ABEL
CELATOR
VIII
El pecado de la petulancia
El efecto del calmante
es para María agua sobre agua: nada cambia. No hay alivio, ni lo espera ya,
después de una hora. Al menos no vomita. Como si fuera una secuencia en lento movimiento,
a Adela le parece estar viendo la faz de su tía cada vez más afilada y macilenta.
No puede creer que sea una imagen real, más bien una ilusión del cansancio y las
horas de vela.
Cayetana busca a
Jarrete de consulta en consulta. Al fin lo encuentra:
―Paco, ha llamado el
radiólogo por lo de la ecografía que has pedido. No parece estar muy conforme
con hacerla.
―La ha indicado la residente de cirugía…
―Por eso mismo le
he dicho que hable con ella y se pongan de acuerdo. Si ves que se demoran mucho
les das un toque.
―¿A cuál de los
dos?
―Al que quieras, o
mejor, a los dos. La cuestión es saber qué esta pasando con esa prueba.
Enfrascadas en un
absurdo debate pseudocientífico a través de la línea telefónica interior, las
dos residentes tratan de imponer sus criterios. La de radiología ―con el
encargo de su adjunto, que ya descansa― trata de evitar la eco al estimarla
innecesaria por los datos aportados. No entiende cómo se puede solicitar una
prueba sin ver a la paciente. Ofendida por el comentario, la futura cirujana
esgrime el mismo argumento contra su compañera. Ninguna de las dos ha visto a
María. Más que expertas ―que no lo son―, parecen pitonisas intentando adivinar
el futuro con sus particulares bolas de cristal: los últimos artículos médicos
que se han leído o sus respectivas guías clínicas basadas en la evidencia.
―Esta eco no nos va
a aportar nada.
―Yo creo que sí, en
estos casos puede tener una alta rentabilidad diagnóstica.
―No sé de dónde
sacas eso, la radiografía que le han hecho no muestra alteraciones relevantes;
en tales situaciones, según las guías, la ecografía tiene un índice diagnóstico
muy bajo.
―Bueno, no vamos a
estar discutiendo toda la noche. Ahora estoy muy liada en la planta. Cuando
pueda bajaré a urgencias, pero mi opinión no va a cambiar. Terminarás
haciéndola, pero a las tantas de la madrugada. Tú verás…
―No eres la única,
yo no he parado en todo el día; pero no te preocupes, en cuanto tenga un hueco
llamaré para que traigan a la enferma.
Al final, el asunto
no es más que una guerra entre egos, en la que cada escaramuza solamente pretende
debilitar el del contrario y dilatar la toma de decisiones.
Las peticiones se
amontonan en la mesa que tienen los celadores frente a la puerta de entrada. La
lista de tareas, anotadas a mano según van llegando, no cesa de crecer. El
teléfono no para de sonar, apremiándolos constantemente. Es mucho hospital para once trabajadores y la
noche se antoja revuelta. Desde que entró a las diez, Abel no ha parado de trasladar
enfermos de un lugar a otro. Aprovecha los viajes para llevar al laboratorio tubitos
de ensayo con toda suerte de fluidos orgánicos; en los bolsillos de su uniforme
blanco porta un montón de papeles que va entregando en sus correspondientes
destinos. Esto último es algo que le cuesta entender: cómo un hospital cuyos
responsables presumen ―y cobraron― por haber cumplido el objetivo estratégico
de digitalizarlo completamente, sigue gastando toneladas de papel. En ninguna
ocasión, y han sido muchas, ha escuchado a un médico hablar bien del sistema
informático: programas diferentes, lentitud, caídas frecuentes, falta de
mantenimiento, fallas de privacidad, control institucional de los profesionales
a lo Gran Hermano orwelliano… La cuestión es que nunca se pudieron conocer los
términos exactos de los concursos públicos para la contratación y la concesión
de este servicio, a las dos principales empresas tecnológicas que se han
encargado del mismo. La sospecha de fraude siempre revoloteó sobre este asunto.
Lo que sí es cierto es que ambas han terminado en ERE, con despidos masivos; una
de ellas está en concurso de acreedores y las dos son investigadas por sus
conexiones con empresas públicas relacionadas con redes de corrupción política.
«Algo tendrá que ver todo esto», barrunta Abel mientras toma el ascensor para
subir a la quinta planta. Necesitan urgentemente de su destreza y corpulencia
para reducir físicamente a un joven enajenado, un chico hospitalizado tras un
grave trauma craneal, que sufre una fuerte crisis de agitación y amenaza con
poner patas arriba la sala si no lo dejan salir de allí. ¿Qué oscuros temores
rondan su maltrecho cerebro? ¿Cómo ven esos espantados ojos los rostros del
personal, que trata inútilmente de calmarlo, si ni siquiera es capaz de
reconocer el de su madre, que lo acompaña día y noche? ¿Con qué sentido se
representan en su pensamiento las palabras que oye? ¿Hasta qué punto se ocultan,
bajo la delgada capa de la realidad convencional, los instintos más primitivos
del ser humano? ¿De dónde saca fuerzas y maldad un chaval bien educado, más
bien delgado, debilitado por la enfermedad y los sedantes, para golpear, patear,
arañar, morder, gritar, insultar y escupir, y hacerlo todo al mismo tiempo? La
ciencia médica, esa presuntuosa señora, se sonroja de vergüenza cuando la única
respuesta que puede dar a tantas preguntas es la de reducir al enfermo entre
tres o cuatro, dormirlo farmacológicamente y atarlo mejor a la cama para que,
al menos esta noche, no se repita el espectáculo. Al verlo abatido, roncando y amarrado,
Grilo se plantea si lo que ahora yace en la cama es aún menos humano de
lo que era media hora antes.
―Gracias Abel ―la
enfermera toma aire tras el susto.
―Para eso estamos,
relájate. ¿Necesitas algo más?
―¡Espero que no!
―Pues me marcho, que abajo la noche tampoco luce
tranquila.
Y no se equivoca. A
la vuelta, hay varios pacientes pendientes de llevar a radiología: tres para
escáner y dos a ecografía. Uno de estos últimos se llama María Gaviria.
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