sábado, 5 de septiembre de 2015

Abel, celator. Relato corto por entregas (6)

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ABEL
CELATOR

VII

Novatada y amistad

   La novatada de aquel año consistía en acudir el día de la presentación oficial del curso académico, con bata blanca, guantes quirúrgicos, mascarilla y gorro. Los carteles de aviso, pegados por toda la facultad, anunciaban la clase magistral de un eminente profesor alemán de nombre impronunciable. Disertaría sobre la “relación entre la embriología humana y el desarrollo in vitro de la semilla del olivo picudo”. Para ello, los estudiantes de primer curso debían llevar una maceta, llena de tierra de cultivo, que podían adquirir por cinco duros en la conserjería de la facultad. Ni que decir tiene que la recaudación iría a parar al estómago de los veteranos, convertida en cerveza y algún licor de mayor graduación. Quedaba claro en los anuncios que las faltas de asistencia serían severamente penalizadas. A toro pasado, parece fácil desconfiar de semejante dislate; pero en aquellos tiempos no existían ni Internet ni los teléfonos móviles. Los medios solo se ocupaban del mundo universitario con ocasión de las huelgas o de las revueltas estudiantiles, frecuentes en la España de los primeros años setenta como tardías secuelas del Mayo Francés. Los bromistas manejaban hábilmente la ilusión de los novatos y su temor a las represalias, cegándolos ante la luz del buen discernimiento. 
Los padres de Pascual Barbieri habían sobrevivido a una guerra civil y a una posguerra de hambre y silencio. Para una familia obrera, ver al primogénito como futuro médico era el mayor gozo al que podían aspirar. No habían de reparar en gastos, incluidas las 25 pelas de la maceta. Aquella gloriosa mañana, Pascual salió de casa con su impoluta bata, primorosamente planchada y plegada sobre su antebrazo. En un pequeño bolso, el resto del vestuario quirúrgico exigido. En el bolsillo del pantalón, los cinco duros correspondientes. Su única preocupación era la de llegar a tiempo de no encontrarse con las macetas agotadas.
Abel Grilo iba prevenido por su madre; una maestra con tablas puede oler una treta a distancia. Advertido, pero con la bata y los complementos escondidos en una mochila, por si las moscas, se quedó a una prudente distancia de la entrada al aula magna. Sentado en un banco, semioculto por un polvoriento matorral, observaba los movimientos de varios melenudos que rondaban la escena entre risas y miradas cómplices. Atentos a sus presas, de vez en cuando indicaban amablemente a los novatos más despistados, el camino que debían seguir hasta la conserjería. «Nos vamos a pegar un fiestón a costa de los pardillos, colega». La indiscreción de uno de ellos llegó hasta los oídos de Abel, que a estas alturas ya no tenía duda de la patraña. Se ahorraba cinco pavos y el ridículo más espantoso. Al mirar al otro lado, hacia la estrecha calle de entrada a la facultad, vio llegar a Pascual. Caminaba solemnemente, como un torero haciendo el paseíllo, hacia la gloria, ignorando por completo que en realidad iba directo al más vil de los descabellos. A pocos metros de Abel, sus miradas se cruzaron un instante, lo justo para provocarle un impulso benefactor, instintivo.
―Te aconsejo que ni te acerques.
―¿Cómo dices?
―Que toda esta movida es una novatada.
―Hay una clase magistral y pasan lista.
―Los listos son esos ―indicándole con la cabeza los ganchos que merodean a todo el que se acerca.
―¿Quieres decir que todo es mentira? ¿Y el profesor alemán?
―¿El embriólogo? ¿Un teutón experto en el olivo picudo? Haz lo que quieras, tío, a la salida nos vemos; pero yo, de ti, guardaría esa bata y me quedaría aquí sentadito.
Mil pesetas de la época daban para mucha birra y mucho tinto. Alcanzaban hasta para fumarse unos cuantos cigarros de cáñamo índico. Después de terminar la chanza, y con la recaudación de cuarenta macetas, los veteranos parecían cosacos, brindando y gritando de alegría en la cafetería de la facultad. Entre toda esta horda, uno de ellos era felicitado y agasajado continuamente. A juzgar por su aspecto nórdico, la pajarita al cuello y unos viejos anteojos sin cristales, debía ser el eminente científico germano. Abel y Pascual los contemplaban aliviados.
―¿Cómo te llamas?
―Abel Grilo.
―Yo, Pascual Barbieri. Me has salvado la vida, gracias.
―No tanto como eso, solo el orgullo y 25 pelas.
 ―¡Joder! ¿Te parece poco? A ver con qué careto iba a llegar hoy a casa de mis padres. Aun creen que estoy empapándome de ciencia. Cada vez que lo pienso… No sé como agradecértelo, al menos te invito a una cerveza.
―Hecho. Pero salgamos de aquí. Conozco una taberna cerca en la que tiran buenas cañas y sirven tapas baratas. Toda esta movida me ha despertado el apetito. Nos vamos a pulir los diez duros a la salud de todos esos cabrones.

Han pasado más de 40 años. La antigua taberna es un moderno bar, aunque conserva el sabor de barrio, un barrio que también ha cambiado. Pascual acabó la carrera, se especializó en neumología y terminó trabajando en la UCI, en la que sobrevive entre alarmas de variados tonos y toda clase de artilugios electrónicos. Sentado en un rincón, pensativo, absorto frente a las perfectas líneas paralelas que se dibujan en el vaso a cada trago de una Mahou bien tirada al grifo, espera a su buen amigo.
―Disculpa el retraso, se me fue el santo al cielo.
―Como de costumbre.
―Hoy tocaba felicitarte por tu nuevo cargo, pero ya me ha dicho un pajarito que los has mandado a la mierda.
Voceada desde el extremo más lejano del local, la llegada del camarero ―un sanluqueño sembrado y viejo conocido de ambos― interrumpe la plática:
―¡Dichosos los ojos! He tenido que repasar las cuentas por si me debíais dinero.
―Igual hoy te dejamos un buen pufo, Ramón.
―Mira, Abel, como si queréis arramblar con el bar entero. Con ustede no hay poblema. Pero me hacéis el favó de llevarze también a mi suegra.
―Ya te vale, venga, ve trayendo dos cervezas y de comer lo que tú digas, como siempre.
―Pascual, hoy tengo un atún ensebollao que esta mañana todavía estaba nadando en el estrecho. Bien guisao, nada de mariconadas a la japonesa.
―Como tiene que ser, ya estás tardando. Y de picar lo que se te vaya ocurriendo.
―Eso está hecho. Marchando.
Pascual parece cansado. Mira a su alrededor, como si buscara alguna respuesta huérfana de preguntas; mientras, apura su vaso: siete círculos de blanca espuma.
―Cuéntame la movida. La verdad es que, conociéndote, me extrañó que fueras a aceptar el cargo. Tú eres un gran médico, y no soy el único que lo afirma. Ya sé que no te gustan estos halagos pero yo no necesito dorarte ninguna píldora.
―Éstos no quieren a alguien con experiencia y ganas de mejorar las cosas, Abel. En general prefieren gente gris, obediente. Creí que pensaron en mí para aprovechar una trayectoria labrada durante muchos años, en un proyecto de cambio, de regeneración.
―También te creíste lo del olivo picudo y el embrión humano…
―¡Je, je! Qué cabroncete eres cuando te lo propones. Al menos, así me lo vendieron en principio; ya sabes: «Para la organización es muy importante contar con un profesional como tú, con una trayectoria avalada…». Bla, bla, bla. Pero cuando llega la hora de tocar unidades de gestión, política de camas, contratación, docencia, trasplantes… solo hay líneas rojas. Asuntos innegociables y personas intocables. Es en ese momento cuando te dejan caer los objetivos y los incentivos. «Tienes la oportunidad de no hacer más guardias en tu vida».

―¿Eso te dijeron?
―Tal y como tienen montado el tinglado, ni trabajando también en la privada…
―Llevan años queriendo ficharte.
―Sí. Pues ni haciéndolo ganaría más que con los incentivos que estos buitres cobran, currando la mitad. En los presupuestos reconocen dos millones de euros de productividad anual para los directivos. Eso es solo la punta. Son maestros en ocultar la pasta entre tanto ítem. Pican de cualquier lado y no hay forma de saberlo.
―El otro día leí el artículo de un médico, ya jubilado, un señor muy católico, en el que hacía un símil bíblico para explicar el estado de la cuestión: según él, han convertido el templo sagrado de la medicina pública en una casa de mercaderes.
―Sí, te refieres a Varela, el internista. Estoy de acuerdo con él. Yo tengo otro símil: han convertido el hospital en reinos de taifas. Para empezar, hay una gran confusión entre jefes de servicio y de unidades de gestión. En algunos coexisten ambos y no pacíficamente siempre. Hay un enorme juego de intereses y luchas de poder. Se llevan el gato al agua aquellos que manejan directamente alguna parcela “estratégica” y los que de forma indirecta les dan soporte imprescindible. El trueque es la base de las negociaciones. Transparencia cero: es mucho más fácil saber lo que gana un consejero que el jefe de cirugía o el de urología.
―¿Estratégicas?
―Aquéllas que puedan dar algún rédito político y electoral. Trasplantes, listas quirúrgicas selectivas, cuando no falseadas, procedimientos especiales… Los enfermos crónicos, ancianos, los pequeños problemas cotidianos, no son estratégicos ni rentables; esos pacientes son pelotas que ruedan sin parar de un lugar a otro.
―Has perdido la ocasión de disfrutar seis o siete años dorados hasta la jubilación. Que, por otro lado, te los mereces.
―Eso creo yo también. El servicio es un infierno actualmente. Los objetivos pactados mandan sobre cualquier otra consideración. El ambiente de trabajo es irrespirable. Esto es lo que hay, querido amigo.
―Te veo muy jodido. ¿Seguro que no te arrepientes de la decisión?
―Te seré sincero, Abel: estuve a punto de liarme la manta a la cabeza y tragar. Pero me llegó la información sobre unos periodistas que andan investigando estos asuntos. Y por lo que sé, llevan el trabajo bastante adelantado. De hecho, un tal Segura solicitó ayer mismo una entrevista con mi jefe, que hábilmente lo remitió al servicio de relaciones públicas. Esto es muy confidencial. La cuestión es que a estas alturas no puedo arriesgarme a tirar la reputación de toda una vida, por muchas perras que me ofrezcan. Dormir bien y un agradable almuerzo como éste son cosas que no tienen precio.
―El atún está exquisito. Este Ramón es un máquina.
―¿Y qué me dices de las puntillitas y el vino que nos ha servido?
―Manjares del Olimpo. Después tendrás que acercarme a casa, que ya voy medio atorrijado. Necesitaré una buena siesta. Esta noche trabajo. Por cierto, recuerdos de mi madre y un beso para Cecilia.

2 comentarios:

  1. Muy bueno este capítulo. Aunque a veces hace falta tomar un poco de Primperan (los puntos sobre las ies)

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    1. Gracias. Recuerdo, una vez más, que es un relato de ficción; cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
      Un abrazo.

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