Novatada y amistad
Los padres de Pascual
Barbieri habían sobrevivido a una guerra civil y a una posguerra de hambre y
silencio. Para una familia obrera, ver al primogénito como futuro médico era el
mayor gozo al que podían aspirar. No habían de reparar en gastos, incluidas las
25 pelas de la maceta. Aquella gloriosa mañana, Pascual salió de casa con su
impoluta bata, primorosamente planchada y plegada sobre su antebrazo. En un
pequeño bolso, el resto del vestuario quirúrgico exigido. En el bolsillo del
pantalón, los cinco duros correspondientes. Su única preocupación era la de
llegar a tiempo de no encontrarse con las macetas agotadas.
Abel Grilo iba
prevenido por su madre; una maestra con tablas puede oler una treta a
distancia. Advertido, pero con la bata y los complementos escondidos en una
mochila, por si las moscas, se quedó a una prudente distancia de la entrada al
aula magna. Sentado en un banco, semioculto por un polvoriento matorral, observaba
los movimientos de varios melenudos que rondaban la escena entre risas y
miradas cómplices. Atentos a sus presas, de vez en cuando indicaban amablemente
a los novatos más despistados, el camino que debían seguir hasta la
conserjería. «Nos vamos a pegar un fiestón a costa de los pardillos, colega».
La indiscreción de uno de ellos llegó hasta los oídos de Abel, que a estas
alturas ya no tenía duda de la patraña. Se ahorraba cinco pavos y el ridículo
más espantoso. Al mirar al otro lado, hacia la estrecha calle de entrada a la
facultad, vio llegar a Pascual. Caminaba solemnemente, como un torero haciendo
el paseíllo, hacia la gloria, ignorando por completo que en realidad iba directo
al más vil de los descabellos. A pocos metros de Abel, sus miradas se cruzaron
un instante, lo justo para provocarle un impulso benefactor, instintivo.
―Te aconsejo que ni
te acerques.
―¿Cómo dices?
―Que toda esta
movida es una novatada.
―Hay una clase magistral
y pasan lista.
―Los listos son
esos ―indicándole con la cabeza los ganchos que merodean a todo el que se
acerca.
―¿Quieres decir que
todo es mentira? ¿Y el profesor alemán?
―¿El embriólogo? ¿Un
teutón experto en el olivo picudo? Haz lo que quieras, tío, a la salida nos
vemos; pero yo, de ti, guardaría esa bata y me quedaría aquí sentadito.
Mil pesetas de la
época daban para mucha birra y mucho tinto. Alcanzaban hasta para fumarse unos
cuantos cigarros de cáñamo índico. Después de terminar la chanza, y con la recaudación de cuarenta macetas, los
veteranos parecían cosacos, brindando y gritando de alegría en la cafetería de
la facultad. Entre toda esta horda, uno de ellos era felicitado y agasajado
continuamente. A juzgar por su aspecto nórdico, la pajarita al cuello y unos
viejos anteojos sin cristales, debía ser el eminente científico germano. Abel y
Pascual los contemplaban aliviados.
―¿Cómo te llamas?
―Abel Grilo.
―Yo, Pascual
Barbieri. Me has salvado la vida, gracias.
―No tanto como eso,
solo el orgullo y 25 pelas.
―¡Joder! ¿Te parece poco? A ver con qué careto
iba a llegar hoy a casa de mis padres. Aun creen que estoy empapándome de
ciencia. Cada vez que lo pienso… No sé como agradecértelo, al menos te invito a
una cerveza.
―Hecho. Pero
salgamos de aquí. Conozco una taberna cerca en la que tiran buenas cañas y sirven
tapas baratas. Toda esta movida me ha
despertado el apetito. Nos vamos a pulir los diez duros a la salud de todos
esos cabrones.
Han pasado más de
40 años. La antigua taberna es un moderno bar, aunque conserva el sabor de
barrio, un barrio que también ha cambiado. Pascual acabó la carrera, se
especializó en neumología y terminó trabajando en la UCI , en la que sobrevive entre
alarmas de variados tonos y toda clase de artilugios electrónicos. Sentado en
un rincón, pensativo, absorto frente a las perfectas líneas paralelas que se
dibujan en el vaso a cada trago de una Mahou bien tirada al grifo, espera a su
buen amigo.
―Disculpa el
retraso, se me fue el santo al cielo.
―Como de costumbre.
―Hoy tocaba
felicitarte por tu nuevo cargo, pero ya me ha dicho un pajarito que los has
mandado a la mierda.
Voceada desde el
extremo más lejano del local, la llegada del camarero ―un sanluqueño sembrado y
viejo conocido de ambos― interrumpe la plática:
―¡Dichosos los
ojos! He tenido que repasar las cuentas por si me debíais dinero.
―Igual hoy te
dejamos un buen pufo, Ramón.
―Mira, Abel, como
si queréis arramblar con el bar entero. Con ustede no hay poblema.
Pero me hacéis el favó de llevarze también a mi suegra.
―Ya te vale, venga,
ve trayendo dos cervezas y de comer lo que tú digas, como siempre.
―Pascual, hoy tengo
un atún ensebollao que esta mañana todavía estaba nadando en el
estrecho. Bien guisao, nada de mariconadas a la japonesa.
―Como tiene que
ser, ya estás tardando. Y de picar lo que se te vaya ocurriendo.
―Eso está hecho.
Marchando.
Pascual parece
cansado. Mira a su alrededor, como si buscara alguna respuesta huérfana de
preguntas; mientras, apura su vaso: siete círculos de blanca espuma.
―Cuéntame la
movida. La verdad es que, conociéndote, me extrañó que fueras a aceptar el
cargo. Tú eres un gran médico, y no soy el único que lo afirma. Ya sé que no te
gustan estos halagos pero yo no necesito dorarte ninguna píldora.
―Éstos no quieren a
alguien con experiencia y ganas de mejorar las cosas, Abel. En general
prefieren gente gris, obediente. Creí que pensaron en mí para aprovechar una trayectoria
labrada durante muchos años, en un proyecto de cambio, de regeneración.
―También te creíste
lo del olivo picudo y el embrión humano…
―¡Je, je! Qué cabroncete eres
cuando te lo propones. Al menos, así me lo vendieron en principio; ya sabes: «Para
la organización es muy importante contar con un profesional como tú, con una
trayectoria avalada…». Bla, bla, bla. Pero cuando llega la hora de tocar
unidades de gestión, política de camas, contratación, docencia, trasplantes…
solo hay líneas rojas. Asuntos innegociables y personas intocables. Es en ese
momento cuando te dejan caer los objetivos y los incentivos. «Tienes la
oportunidad de no hacer más guardias en tu vida».
―¿Eso te dijeron?
―Tal y como tienen
montado el tinglado, ni trabajando también en la privada…
―Llevan años
queriendo ficharte.
―Sí. Pues ni
haciéndolo ganaría más que con los incentivos que estos buitres cobran, currando
la mitad. En los presupuestos reconocen dos millones de euros de productividad
anual para los directivos. Eso es solo la punta. Son maestros en ocultar la
pasta entre tanto ítem. Pican de cualquier lado y no hay forma de saberlo.
―El otro día leí el
artículo de un médico, ya jubilado, un señor muy católico, en el que hacía un
símil bíblico para explicar el estado de la cuestión: según él, han convertido
el templo sagrado de la medicina pública en una casa de mercaderes.
―Sí, te refieres a
Varela, el internista. Estoy de acuerdo con él. Yo tengo otro símil: han
convertido el hospital en reinos de taifas. Para empezar, hay una gran
confusión entre jefes de servicio y de unidades de gestión. En algunos
coexisten ambos y no pacíficamente siempre. Hay un enorme juego de intereses y
luchas de poder. Se llevan el gato al agua aquellos que manejan directamente
alguna parcela “estratégica” y los que de forma indirecta les dan soporte
imprescindible. El trueque es la base de las negociaciones. Transparencia cero:
es mucho más fácil saber lo que gana un consejero que el jefe de cirugía o el
de urología.
―¿Estratégicas?
―Aquéllas que
puedan dar algún rédito político y electoral. Trasplantes, listas quirúrgicas
selectivas, cuando no falseadas, procedimientos especiales… Los enfermos
crónicos, ancianos, los pequeños problemas cotidianos, no son estratégicos ni
rentables; esos pacientes son pelotas que ruedan sin parar de un lugar a otro.
―Has perdido la
ocasión de disfrutar seis o siete años dorados hasta la jubilación. Que, por
otro lado, te los mereces.
―Eso creo yo
también. El servicio es un infierno actualmente. Los objetivos pactados mandan
sobre cualquier otra consideración. El ambiente de trabajo es irrespirable. Esto
es lo que hay, querido amigo.
―Te veo muy jodido.
¿Seguro que no te arrepientes de la decisión?
―Te seré sincero, Abel: estuve a punto de
liarme la manta a la cabeza y tragar. Pero me llegó la información sobre unos
periodistas que andan investigando estos asuntos. Y por lo que sé, llevan el
trabajo bastante adelantado. De hecho, un tal Segura solicitó ayer mismo una
entrevista con mi jefe, que hábilmente lo remitió al servicio de relaciones
públicas. Esto es muy confidencial. La cuestión es que a estas alturas no puedo
arriesgarme a tirar la reputación de toda una vida, por muchas perras que me
ofrezcan. Dormir bien y un agradable almuerzo como éste son cosas que no tienen
precio.
―El atún está exquisito.
Este Ramón es un máquina.
―¿Y qué me dices de
las puntillitas y el vino que nos ha servido?
―Manjares del Olimpo.
Después tendrás que acercarme a casa, que
ya voy medio atorrijado. Necesitaré una buena siesta. Esta noche trabajo. Por
cierto, recuerdos de mi madre y un beso para Cecilia.
Muy bueno este capítulo. Aunque a veces hace falta tomar un poco de Primperan (los puntos sobre las ies)
ResponderEliminarGracias. Recuerdo, una vez más, que es un relato de ficción; cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
EliminarUn abrazo.