Urgencias:
siete días sin sombras
HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA
Hoy es seis de enero y Antonio puede perder la vida a
sus 47 años. Se ha estrellado contra un coche que no ha visto venir. O lo ha visto
demasiado tarde para poder esquivarlo con la moto. Hoy, sus reyes magos no
vienen de oriente ni lucen coronas; van vestidos de verde y trabajan para
salvarlo. A pocos metros, en la segunda sala de críticos, otro equipo atiende a
Teresa. Está consciente pero cada vez la ven más somnolienta. Le duele la
cabeza y no para de vomitar. Dos enfermeras vigilan sus constantes vitales y ponen
medicación intravenosa. Los médicos examinan el escáner en la pantalla del
ordenador. Uno de ellos señala una enorme mancha, blanca y redonda, que
contrasta sobre el gris del cerebro. Una grave hemorragia intracraneal amenaza
a esta mujer, con 77 años y una vida muy activa.
La puerta
Los servicios de urgencias de los hospitales públicos
de Andalucía registran más de tres millones de visitas al año, según el
Servicio Andaluz de Salud (SAS). La mayoría de los casos no presentan la
gravedad de Antonio o de Teresa. Contemplar desde dentro un mundo en el que a
unos metros de un señor con un dolor de muelas, en otra sala cercana, atienden a
otro con una parada cardiaca, provoca una extraña sensación de desdoblamiento.
En la jerga sanitaria, al servicio
de urgencias de cualquier hospital se le conoce como ‘la puerta’. Hay otras,
pero esta es la que nunca cierra. La del Carlos Haya de Málaga lleva 60 años
abierta. Para llegar hasta ella, desde la calle, hay que atravesar un corto y angosto
túnel, casi siempre ocupado por ambulancias o coches de particulares —en fila
de a uno cuando coinciden dos o más— que llevan o recogen pacientes en un goteo
casi permanente.
Cuando el visitante traspasa el dintel
de esa puerta, deja atrás los rayos del sol o las penumbras de la noche. De
pronto, todo lo envuelve una blanca luz artificial que no deja sombras. A la
izquierda, tras un mostrador, los administrativos atienden a los usuarios y
trabajan entre papeles, ordenadores y teléfonos. Al frente, la entrada que da
paso a las dependencias asistenciales está flanqueada a un lado por los
celadores, y al otro por un guardia de seguridad que se sienta detrás de una mesa
alta y estrecha. Algunos carritos de ruedas aguardan, arrinconados, el momento
de transportar a algún paciente que los necesite.
Los lunes y la Poli
A media mañana ya no cabe un alfiler en la pequeña sala
a la que van llegando aquellos pacientes que a primera vista no necesitan una actuación
inmediata, que son la mayoría. Acuden con un cierto ritmo, agrupados en oleadas
más o menos espaciadas en el tiempo. «Acaba de llegar un ‘autobús’ y nos esperan
muchos más porque hoy es lunes», dice la enfermera refiriéndose a una de esas
olas. La zona se llama Policlínica. Suele estar sobrecargada y puede llegar a
ser muy conflictiva cuando la gente pierde los nervios. El personal la conoce
como la Poli, y las quejas sobre las malas condiciones de trabajo allí son
moneda corriente.
¿Qué pasa los lunes? María y Juan,
enfermera y médico, ambos veteranos, aseguran que es el día de la semana en el
que, con diferencia, se registra la mayor afluencia de público. No es una leyenda
urbana: según la Junta, en las urgencias de todos los hospitales públicos de Andalucía,
se atienden anualmente cerca de cien mil casos más los lunes que los sábados. María
se pregunta irónicamente si es casualidad que los fines de semana la gente
tenga mejor salud que los lunes. Cree que lo que realmente ocurre «es que
aguantan el fin de semana y el lunes prefieren ir a urgencias, por tonterías,
para no tener que esperar cita con el médico de cabecera». Juan añade: «A
muchos solo les interesa conseguir un papel que les justifique faltar al
trabajo, y aquí se lo damos por no discutir». Recuerda que el mismo Guillermo
Quesada, anterior jefe de urgencias, declaró hace unos años a un diario
malagueño que la mitad de los casos que se atienden no tendrían que acudir a
este servicio.
«¿Cuándo me toca
a mí?»
La sala, llamada ‘recepción de enfermos’, es de planta
rectangular y mide unos 35 metros cuadrados. Tiene unas amplias ventanas de
cristales esmerilados que dan al exterior. A veces están abiertas para ventilar
la cargada atmósfera y algunos usuarios aprovechan para comunicar con sus
allegados que aguardan fuera.
A partir de las 11 o las 12
de la mañana
todo se
va demorando
Hay varios sillones azulones de un escay gastado
por el uso, y un par de filas de asientos metálicos, también azules, para los
pacientes y sus acompañantes. Al fondo, en una pequeña mesa en la que a duras
penas cabe el ordenador, María pregunta el motivo de consulta y clasifica a un
enfermo según la prioridad con la que debe ser atendido. Trabaja ante la mirada
y los oídos de todos los que esperan. No hay intimidad. Otro enfermero toma las
constantes y hace los electrocardiogramas en una camilla semioculta por una
cortina blanca. A partir de las 11 o las 12 de la mañana, la demanda va
creciendo tanto, y tan rápido, que ni María ni su compañero pueden mantener el
ritmo y todo se va demorando. Lo mismo les pasa a los médicos, que cada vez
tardan más en llamar al siguiente. Un señor, acomodado en uno de los sillones,
lee tranquilamente su libro electrónico mientras espera oír su nombre. De vez
en cuando, levanta la vista y otea el panorama. Una señora, menos paciente,
sale al pasillo, regresa a la sala, resopla cada vez que se cruza con una bata
blanca y pregunta reiterativamente: «¿Cuándo me toca a mí?».
Imagen de archivo de las urgencias de Carlos Haya. Sala de recepción de enfermos / Diario Sur |
El pasillo se va llenando porque en
la sala ya no caben. Una celadora —mediana edad, bajita y regordeta— maniobra
con dificultad para no atropellar a alguien con la camilla, sin perder el ánimo
ni el buen humor: «Piii-piii, apartarse por favor». En su camino, se
cruza con un joven que llega con su mano izquierda envuelta en un paño de
cocina y va dejando, tras sus pasos, un reguero de goterones rojos en el suelo.
«Esto es un clásico en fiestas navideñas —dice Pedro, el enfermero que está hoy
en la sala de curas—; se compran un cuchillo jamonero y a las primeras de
cambio se rebanan un dedo».
El sonido de un monitor cardiaco y los
uniformes anaranjados anuncian la llegada del 061. Entran con paso ligero y van
directamente al área de Observación. Las dos enormes hojas metálicas de la
puerta que da a la zona en la que se atienden los casos más graves, se abaten
pesadamente para dar entrada al equipo de emergencias que traslada a una mujer
accidentada. El murmullo de la Poli
se pierde abruptamente allí dentro.
Demasiados
frentes abiertos
Eva tiene 27 años, se ha salido de la calzada y ha
colisionado frontalmente contra un rocoso talud. El médico del 061 muestra la
foto —tomada con su móvil— del escenario y del coche destrozado. Cuesta entender
cómo es posible que esté viva. Han sido necesarios los bomberos para sacarla de
esa cárcel de chapas aplastadas. Pregunta qué le ha pasado, no recuerda nada. Tiene
una aparatosa brecha en la cabeza pero los médicos no temen por su vida. Beatriz,
una joven médico residente (MIR), la tranquiliza con ternura mientras se
prepara el traslado a la sala de escáner.
Observación cuenta con
dos salas de
críticos,
23 camas y nueve sillones
Tendrán que recorrer 200 metros hasta
allí y todos los movimientos habrán de ser cuidadosos y calculados hasta que
puedan descartar lesiones en el cuello. Los sanitarios están listos en la sala
de críticos, esperando impacientes a que haya celadores disponibles para
llevarla. «Siempre es la misma historia», dice Victoria, una de las enfermeras,
con gesto resignado.
El área de Observación es un espacio
independiente de la Poli. Además de las
dos salas para enfermos críticos, dispone de nueve sillones y 23 camas para los
más graves. Ángel es uno de ellos. A una distancia de varios metros parece el
piloto de una nave interestelar, con una gran máscara de oxígeno, rodeado de
luces multicolor que parpadean al ritmo de sus maltrechas constantes vitales y
se acompañan de una sinfonía de bips,
pins y bings. Diego, su enfermero, dice que es un paciente «buenísimo, muy
colaborador». Le permite tener puestas sus queridas gafas de montura dorada que
a veces se enredan con uno de los muchos cables, gomas y catéteres que cruzan
su pecho y le impiden moverse libremente en la cama, en la que se hunde poco a
poco arrastrado por el sobrepeso. Ángel no pierde la paciencia ni la educación,
y en varias ocasiones manifiesta su agradecimiento «a la Seguridad Social». A
pesar de todos los cuidados y tratamientos, su castigado corazón no ayuda a
tanta ciencia y los riñones se han declarado en quiebra. Su médico tuerce el
gesto cada vez que revisa su evolución: «Esto tiene muy mal pronóstico».
La sala está casi completa. Además
de Ángel, hay otros pacientes inestables, como Concepción, una anciana con una
grave dolencia abdominal complicada con insuficiencia respiratoria. Requieren
atención continua y el personal no da abasto para tanto. Al mismo tiempo, van
entrando nuevos ingresos. El teléfono no para de sonar: llaman de laboratorio o
de radiología por cualquier problema que surge, del hospital de la Axarquía y
del Costa del Sol para anunciar algún traslado, del servicio de admisión para
comunicar una incidencia, del 061… Entremedias, el equipo que atiende a Eva
regresa de rayos. Buenas noticias: el escáner solo muestra una leve lesión
cervical. El cerebro está intacto. El cirujano plástico explora la enorme
herida, tan amplia que decide suturarla en quirófano, bajo anestesia general.
Le explica que toda la energía del impacto se ha agotado en desgarrar el cuero
cabelludo, y que eso ha evitado que tenga lesiones internas. Ella se sabe ya
fuera de peligro y ahora le preocupa la estética: «¿Quedará una cicatriz muy
fea, doctor?».
Durante las navidades
han inhabilitado
104 camas en el hospital
Y así van pasando las horas. Son
casi las 12 de la noche y las hijas de una paciente ingresada en Observación
reclaman en admisión una cama en planta para su madre: «No estamos dispuestas a
que se tire aquí abajo tres días, como las dos últimas veces». Quieren hablar
con Ruiz, el médico que hace la labor de jefe de guardia. Este les explica: «Su
madre necesita una habitación de aislamiento porque tiene una infección por una
bacteria resistente a casi todos los antibióticos. En este momento no hay camas
en el hospital, ni siquiera para los enfermos que pueden ir a una habitación
normal. Yo lo intentaré, pero no les prometo nada». El problema de camas en el
Carlos Haya es diario, dicen los trabajadores, y empeora en épocas vacacionales
por el cierre de plantas, como está ocurriendo en estos días navideños. Según
un documento interno que manejan los administrativos del servicio de admisión,
en ese mismo momento hay 104 camas inhabilitadas, solo en los pabellones A y B
del hospital, sin contar el materno-infantil ni el Civil.
No hay soluciones
para todo
Con las primeras claridades del día el personal desfila
por las puertas del hospital hacia sus puestos de trabajo. En la explanada
trasera del pabellón B, el más nuevo, varios gatos buscan su desayuno esperando
el descuido de alguno de los gorriones que picotean las migas de pan que
alguien les echa diariamente. El servicio de limpieza aprovecha la primera
hora, en la que casi no hay pacientes, para barrer, fregar, desinfectar y pulir
el suelo de la Policlínica.
Carmen espera una resonancia
y una cita con el traumatólogo
desde hace dos meses
Como cada mañana, los médicos de urgencias se
reúnen en una pequeña sala antes de ir al tajo. Allí se dan el relevo, comentan
los casos más complejos y las incidencias del día anterior. Últimamente, los
problemas que tiene el servicio para cubrir todos los puestos son motivo de
discusiones entre ellos y con el jefe. Aunque la puerta está cerrada, desde el
pasillo se oye alguna voz más alta que otra. Salen con caras de circunstancias,
atienden a los comerciales de los laboratorios farmacéuticos —que repiten lo
mismo todos los días— y ocupan sus puestos de trabajo.
Carmen tiene 53 años, los mismos que
lleva arrastrando una enfermedad muscular hereditaria, responsable de su
delgadez y de una expresión facial de profunda tristeza. Va bien vestida y
maquillada. Es una experta de los servicios sanitarios y dice que la mejor hora
para ir a urgencias, y no tener que aguardar mucho tiempo, es a las nueve de la
mañana. Le comenta al médico que los dolores de espalda no la dejan dormir, que
ya no puede más. Se queja de llevar casi dos meses esperando a que le hagan una
resonancia magnética y que la vea el traumatólogo: «A esto no hay derecho, es
inhumano». La lista de medicamentos que toma no cabe en la pantalla del
ordenador. Una inyección y algunas palabras de consuelo la conforman y se
marcha por donde llegó. Si el sistema tiene alguna solución para su problema
—que no sea la de tomar más fármacos—, no parece que ande muy cercana.
«Ascensión, hay que
dar una descarga eléctrica
para cortar la arritmia»
No es el caso de la señora Ascensión.
Su corazón marcha a 160 latidos por minuto, sin cadencia fija. El
electrocardiograma revela una arritmia completa y la ingresan en Observación.
Le canalizan una vena y empiezan a pasarle un suero con medicación
antiarrítmica. Bien entrada la tarde, el monitor sigue marcando entre 150 y
160. La paciente comienza a respirar con dificultad, está fría, muy pálida y un
sudor helado perla su frente. La enfermera avisa a Manuel, el médico de
guardia. Son síntomas de fracaso cardiaco, los fármacos no han servido y hay
que buscar otra solución: «Ascensión, tenemos que dar una descarga eléctrica
para intentar cortar la arritmia». Mientras preparan todo lo necesario en la
sala de críticos, la paciente firma el consentimiento informado y pide que
avisen a sus familiares. No hay demasiado tiempo. El potente hipnótico
administrado la duerme profundamente en dos minutos escasos. Todo parece muy
ritual, los pasos están perfectamente marcados. Un médico se encarga de vigilar
la respiración y el otro toma dos planchas metálicas, untadas con un pegajoso
gel conductor, y las aplica fuertemente sobre el tórax. Antes de pulsar el
botón avisa para que los demás se retiren y no toquen nada que les pueda
trasmitir la electricidad. El resultado es espectacular. El cuerpo de Ascensión
se contrae entero y se levanta un par de centímetros sobre la cama. Todos
vuelven la vista a la pantallita del monitor. Marca un ritmo pausado a 65 por
minuto, que arranca sonrisas y rebaja, de golpe, la enorme tensión del momento.
La paciente pasará una buena noche. No ha sido magia, tan solo una solución
eficaz.
Ansias de vivir
Un nuevo día comienza con altercado en la Poli. «¡Que tenéis mucha cara!». Así
increpa una señora a la enfermera porque entiende que ha dado trato de favor a
un chico —familiar del administrativo del hospital que lo acompaña— que llega
con un dolor en el pecho y lo atienden antes que a ella. Alertados por los
gritos, los curiosos se arremolinan en el pasillo y el personal de seguridad
intenta tranquilizarla y poner orden. La enfermera se siente violentada y los
compañeros se la llevan a otro lugar. El joven tiene un neumotórax —una fuga de
aire en un pulmón— y pasa a Observación porque necesita que le coloquen un tubo
en el pecho.
Antonio tiene 58 años,
depende de una
máquina
y una botella de oxígeno
para vivir
También acaba de pasar Antonio, un
enfermo crónico que a sus 58 años de edad depende de una máquina y una botella
de oxígeno para poder respirar. En casa, su vida se limita a un sillón y a una
cama. Solamente sale en ambulancia para ir a urgencias cuando empeora. Trujillo
es la médico que lo atiende y teme el peor de los desenlaces. Habla con la
mujer y el hijo, que son muy conscientes de que cualquier día no regresará al
hogar. Saben que el corazón y los pulmones de Antonio son casi inservibles y
que no hay cura para ellos. Ruegan insistentemente a los médicos que le eviten
sufrimiento, mediante sedación, llegado el momento final. Pero Antonio lucha
sin descanso. Pide a Trujillo que aumente las presiones del respirador, o hace
gestos a la enfermera para avisar de que se escapa demasiado aire por la enorme
mascarilla que ocupa casi toda su cara. Un médico veterano lo observa a cierta
distancia: «Este hombre no está dispuesto a entregar la cuchara. Después de
tantos años en esto, aún me asombro de la condición humana», comenta con varios
compañeros.
Los problemas se multiplican
y los
ingresos se suceden
en cortos periodos de tiempo
La jornada está siendo intensa, los
problemas se multiplican y los ingresos se suceden en cortos periodos de
tiempo, como el de Ismael, un joven médico con un tumor cerebral de mal
pronóstico, a juicio del neurocirujano de guardia; o como Pat, una inmigrante
nigeriana que acaba de sufrir un ictus que le paraliza el lado derecho del
cuerpo y le impide hablar, lo que dificulta aún más su relación con el personal
sanitario porque ni siquiera en inglés es posible comunicarse con ella, ni sus
familiares les valen como intérpretes. En esas están cuando un equipo del 061
irrumpe en la sala de críticos con un enfermo en estado de agitación extrema.
Se llama Manuel, tiene 68 años, es ingeniero y ocupa un destacado cargo
público. Su presión arterial ha subido tanto esta mañana que ha afectado
seriamente al cerebro y el corazón. Quiere tirarse de la camilla, intenta
arrancarse la vía venosa; mira al personal con los ojos muy abiertos, con cara
de espanto y expresión de terror, como si estuviera ante un aquelarre que no
llega a comprender. Se necesitan varias personas para sujetarlo. Los potentes
sedantes solo sirven para calmarlo durante unos minutos. Cada vez respira con
mayor dificultad. Finalmente, los médicos no tienen más remedio que intubarlo y
conectarlo a ventilación mecánica. La tensión es máxima. No resulta fácil, y
durante el procedimiento sufre una parada cardiaca que consiguen reanimar. Dos
horas después ingresa, estabilizado, en la UCI. Su familia y sus compañeros aún
no pueden digerir ni entender cómo Manuel, que salió por la mañana de casa y
llegó a su oficina como todos los días, yace ahora sedado y rodeado de tubos y
máquinas.
María del Carmen espera
un trasplante
hepático
«como agua de mayo»
La asistencia de Manuel ha retrasado
la punción abdominal de María del Carmen. Le han diagnosticado recientemente un
raro tumor hepático y su hígado funciona bajo mínimos. Acumula líquido en el
abdomen y cada dos o tres semanas hay que extraerle varios litros para que
pueda moverse y respirar desahogadamente. Madrileña de 40 años y afincada en
Málaga con su madre y una hermana, María del Carmen está en lista de espera
para trasplante, la única solución posible que aguarda «como agua de mayo».
Hasta que ya no pudo seguir, trabajó como dependienta en una tienda de ropa. A
pesar de la delgadez y del color amarillento de la piel, sus vivos ojos y su
cara amable permiten entrever un fondo de dulzura y fortaleza al mismo tiempo.
Tanto ella como su madre no tienen suficientes palabras de agradecimiento: «En
Málaga nos acogieron muy bien y estamos muy contentas. Tenemos mucha confianza
en los médicos de este hospital y estamos muy agradecidas por el trato que nos
dan todos. Ojalá salga pronto lo del trasplante, porque vivir así es muy duro».
Una ola de emoción recorre la improvisada tertulia con los médicos, y madre e
hija no pueden contener algunas lágrimas que logran aflorar. María del Carmen
no teme a una intervención tan complicada como un trasplante de hígado; solo
piensa en vivir, vivir y vivir. En la muñeca izquierda tiene tatuada una pluma
india, «la que me da suerte», dice con una sonrisa de esperanza. La noche ya es
cerrada y es hora del tratamiento si quiere dormir en casa. El médico de
guardia, Valero, localiza la zona, pone anestesia local e inserta un catéter en
el abdomen, por el que comienza a fluir un líquido ambarino hasta completar
casi cinco litros. «¡Ya se me notan las costillas!», dice la paciente,
encantada por el alivio. Se marcha de alta con cinco kilos menos y la
determinación de luchar intacta.
A cama caliente
«Señorita, ¿aquí es que no dan ni un cafelito para
desayunar?». Con una voz ronca, cavernosa, la anciana de 86 años pide algo
caliente que echarse al estómago. María ha pasado toda la noche en Observación
por un problema respiratorio. En su hoja de tratamiento se indica que no se le
dé alimentación «hasta nueva orden». Silvia, su enfermera, explica que es una
medida de precaución muy usual, en previsión de que algún vómito pueda
ocasionar mayores complicaciones. Su evolución ha sido buena y el médico
levanta la prohibición. El pelo teñido de negro delata una coquetería que
tantos años no han podido vencer. Sus ojos claros y vivarachos parecen los de
una niña y contrastan con las profundas arrugas de la cara. A cualquiera que se
dirige a ella advierte: “Soy sorda total, tengo que verte los labios para
entenderte”. Con mímica y signos manuales, el médico le comunica que se va de
alta y María estalla de alegría. Vive en una residencia desde hace 15 años. La
recoge el director porque no tiene familia. Confiesa que el domingo votará «a
los socialistas». Su simpatía ha calado en el personal y se marcha entre besos
y abrazos.
Cuando no hay camas
en Observación, los
enfermos
permanecen en camillas
La cama que deja María es una de las
pocas que quedan libres para admitir nuevos pacientes. Una vez estabilizados, los
enfermos que esperan para pasar a planta permanecen demasiado tiempo en
Observación porque los ingresos se demoran muchas horas. «Así llevamos toda la
vida y la Dirección no asume el problema ni hace nada por darle solución»,
protesta Andrés, el médico de guardia. Bien entrada la tarde, las 23 camas
están ocupadas y hay varios enfermos que se mantienen en camillas porque no hay
otro remedio. Uno de ellos tiene una perforación intestinal y necesita cuidados
especiales hasta que vaya a quirófano. «Estas cosas son las que nos provocan un
estrés innecesario porque nos vemos impotentes ante asuntos cuyo arreglo no
está en nuestras manos», dice Andrés. Reme, una de las enfermeras más antiguas
en el servicio, comenta que está habituada a trabajar «a cama caliente, uno
tras otro», y que eso no le afecta mientras haya una para cada paciente, «pero cuando
hay que tenerlos en camillas sufro por ellos y porque ya no somos suficientes
para atenderlos a todos como es debido, es imposible», añade indignada.
Han pasado las 12 de la noche y aún
están llevando enfermos a las plantas del hospital. Aquellos para los que no se
ha podido conseguir cama pasarán a Observación en espera de alguna, al día
siguiente, y así la rueda nunca cesa de girar. Un celador regresa de uno de
esos traslados visiblemente alterado: «Los familiares de un paciente de la
cuarta planta se han puesto como unos basiliscos conmigo porque dicen que estas
no son horas de llevar a ningún enfermo, ¡como si yo tuviera la culpa!».
Cena de sábado
«Aquí, 24 horas se hacen muy largas —dice Marta, MIR de
segundo año—. Salvo una hora para el almuerzo y otra para la cena, se trabaja
sin descanso. Puede que en algunos momentos del día haya algún tiempo de
respiro, pero son los menos».
La cafetería-restaurante es de una
empresa privada contratada por el hospital, que es el que cubre el importe del
menú que se ofrece a los médicos de guardia y al personal que tenga algún turno
especial, para el almuerzo y la cena. Es un amplio recinto ubicado en el
pabellón A, que da a la calle a través de unas modernas cristaleras verdes que
producen un extraño contraste con el viejo edificio de mediados del siglo XX.
Aunque está dividida en dos zonas, una para el público y otra para los
trabajadores, en épocas vacacionales, sábados, domingos y festivos, solo
funciona una —común para todos— porque no contratan personal suficiente para
atenderlas por separado, a pesar de que funciona como un bufet. Este hecho
resulta desagradable para algunos médicos, como Eduardo: «No me hace ninguna
gracia comer al lado de una familia a la que acabo de dar una mala noticia o
con la que he podido tener cualquier desencuentro, o simplemente que vengan a
preguntarme algo mientras ceno. ¡Ni en la mesa vamos a poder desconectar!».
Los turnos de cena son dos, cada uno
de una hora, entre las nueve y las once de la noche. Los médicos se reparten en
dos grupos iguales para no dejar desasistido el servicio de urgencias. Algunos
prefieren salir a algún establecimiento cercano, pero son los menos. La satisfacción,
en general, con respecto a la calidad de la cocina, es baja. Se quejan de que
ponen demasiados fritos, platos muy aceitosos y poca variedad. «Bueno, al menos
en Nochebuena nos pusieron un menú especial que no estuvo nada mal», recuerda
Marta. Más que la comida en sí, el significado de esos sesenta minutos es el de
un descanso después de seis o siete horas de trabajo casi ininterrumpido y bajo
presión. Es una hora de escape, de evasión. Sentados a la mesa en pequeños
grupos, junto a la gran cristalera que les muestra la calle, los médicos se
cuentan las anécdotas del día, comentan las incidencias de la guardia o,
simplemente mantienen conversaciones triviales. Aprovechan también esos
momentos para telefonear a sus parejas y familias. Cuando terminan, se levantan
perezosamente y emprenden el regreso al tajo con paso cansado. Aún les queda toda
la noche.
«Rodeada de
ángeles»
Josefa es una mujer muy religiosa. Tiene 85 años pero
se conserva muy bien. Vive sola y presume de tener muy buenas amigas que la
cuidan como si fueran sus hijas. Esta mañana salió con dos de ellas para
asistir a un acto litúrgico en la catedral, pero un inoportuno bordillo se ha
interpuesto en su camino, dando un traspié que le ha provocado una aparatosa
caída, un golpe en la cabeza y una pequeña herida. Le cuenta a Raquel, la MIR
que la atiende, que a esas tempranas horas del domingo no había casi nadie en
las calles, pero cuando se recuperó del aturdimiento se vio rodeada de personas
que querían ayudarla. «Yo tengo algo que me ampara», dice con convencimiento.
Josefa se siente muy agradecida por el trato del equipo que la ha atendido en
la calle y que después la ha trasladado al hospital. «El escáner de cráneo no
muestra ninguna alteración y el golpe no tendría mayor trascendencia si no
fuera porque usted toma un tratamiento anticoagulante, que puede ocasionarle
una hemorragia en las horas siguientes. Por eso es necesario que se quede
ingresada en observación hasta mañana, en que le repetiremos la prueba», le
explica Raquel. La anciana arranca a llorar porque todo esto le pilla de sorpresa,
pero entiende las explicaciones y acepta la indicación. Rosa, la enfermera, y
Raquel tratan de consolarla. «Estoy rodeada de ángeles», exclama Josefa con un
profundo suspiro.
Regalos de Reyes
«Iba sin casco y se ha comido el coche», dice el médico
del 061. Antonio tiene un fuerte trauma craneal, está inconsciente y respira de
forma jadeante. La sala de críticos es un hervidero, demasiadas voces. El
médico más veterano impone silencio y da órdenes. Intuba al paciente y lo
conecta el respirador. El equipo sale con el paciente hacia la sala de
radiología. El estudio revela graves lesiones craneales, un trauma torácico
severo y una rotura del bazo. Le ponen sangre para recuperar la que ha perdido
y la que sigue perdiendo. Los cirujanos deciden que hay que intervenirlo. Va a
quirófano, la cirugía es exitosa, sale sin complicaciones y después ingresa en
UCI para continuar los muchos cuidados que requiere.
Teresa se estabiliza, sigue
consciente, deja de vomitar y el dolor de cabeza es más suave. Un escáner de
control muestra que la hemorragia cerebral no ha aumentado de tamaño y, de
momento, no se plantean operarla. Pasa la noche aceptablemente, en espera de
ingresar en planta al día siguiente.
Quince días después, ambos se
recuperan, ya fuera de peligro. Han tenido un buen regalo de Reyes.
Han sido siete días en urgencias, un lugar en el
que el tiempo parece que se enseñorea sobre todos y se declara independiente
hasta de las manecillas del reloj. Un tiempo demasiado veloz para unos y para
según qué cosas, un tiempo insoportablemente lento para otros y otras. Muchos
corren para poder hacer diligentemente su trabajo, pero les faltan horas; otros
protestan airadamente porque les sobran. En urgencias, la palabra ‘cuándo’ es
un adverbio interrogativo cuya respuesta suele ser desconocida. En urgencias se
vive con intensidad bajo una blanca luz que no deja ni una sola sombra.■
...
Este reportaje fue presentado como examen final de la asignatura Géneros Periodísticos de Interpretación y Opinión (3º de Periodismo-UMA), obteniendo la máxima calificación y matrícula de honor.
...
Brillante resumen de la realidad
ResponderEliminarPura realidad. Así se vive.
ResponderEliminarMagnífico. Duro. Brillante.
ResponderEliminarMuchas gracias, José Carlos. Quizá lo que más me costó al escribirlo fue tomar una mirada alejada de mi piel de médico. El reportaje es el género grande del periodismo y estoy satisfecho de este. Un abrazo.
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