Más de 10.000 refugiados, bloqueados en la frontera
entre Grecia y Macedonia
La
crisis humanitaria es inminente y amenaza la estabilidad europea
HÉCTOR MUÑOZ. Málaga. 10 marzo 2016.
Confundidos en la noche como espectros de la Santa Compaña,
surgen en oleadas de los bosques y linderos de matojales que crecen en las
tierras del norte de Grecia. No son fantasmas; son familias enteras, hombres,
mujeres y niños que huyen del horror de la guerra en Siria e Irak, y buscan en
Europa, en la vieja Europa, un refugio y una nueva vida lejos de las balas, las
bombas y la sangre.
La mayoría son sirios, aunque
también hay afganos e iraquíes, principalmente. Muchos llegaron por mar a las
costas griegas y ahora se encuentran en Idomeni, en la frontera con Macedonia.
Viajan siguiendo las vías férreas, en una suerte de simbiosis con ellas, como
señales de libertad; se apilan en torno a los raíles, acampan junto a ellos, o
en sus márgenes, aprovechando la sombra de una hilera de árboles paralela. Los
que no tienen la suerte de una tienda de campaña, comen y duermen en los
carriles de metal, sin querer separarse de ellos, como si alejarse significara perder
el camino y una derrota peor que la de perecer arrollados en un descuido.
Las restricciones fronterizas han
provocado aquí un gigantesco cuello de botella en el que se hacinan los
refugiados. Muchos lo hacen en campamentos habilitados y otros deambulan
desperdigados por la zona cargando sus escasos enseres en bolsas de plástico,
en una marea que parece imparable. Las mujeres son muy numerosas y muchas de
ellas protegen celosamente con los brazos a sus niños de pecho, sin dejar de
caminar.
A pesar de los esfuerzos de ACNUR y
otras organizaciones humanitarias, la creciente masificación está generando una mayor escasez de alimentos, agua e instalaciones de saneamiento. Los
víveres son insuficientes y los refugiados tienen que buscarlos en el camino,
como el caso de unos niños que engañan al hambre desayunando las semillas de un
enorme girasol, al que desgranan pacientemente con la mirada perdida en el
tiempo. Solo algún detalle, como el alboroto de unos críos —ajenos por un
momento a la tragedia— correteando en sus juegos, el rezo de los creyentes,
orientados a La Meca, o el canto nostálgico de unos jóvenes alrededor de una
hoguera, les recuerdan lejanamente lo que es vivir en paz.
Esta migración, junto con la de los
países africanos, que tampoco cesa, está adoptando dimensiones bíblicas. Muchas
voces se están levantando para denunciar que las trabas que muchos países de la
UE están poniendo para acoger a los refugiados y asimilar a los inmigrantes colisionan
con la mismísima Declaración de los Derechos Humanos, particularmente en el
caso de los primeros.
Por otro lado, desde un prisma más pragmático, no son
pocos los analistas y expertos que estiman inasumible una 'solución europea'
por el riesgo de que una avalancha de esta envergadura, dejada a su libre
evolución, haga peligrar los valores y la propia existencia de una UE muy
tocada ya por la crisis económica y política. Las medidas tomadas hasta ahora —el
control de fronteras, la lucha contra las mafias y la subvención de un tapón
turco— solo suponen un arreglo precario para ir saliendo del paso, y además están
poniendo en evidencia una alarmante falta de cohesión comunitaria.
Para esta
corriente de pensamiento, el problema debe ser extirpado de cuajo en los
territorios de origen, un Medio Oriente que el Daesh, otros grupos terroristas
y la cerrazón —y sinrazón— de Bashar al-Ásad han convertido en un avispero
imposible de controlar si las potencias del Consejo de Seguridad de la ONU no
aparcan sus intereses cortoplacistas e intervienen todos a una para facilitar
el retorno de los exiliados.
Los más pesimistas no creen que los intereses geopolíticos y económicos de las grandes potencias sean compatibles con una solución solidaria y aseguran que la tercera guerra mundial está al caer.
Mientras, en Idomeni, la calamidad y la miseria se ensañan con los inocentes y se apoderan de la tierra que vio nacer a Alejandro Magno.
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