Ojo con los piojos
Héctor
Muñoz. Málaga
Como este artículo puede ser leído por personas
ajenas a la profesión médica, es conveniente aclarar conceptos antes de
desarrollar el tema. ¿Qué es un MIR?
Literalmente significa médico interno residente: médico general que
accede a través de un examen selectivo a una plaza para su formación como
especialista en un hospital durante un periodo de tiempo, habitualmente cuatro
o cinco años, tras el cual obtiene el título deseado, se supone que acreditando
una serie de conocimientos, habilidades, actitudes y aptitudes. Su trabajo es
remunerado mediante un contrato laboral con un sueldo más lo percibido por las
guardias que realizan; si bien no es una cantidad desorbitada, sí es cierto que
es más que digna para vivir desahogadamente, teniendo en cuenta que la inmensa
mayoría son jóvenes recién salidos de la facultad sin grandes compromisos
familiares, muchos de ellos aún al abrigo de sus padres, orgullosos y
satisfechos de la carrera de sus polluelos. Y polluelas.
Mucho
ha cambiado este sistema -que ha dado y sigue dando excelentes profesionales-
en los últimos años. Cambios que han ido de la mano de una serie de
transformaciones sociales, familiares, políticas, profesionales y laborales,
desde su implantación a finales de los 70. El perfil del MIR de hoy no es el de
antaño, aquel médico feliz por abandonar -al menos temporalmente- la bolsa de
trabajo y las oficinas de empleo, capaz de llegar al hospital a las ocho de la
mañana para presentar, ante la mirada crítica de sus maestros, un raro caso
clínico sacado del New England Journal of Medicine, encargado tres días
antes, nada más y nada menos que por el mismísimo jefe del servicio en el que
hacía su rotación docente, comerse las críticas pertinentes con humildad y propósito
de enmienda, aguantar con nobleza alguna que otra impertinencia, pasar media
planta más o menos tutorizado, informar a familiares y salir a las cuatro de la
tarde o continuar de guardia en esa especialidad para terminar a la misma hora
pero del día siguiente. O llegar a las nueve de la mañana en su turno de 24
horas de urgencias, machacarse generosamente sacrificando en no pocas ocasiones
comidas y cabezadas, para caer muerto y contento en su cama, también a las
cuatro de la tarde del día siguiente, si -con suerte- no le habían colocado un
cursito vespertino de formación específica. Zombis ojerosos con fonendo al
cuello, pijama y bata con los bolsillos exageradamente llenos de notas,
chuletarios, martillo de reflejos y oftalmoscopio; ellas descuidadas de rímel,
sombras de ojos, colorete y pintalabios; ellos, despeinados y barba de dos
días. Todos ganándose el respeto de los médicos adjuntos por su interés, su
trabajo y ansia de superación, disfrutando íntimamente de aquel caso resuelto y
del sincero reconocimiento de un paciente agradecido, cuando no jodidos por un
error o un descuido oportunamente corregidos por un staff atento al
quite. De esta forma, se hacían profesionales solventes con un nombre respetado
en el hospital por su excelente y permanente disposición a no bajar el listón
ni un milímetro, y eran valorados por ello, no por su simpatía, habilidad para reír
gracias, dar palmaditas en la espalda o besar culos agradecidos por no emplear
una expresión mucho más soez.
Los
justos logros laborales, como librar en saliente de guardia, limitar el número
de horas de trabajo y una serie de mejoras económicas, han contribuido de
facto a equilibrar una situación mil veces denunciada, casi en silencio, de
“mano de obra barata”. Y es cierto: la administración ha usado a los MIR en este
sentido, y lo sigue haciendo; con ello ha pretendido compensar el gasto que
supone la formación de estos médicos generales con el progresivo decremento en
las partidas destinadas a la contratación de profesionales ya hechos en el
mismo sistema. Y esto, al menos en Andalucía, ha dado lugar a una mayor
presencia de médicos generales en formación, en primera línea de batalla
asistencial, con una menguada tutorización por la escasez de supervisores, cada
vez más prematuramente quemados y agobiados por la sobrecarga y la precariedad
laboral. Decisiones como las de suprimir guardias de presencia física en
determinadas especialidades para médicos adjuntos (mucho antes de la crisis
actual) avalan lo expuesto. El resultado de todo ello es que un pipiolo o
pipiola, con 14 meses de antigüedad, se presenta ante el paciente y su familia
como cirujano o cirujana, cardiólogo o cardióloga, intensivista, nefrólogo o
nefróloga, traumatólogo o traumatóloga, y así sucesivamente, con un bizantino halo
dorado de sabiduría y santidad, para decidir cuestiones importantes no siempre
resueltas con el talento necesario, o simplemente no resueltas.
Por
otro lado, y como la cuerda suele romperse por el trozo más débil, una serie de
errores médicos propios de la inexperiencia provocaron en su día las
correspondientes sentencias judiciales adversas (los de la toga no entienden de
barcas) que motivaron la orden para que los MIR de primer año no puedan firmar por
sí mismos un documento oficial como puede ser un alta. Sin ser una medida
descabellada, no deja de llamar la atención que un médico recién salido de la
facultad pueda ser responsable de la salud de los cientos de personas del
pueblo más recóndito al que le ha tocado ir en calidad de sustituto, y otro teóricamente
más preparado, con todo tipo de pruebas complementarias a su alcance y la
posibilidad de consultar con cualquier especialista, sea incompetente para
hacerse cargo de un simple resfriado. A los políticos y sus gestores designados
a dedo no les interesa que la población sepa que, en un elevado porcentaje de
casos, es atendida por generalistas aprendices que se hacen pasar -sin rubor y
con cierto recochineo- por consagrados especialistas. Igual, con esta
información, un residente no podría hacer nada hasta su titulación definitiva
porque, puestos a elegir, los pacientes y sus familiares optarían por el de
mayor experiencia.
Social
y familiarmente no debemos olvidar que en los últimos quince años asistimos a
generaciones de jóvenes tipo “Jonatans, Ingrids, Ikers y Ainhoas”. Consentidos
y educados de una manera peculiar, informados y desinformados con smartphones
de última generación, portátil superchulo y sus redes sociales, han sabido
desarrollar, hábilmente, un discurso amoral basado en la libertad del “todo
vale”. Y los MIR no han sido ajenos a estas corrientes; bien es verdad que en
este colectivo no parecen ser mayoría. De momento. Pero los que son, son.
Medicina defensiva a ultranza, más miedo que vergüenza, interesados en aprender
maniobras evasivas antes que dar la cara, pelotas y sumisos con quien les
interesa, déspotas y rebeldes con quien no o con los que estiman que pueden
serlo, vagos de puro vicio y pésimos médicos con muchas leyes presididas por la
del mínimo esfuerzo. Nadie les ha enseñado que hay que respetar las canas, por
encima de todo, aunque no tengan razón, como a tus padres. El problema es que
éstos y éstas no respetan ni a los suyos.
Bastante
se quejó en su día el catedrático y académico, profesor Ciril Rozman, uno de
los padres del sistema MIR, de que no hubiera un examen al final de la residencia. Fue
sustituido por un sistema de tutores que capean el temporal como pueden, sin
malas palabras ni buenos gestos. Y con cierto grado de interés, todo hay que
decirlo. En los últimos meses se han producido en el hospital Carlos Haya
de Málaga, según fuentes solventes, una serie de incidentes con ciertos médicos
generales en formación, casi todos -casualmente- de una misma especialidad,
harto desagradables y que han motivado alguna protesta más que justificada,
incluso con constancia escrita. La reciente reproducción de los mismos, en
grado superlativo, con una recién llegada, invita a pensar en un contagio “boca
a boca” que puede resultar en pandemia. Y se corta de cuajo o termina enmierdando
el ambiente, más de lo que ya lo está.
Si para algunos y
algunas no hay lugar para el respeto, en los demás no debe caber la
misericordia con ellos y ellas. Hay una serie de procedimientos administrativos
-siempre por escrito- desde el jefe de servicio hasta la misma gerente si es
necesario. Cualquier cosa antes de que los piojos pongan huevos. Cualquier cosa
antes de que la mayoría de buenos médicos residentes tengan que pagar por
cuatro gañanes. Y gañanas.
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