. Su familia lo ve dos horas al día y su enfermedad necesita un
estudio que no comenzará hasta que no esté en su planta.
En este hospital eso no tiene remedio, por eso el jefe preocupado se preocupa de otras cosas; no le preocupan las demoras que sufren los pacientes y familiares para subir a su habitación, ni las derivaciones inadmisibles que el servicio sigue padeciendo, ni las relaciones con Atención Primaria; tampoco parece preocuparle el trato y la actitud evasiva de una mayoría de especialistas, que quieren bajar a urgencias las menos veces posibles. En este sentido sería mejor decir “residentes de especialidades”, es decir, médicos generales que aún no tienen otro título. Repito: médicos generales a los que les llaman cardiólogo, nefróloga o cirujana, lo que, por cierto, es un tremendo fraude para los usuarios que piensan haber sido atendidos por algún especialista titulado. Algunos —no todos— se permiten el lujo de marear a los adjuntos de urgencias, pidiendo pruebas o sugiriendo otros especialistas: la cuestión es no ver al enfermo. Y para colmo, suelen ser soberbios y pendencieros cuando se les afea su actitud.
Todo esto se padece desde hace años y nadie ha hecho nada, salvo Antonio
Rodríguez, el primer jefe de este servicio tras la reorganización de finales
de los 80. Pero este nuevo jefe preocupado, que se dirige a sus médicos
diciéndoles «os ruego», no ruega nada, no pide nada. Es un “rogatorio
imperativo”. El fundamentalismo no es exclusivo de ciertas facciones de
terroristas islámicos. Ni mucho menos. Los fundamentalistas son gente de un
solo libro y creen ciegamente que lo que hacen es lo correcto.
El jefe preocupado podrá sustentar su gestión en una serie de
individuos acríticos, colaboracionistas —que no es lo mismo que colaboradores—
y aduladores. Enfrente va a tener a los que no están dispuestos a callarse por
costumbre. Si pensaba que después de dirigir el segundo hospital de Málaga esto
iba a ser un camino triunfal hacia las más altas cumbres de la dirección
sanitaria, errado anda.
Decía el filósofo renacentista Michel de Montaigne, que la cobardía
es la madre de la crueldad. El poder, en cualquiera de sus formas, huele el
miedo mejor que nadie; y ante el temor de los súbditos se empodera cada vez
más.
Sin cobardes, no hay crueles.
Gracias por una visión desde el mismo túnel,tan crítica y multidimensional que deja pocos o ningún resquicio para comprender estos los problemas de los servicios de urgencia, de los hospitales y de los usuarios del SAS. Me pregunto si es la misma forma errática de gestión que se va implantando en todo el sistema sanitario. Un saludo
ResponderEliminarRealmente no conozco mucho otros sistemas, pero mucho me temo que es algo muy generalizado. Muchas gracias por tu comentario.
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