Una tarde en el descansillo
Héctor Muñoz. MÁLAGA
Con un mínimo interés y un
poco de tiempo, no es necesario recurrir al cine para vivir pasajes de la vida
cotidiana que nada tienen que envidiar a la ficción cinematográfica. En el
supermercado, en la barbería, en la cola de una ventanilla o en una sala de
espera. En cualquier lugar y en cualquier momento hay situaciones reales
capaces de competir con el mejor guionista cinematográfico.
A los devotos de los hermanos
Marx no les sorprenderán los títulos de algunas de sus películas como Una
noche en la ópera, Un día en las carreras, Una tarde en el circo,
o Una noche en Casablanca. Son
títulos de ficción enmarcados con un toque temporal, que refuerza la sensación
del espectador de que hay cosas que únicamente ocurren en la imaginación del
autor y solo durante unas horas, como si de un sueño, o una pesadilla, se
tratase. Son películas de locura, descontrol, absurdos personajes, gritos,
risas, carreras, esperpento a fin de cuentas y… ¡más madera! Un Groucho totalmente
loco, ácido, acatísico, con su
permanente puro bajo el negro bigotón, acompañado de sus dos escuderos, Chico
y el mudo Harpo —tan listos y tocapelotas como el otro— protagonizan comedias
tan críticas, mordaces e irónicas,
como ellos mismos. Estas joyas del celuloide son botones de muestra de la
capacidad creativa de los seres humanos (que es mucha pero no de todos); poseen
la virtud suprema, oscura y clarividente a un tiempo, de mostrar sin reparos, a
cara de perro, la recurrente ridiculez de la sociedad de ayer y de la de hoy, que
son la misma. Escenas
que caricaturizan muchas costumbres sociales, algunas arraigadas en su propio
origen étnico, casi genéticas, ancestrales y primitivas; otras importadas e
incorporadas al imaginario colectivo de la comunidad, y muchas inducidas o favorecidas
por la persuasión que ejerce el poder y el dinero (que son la misma cosa) a
través de sus agentes y de sus canales propagandísticos.
Roque Ferrante es un funcionario de los de toda la vida; un
servidor público con inquietudes privadas, al que un simple resbalón, seguido
de un giro contrario a las leyes de la cinética, le ha roto una pierna y lo ha
convertido en un lisiado temporal. De la noche a la mañana se ha transformado
en un patoso con muletas, un ser preocupado por una extremidad, por unos
escalones, por los suelos pulidos y por cualquier distancia que supere los diez
metros. Roque sufre en la ducha diaria y cuida de no trastabillarse, porque no
sabe si es peor romperse de nuevo la mala o joderse también la buena; que
cualquier cosa puede pasar en un estado de tanta inseguridad. Roque se siente
vulnerable, casi indefenso. Siempre ha presumido de gozar con la lluvia, de
contemplarla extasiado tras los cristales, de disfrutarla paseando por la ciudad. Ahora la mira
con desasosiego. «¡Que no llueva mañana, por Dios, que tengo que ir al médico!»,
suplica mientras se imagina coordinando un paraguas y dos muletas… a la pata coja.
Espectacularmente patético, circense.
Amanece
despejado. Ha llegado el día. Mientras intenta enfundarse unos malditos calcetines
negros, Ferrante piensa en el suspense que provoca ir al médico; podría olvidar
su aniversario de boda o el santo de su madre, pero no la cita con el cofrade
de Asclepio, el de la porra y la serpiente: «Vaya ocurrencia —discurre en
silencio—, representar la Medicina con un palo como un demonio y una bicha de
venenosa pinta. Esta gente es muy rara, para empezar. Lo demás vendrá rodado y
que sea lo que Dios disponga».
El Camino Español de los tercios de
Flandes se le antoja a Roque un tranquilo rular frente a los más de veinte
escalones que separan la corteza terrestre de la puerta principal del hospital.
Al que diseñó el sistema no debieron explicarle bien lo que es un cojo, ni le
comentaron que por estos establecimientos suelen pulular personas perjudicadas;
no le advirtieron de que las muletas no llevan muelles impulsores, ni de que los
carritos de ruedas no llevan tracción trasera.
La cuestión es que Ferrante, triunfador
sobre tales obstáculos, espera su turno para la revisión programada, sentado en
uno de los desgastados sillones colocados en el descansillo de la cuarta planta
del hospital, una zona de paso a la que llaman «sala de espera». Armado con
paciencia de paciente —condición que asume plenamente a estas alturas—, un
periódico del día y El Hereje de Delibes, ralentiza deliberadamente su
reloj vital, dispuesto a sobrellevar dignamente el tiempo muerto de una tarde
que se presume eterna. Roque goza de una posición estratégica: sentado frente a
las escaleras y los ascensores, entre dos largas salas de habitaciones, a
derecha e izquierda, sin perder de vista las santas muletas, que son sus
nervios motores, sus mudos lazarillos; tiene ante sus pupilas el panorama
completo de una representación social: las visitas a los enfermos de un
hospital. Casi en estado de hipnosis, por el espectáculo que se le ofrece, le
resulta imposible siquiera pasar del titular de portada.
Se supone que un hospital es un lugar destinado, en su
último fin, al restablecimiento, la curación, el alivio y el descanso de
personas enfermas, desgraciadas y auténticas protagonistas de esta historia,
que bastante tienen ya con la que les ha caído. Y sin embargo, Roque tiene la
sensación de que es al contrario: la visita a los encamados es un rito atávico
de obligado cumplimiento, muy al uso en esta España nuestra, particularmente en
la zona más meridional de la misma; rito considerado por los administradores
del sistema, los responsables de gestionar el transcurrir de lo cotidiano, como
una pieza básica –algún lumbreras la llamará «herramienta»– en el proceso
terapéutico. De otra forma, no se entienden tantas horas permitidas, durante
las cuales entra allí lo más grande, sin el mínimo control, ad libitum.
Riadas de conocidos y conocidas, agrupándose de dos en dos,
de tres en tres, o de más en más, da lo mismo, saliendo de esos pobres
ascensores, que si hablaran lo harían cantando por Antonio Molina Soy un pobre presidiario, ¡Ay! Málaga mía o Tengo
una pena, pena. Desorientados y aturdidos unos, buscando una figura
con bata blanca o pijama verde a la que asaltar con sus dudas; displicentes y
expertos otros, con la seguridad y el aplomo que da conocer el terreno, hacen
de guías para las nuevas visitas, como si mostraran su casa o cualquier
itinerario turístico. Todo está impregnado de un tufo folklórico, que nada
tiene que ver con las dolencias; en un ambiente adornado de risas, carcajadas y
voces —«¡niñaa que no es por ahí!»—, se ahogan los llantos silenciosos, como el
de una mujer que se queja a sus primas —recién llegadas de La Línea en el autobús
de Portillo—, de que su marido no viene hoy a ver a su hermana, porque está en
el bar, jugando al dominó, privando y esperando la championlig (en
realidad, el pájaro aún no ha cumplido visita en los veinte días que la cuñada
lleva ingresada).
El lienzo lo completan el moderno
del mp3 con los oídos obturados por Andy y por Lucas, desatendiendo las
indicaciones de su madre, que le grita en vano para que gire 180 grados; la
maciza con minifalda y leotardos verdes que distrae al personal masculino y
proporciona tema para el escarnio al femenino; la enterada que sabe más de
Medicina que el mismísimo Marañón, y que pregona a voces sus conocimientos y
experiencias previas; y el corro de chicharras que, en una esquina, se alían y
se calientan para criticar despiadadamente al médico de turno, ese holgazán desagradecido
al que todos y todas costean el sustento de su familia. De fondo, expuesta en
la pared de forma bien visible, la conocida carta de derechos, muchos, y
deberes, pocos, del usuario. Y ese pobre anciano, encorvado, jadeante,
claramente enfermo, más que muchos de los hospitalizados, con la mirada perdida
y la parca en la frente, ayudado por sus cercanos, en riguroso cumplimiento del
compromiso adquirido; ¿y quién le visita a él? Entra y sale a los 10 minutos,
igual de encorvado, igual de jadeante, o más, con la satisfacción del deber
cumplido en la cara de sus acompañantes, que no en la suya, resignada ya ante
lo inevitable. Consternado, Roque piensa en ese pobre hombre y en el calvario
que le están haciendo pasar. E instintivamente imagina la cara y los
pensamientos del paciente visitado, al verlo: «… esta criatura es la que
debería estar aquí… Vaya ánimos».
Y cómo no podía ser de otra
forma, ajenos al entorno, como en otro plano existencial, dos operarios de
mantenimiento, oportunos para variar, desarman una techumbre en pleno pasillo; uno, encaramado a una escalera de aluminio, metiendo
y sacando cables, comunicándose a gritos con el otro, como si estuvieran en la
obra del metro. Un propio, un «visitador» de compromiso, harto de oír las
mismas gilipolleces de siempre, a pie de cama, en una habitación abarrotada, y aficionado
al bricolage, se entretiene en el lance, dando expertos consejos a los
profesionales, del tipo de «dile a tus
jefes que la próxima vez pongan tubos traqueados de peuvecé». Ahí queda eso.
Hasta aquí, puede decirse que,
bueno… todo esto es previsible, consabido, rutinario, criticable, sí, pero
real, pinturero y costumbrista. Ferrante, ensimismado, casi ha olvidado la
dolencia cuando oye su nombre: de forma torpe y atropellada se levanta, toma
las muletas y avanza hacia lo desconocido; la consulta es pequeña pero bien
iluminada. El galeno, tras diversas maniobras exploratorias (diseñadas para
doler), sentencia: «esto va muy bien». Roque está eufórico. Y en un arranque de
solidaridad le comenta al médico la vorágine que acaba de presenciar, esperando
del mismo, convencido, un arranque de ira por tener que sufrirla en sus propias
carnes. Ingenuo error, Roque Ferrante: lejos de despotricar de la situación
cotidiana, el facultativo confiesa que es un mal menor que hay que agradecer,
porque, de no ser por «la visita», ¿quién daría de comer puntualmente a los
impedidos? ¿Quién levantaría del catre a los ancianos? ¿Quién avisaría con
tiempo, antes de que los demenciados se subieran por las paredes? ¿Quién
evitaría que las uñas de algunos crecieran hasta hacer sombra?
—
Y
los fines de semana la cosa es mucho peor.
—
Eso
es imposible, doctor.
—
No
hay personal suficiente, amigo. Lo que tenemos no da para más.
El bueno de Roque imagina febrilmente
trenes y autobuses especiales, fletados expresamente; hordas de cumplidores y
cumplidoras acudiendo en peregrinación dominical al sagrado ritual; billones de
bacterias hambrientas penetrando en el recinto y miles de decibelios molestando
a los enfermos, ante la permisividad de los que mandan. Una visión inesperada
de la cuestión que le sonroja por su propia candidez; un giro insospechado que le
indigna por su mezquindad: en el fondo todo es un apaño tácito; ni escrito ni
verbalizado. Es el dame pan y dime tonto:
puedes campar a tus anchas, vale, pero no protestes. Y vótame.
Hay quien tiene lo que quiere,
otros lo que pueden y muchos lo que se merecen.
Nota: es una crónica hecha hace dos años, reelaborada ahora.
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