ABEL
CELATOR
V
Lecciones de tauromaquia
Son las once. La nocturna
quietud del pasillo principal, que le lleva de vuelta al tajo, se rompe
brutalmente ante sus ojos cuando Jarrete emboca el de urgencias, camino de su
consulta. Enfermos en camillas y carros que ya no caben en otro lugar. Familiares
ocupando el paso o echados contra la pared, al acecho de una bata blanca o un
pijama verde a los que preguntar, inquirir y presionar. Alguna enfermera,
desquiciada, regaña a voces a unos usuarios; giran la mirada sin darse por
aludidos, o se encaran con ella en el peor de los casos. Si ese pasillo fuera
una calle, se llamaría la de la Hostilidad. Un celador pide paso por caridad
cuando ya no puede sortear más obstáculos. Especialistas mendigando una
consulta… El de seguridad, de espaldas al cotarro, parapetado tras una especie de
atril en el que le han ubicado, vigila la entrada como si se temiera un
abordaje pirata o una razia almorávide. Todo este indigesto cóctel no es más
que el resultado de mezclar la incompetencia dolosa de unos gestores a dedo, con
la más absoluta ausencia de conciencia ciudadana por parte de una población
mayoritariamente maleducada. La guinda la ponen unos profesionales quemados y
desmotivados.
«Si éste es uno de
los mejores sistemas sanitarios públicos del mundo, cómo será el peor», masculla
Paco mientras introduce su contraseña para continuar el trabajo. La aplicación
informática es un lento y pesado programa, que se empeña tenazmente en trabar
el discurrir del tiempo a base de continuas zancadillas, frenazos y parones.
Seis o siete clics de ratón enlazan con otro programa, el de las pruebas
radiológicas. Otros tantos toques para el de los análisis. Al fin, el galeno
consigue llegar a los resultados de María Gaviria; a medida que los contempla,
el rostro se le descuelga cada vez más. Aquella apresurada hipótesis de que
todo se debía a una indigestión, se le derrumba de un solo golpe ante la
evidencia de un disturbio de mayores proporciones. Lo peor es que no baraja una
alternativa creíble porque no tiene ni idea de lo que le ocurre a su paciente.
Al menos, ahora intuye que la cosa puede ser grave. En estos casos, los
residentes recurren a consultar con algún médico adjunto, jerárquicamente
superior, al que se le supone mayor experiencia y capacidad resolutiva.
―Caye, necesito comentarte un caso.
―Espera un momento,
termino de dar un alta.
La figura del
consultor ―ese solícito experto que derrama años de conocimientos, casi sin
pretenderlo, iluminando para otros los oscuros rincones que se ocultan tras los
síntomas de la enfermedad― se ve cada día más distorsionada, como si solo un
espejo de feria fuera ya capaz de reflejarla. Cayetana Berruezo es médico de
familia. Lleva nueve años en urgencias encadenando contratos basura. Le pagan
mal y lo hacen para que engrase la cadena productiva en la que han convertido
la atención sanitaria. Tiene el tiempo justo para enjuagar los trapos sucios
sin plantearse cuestiones de mayor profundidad. Ya lo harán otros… o no. Mientras
los números cuadren y los indicadores sonrían según lo previsto, las bolitas no
dejarán de girar dentro de la gran ruleta. Los desgraciados peregrinarán de un
lado a otro y volverán, una y otra vez, al mismo lugar, a no ser que la suerte los
lleve a la casilla ganadora o la fatalidad los acoja en negro descanso.
Más liberada,
Cayetana estudia el caso sin levantarse del asiento.
―¿Quieres tocarle
la barriga? Le duele toda, pero la verdad es que la paciente no colabora
mucho ―como ocurre con cierta frecuencia, Jarrete culpa a la paciente para
justificar su falta de destreza.
―No Paco, no hace
falta; por lo que me cuentas y con estas pruebas tan alteradas, tienes que avisar
a los cirujanos para que le echen un vistazo. Si tardan, le pones un
calmante. Y se lo explicas a María.
Seis pisos por
encima, la residente de cirugía escucha el relato del caso mientras mira la
radiografía y el análisis.
―Pídele una
ecografía y cuando la tengas me vuelves a avisar ―sentencia con lacónica
autoridad, sin hacer caso de la indicación de Cayetana.
―¿No vas a verla
antes? Tiene mucho dolor y aún no le he puesto nada.
―Pínchale un
analgésico y me avisas cuando tengas la ecografía.
―De acuerdo,
gracias...
«Ya me han pegado
dos capotazos y estamos como al principio, ¡joder!», se dice en voz alta el
futuro otorrinolaringólogo, mientras busca a María Gaviria en otra sala, tan
atestada y ruidosa como la primera. Al verlo, la sobrina señala su posición
moviendo los brazos en alto, de forma ostensible.
―¿Cómo han salido
las pruebas doctor?
―Regular, señora. Vamos
a calmarle el dolor a su tía y le acabo de solicitar una ecografía. Más tarde
la verán los cirujanos, cuando llegue el resultado.
―Entonces... ¿no es
la comida que le sentó mal?
―Ya dije que no
había comido nada ―murmura la enferma con la vista perdida.
―Parece que hay algo
más, pero de momento no puedo decirle otra cosa.
―¿Tardará mucho, doctor?
―Eso ya no depende
de mí.
Es la segunda vez,
desde que entró, que Adela tiene que oír esa maldita frase. El viejo reloj
redondo, que domina la sala desde lo más alto de una columna, acaba de marcar
las doce de la noche. Lleva diez minutos de retraso.
Continuará
Este capítulo resulta angustioso de puro verídico. Novela negra
ResponderEliminarRetraro hiperrealista de un día cualquiera
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