UN MARCAPASOS
ERRANTE
Héctor
Muñoz. MÁLAGA
Esta es la historia del señor Pérez, un venerable
anciano imposibilitado para decidir por su incapacidad cognitiva, que, como
otros muchos en esa misma tesitura, termina en urgencias por un dolor en las
piernas, en la cabeza o en donde otros decidan que albergan sus quejas. Al fin
y al cabo, da igual: su pulso no pasa de 35 latidos por minuto. Mala suerte,
señor Pérez. La ciencia acaba de descubrir que sus dolores son fruto de su
lento palpitar. Se pone en marcha la maquinaria asistencial. El abuelo observa,
impertérrito, cómo le pinchan y lo siembran de cables. El especialista dice que
necesita un marcapasos; el sentido común dice que así lleva ni se sabe cuánto
tiempo y que de poco servirá. La hija dice que a su padre se le coloca el
marcapasos, sí o sí, que para eso ha cotizado tantos años. El que se lo tiene
que poner dice que vale, que se hará cuando se pueda. Pero hoy no. Mañana. El
de la UVI está
agobiado, sin camas libres. El señor Pérez se queda ingresado en observación.
Los de urgencias también están agobiados. Todo es un puro agobio.
Y de pronto, la pregunta que todos esperan: «¿Este
enfermo come?»
El tema no es baladí, porque comer es una necesidad
vital. De hecho, al señor Pérez se le van los ojos detrás de las bandejas con
comida preenvasada que exhiben ante sus ojos. «De momento no come», dice uno,
«que le van a poner un marcapasos».
Y como en el bolero, pasan las horas y llega la cena.
― ¿Este enfermo come?
― Que coma, pero después estará en ayunas hasta
mañana, que le van a poner un marcapasos.
Al señor Pérez, se le ilumina la cara. ¡Cómo jala el
señor Pérez! Con fruición, devora lo que le dan; sus hijas lo flipan: «¡Qué mejoraíto
está!» Y eso que sigue a 35 latidos, a piñón fijo. Parece intuir que la orden
es dejarlo en ayunas, porque… mañana le van a poner un marcapasos.
El señor Pérez es buena gente. Incluso en personas con
problemas cognitivos, se nota la buena gente. Ni un ruido da la criatura en
toda una larga noche. Con el alba y el nuevo turno se oye de nuevo lo de si
come o no come, y lo de que le van a poner un marcapasos: no hay desayuno. Las
nueve, las diez, las once, la hora de la visita... Hoy no, mañana. ¡Albricias!
El paciente come, y ¡cómo come!
A las cinco de la tarde, como en las corridas de
toros, aparece alguien diciendo que le van a poner el dichoso aparatito.
Increíble. Ahora el problema es que ha comido. «No pasa nada, es con anestesia
local», manifiesta el técnico. Toma del frasco, Carrasco. Inmediatamente se
pone en marcha el operativo de avisar a los familiares para que acudan a firmar
el consentimiento informado, cosa que hacen, felices como perdices, aunque no
entienden bien la política «dietética»: se les explica que, a veces, las tripas
trabajan a una gran velocidad, para contradecir al corazón, como parece ser el
caso. Dan las seis, las siete, ya noche cerrada. Contraorden: hoy no hay
marcapasos. Mañana. ¿Por qué? No se sabe (algunos sí lo saben).
La cena del señor Pérez resulta espectacular. A
alguien se le ocurre, incluso, darle un polvorón, por los desayunos perdidos,
pero a otros les parece riesgoso. Por la
mañana tampoco va a desayunar.
Porque le van a colocar un marcapasos. El mítico
Marcapasos Errante.
Moraleja. En muchas ocasiones, el sistema fracasa
estrepitosamente, como es el caso. Lo peor es que, además, se ofrece una imagen
grotesca, fragmentada, se transmite una sensación de descontrol, porque los que
dan la cara, lo hacen de oídas, meros transmisores de decisiones que son
difíciles de explicar sin conocer ni decir la verdad. Ésta solo tiene una
versión. A partir de ahora deben ser los responsables, los encargados de todo
ello. Cuando éstos tengan que dar la jeta, se acabará el problema.
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