domingo, 8 de septiembre de 2019

Opinión: alegato final de los acusados por el Procés




Valientes y sin complejos

HÉCTOR MUÑOZ. MÁLAGA


Son dos millones de ciudadanos catalanes. Independentistas, pacíficos e irreductibles. En algo menos de dos años han ganado cuatro elecciones consecutivas. Sí, cuatro. La primera fue en pleno incendio del 155, con Catalunya despojada de su autonomía y en manos del aparato estatal español, representado por la virreina Soraya Sáenz de Santamaría. Las dos últimas, tres semanas antes de que los presos independentistas, elegidos democráticamente y despojados por los jueces, cerraran el juicio del Procés con sus alegatos finales. Ganan por goleada.

Varias ideas recurrentes vuelven a sobrevolar la sala del Tribunal Supremo durante la última sesión del juicio montado para decapitar el independentismo catalán. Valientes y sin complejos, los presos políticos soberanistas consiguen emocionar a los que sueñan con una España democrática, sonrojar a los que aún tenían dudas, e irritar a sus propios verdugos.




21 de diciembre de 2017: no estaban muertos
En unas elecciones impuestas por el Gobierno central, mediante la aplicación del artículo 155 de la Constitución, todos los políticos acusados en libertad, fugados o encarcelados son elegidos y obtienen sus escaños. Gana la opción independentista. Uno a cero.

En menos de tres meses
28 de abril de 2019: por primera vez en la historia, el independentismo gana unas elecciones generales en Catalunya y obtiene cinco escaños más de los 17 que ya tenían en el Congreso de los Diputados. Dos a cero.
Tres semanas después, 21 de mayo, Junqueras, Rull, Turull y Jordi Sànchez abandonan sus celdas por unas horas para entrar en el Congreso de los Diputados. Acatan la Constitución «por imperativo legal», «como preso político y por compromiso republicano» (Oriol Junqueras), y «por lealtad al mandato democrático del 1 de octubre y al pueblo de Catalunya» (los otros tres). La bancada conservadora intenta silenciarlos con ruidosos pataleos, en la enésima muestra vergonzante de odio e intolerancia política.
Todo ello le vale al líder de Ciudadanos, Albert Rivera, para buscar el liderazgo de la derecha y «el título de azote del independentismo» (El País). La nueva presidenta de la Cámara, Meritxel Batet, pone en su sitio al niñato consentido del IBEX 35.
Cinco días más tarde, el 26 de mayo de 2019, el soberanismo gana en Catalunya las municipales y las europeas, con Esquerra Republicana victoriosa en Barcelona y un Puigdemont triunfador, exiliado en Bélgica. Cuatro a cero.

No serán sus últimas palabras
Con tales antecedentes, los reos de conciencia manifiestan sus ideas ante el tribunal que los va a juzgar, los fiscales que los acusan con saña, la Abogacía del Estado que los tilda de sediciosos, la acusación particular de los fascistas de Vox, sus propios abogados defensores y el escaso público que cabe en la sala. Hacen uso de su “derecho a la última palabra” aunque todos sabemos que no callarán defendiendo a ese casi 80% de ciudadanos que anhelan la oportunidad de poder expresar su derecho a decidir el futuro de Catalunya.
El “efecto Pilatos”
Todos los acusados coinciden en la idea de que el problema de fondo, el que los ha llevado al Supremo, es una cuestión política judicializada por el “efecto Pilatos”: las fuerzas conservadoras del nacionalismo español se lavan las manos y dejan la solución en las de los tribunales. Una solución penal en lugar de un acuerdo político.
Una vez más, los soberanistas se quejan amargamente de la cerrazón, de esa permanente negativa del Estado español al diálogo, a buscar soluciones pactadas y a trabajar para propiciar los cambios legislativos necesarios que permitan una consulta popular en Catalunya.
¿Justicia? No. Venganza y escarmiento, sí
No solo es patente la torpeza política del nacionalismo español, que ha conseguido enquistar el asunto catalán. Mucho más inquietante resulta esa ceguera intelectual disfrazada de patriotismo, que pretende —nada más y nada menos— borrar una ideología arraigada desde hace siglos en la memoria colectiva del pueblo catalán.
Todas las miradas apuntan en dos direcciones: al Ministerio Fiscal del Estado español y al juez instructor del caso, Pablo Llarena, magistrado del Supremo. Raül Romeva es claro cuando declara que en este juicio las acusaciones solo han buscado «escarmentar y castigar una ideología», lo que lo convierte en un juicio político, y a sus reos en presos políticos.
Juez Llarena: el regreso de Torquemada
La inquina del juez Llarena, el nuevo Torquemada, babea de sus propios autos judiciales. El magistrado relaciona la ideología independentista de Forn con la previsión de que reincida en los supuestos delitos que se le imputan. Afirma en un auto (en el que le deniega la libertad provisional) que el exconseller «mantiene lógicamente su ideario soberanista», y que «el convencimiento que mantiene posibilita una reiteración del delito que resultaría absurda en quien profese la ideología contraria». Ni siquiera la renuncia de Joaquim Forn a su acta de diputado del Parlament facilita su libertad provisional. ¿Y aún hay quienes dudan de que sean presos políticos, y que están siendo juzgados por sus ideas?
Joaquín Urías, exletrado del Tribunal Constitucional y profesor de Derecho Constitucional, escribe en eldiario.es: «Lo que mantiene a Forn en prisión, según declara expresamente el Tribunal Supremo, es su ideología. Si eso no es un preso de conciencia, se le parece muchísimo».
Llarena se ha cargado a tres candidatos para presidir la Generalitat: a Carles Puigdemont —con la ayuda del Constitucional—, no autorizando su investidura a distancia; a Jordi Sánchez, no permitiéndole salir de la cárcel para asistir al Parlament; y a Jordi Turull, encarcelándolo por segunda vez antes del segundo pleno de investidura, en el que solo necesitaba mayoría simple para su elección.
Prisión preventiva: recurso para la extorsión
Los dos líderes sociales del movimiento independentista, Jordi Cuixart y Jordi Sànchez, llevan casi dos años en prisión preventiva, los que más. El segundo denuncia en su alegato el «uso y abuso» de la prisión preventiva en España. Y aún va más lejos al afirmar que los fiscales extorsionan a los presos prometiéndoles la puesta en libertad y una rebaja de penas si se declaran culpables. Ni una película sobre mafiosos da para tanto. El diputado electo en el Congreso, actualmente suspendido para sus funciones, cita las numerosas llamadas de Amnistía Internacional en favor de su libertad y la de Cuixart, pero ni este hecho sonroja a Torquemada y compañía.
Reclamaciones y advertencias
La sentencia, prevista para finales de septiembre, va a tener importantes consecuencias políticas. No solo está en juego la libertad de los presos políticos independentistas; están en juego muchos derechos fundamentales para el resto de los ciudadanos, en Catalunya y en España, como la libertad de expresión y la de manifestación. Es más, un fallo acorde al falso relato oficialista de rebelión y sedición puede desencadenar una respuesta ciudadana de vertiginosas consecuencias.
«En este banquillo están sentadas más de dos millones de personas», dice Romeva. Y a tenor de los resultados de las cuatro últimas elecciones en Catalunya, no le falta razón.
Los acusados reclaman al tribunal un trato justo y ecuánime, al tiempo que advierten de la enorme responsabilidad que estos jueces han adquirido tras la judicialización del conflicto, responsabilidad que no es otra que la de no agravar un conflicto político de Estado.
Políticos de un nivel superior
Si se analiza la participación de Zoido, Nieto o Rajoy como testigos de la acusación, la conclusión desapasionada es que los acusados tienen un nivel político, intelectual, de compromiso y de coherencia con sus ideas, que se sitúa a años luz del de la banda nacionalista española. Y además, le echan redaños al asunto. En pleno alegato, que se supone debería pretender la comprensión de los jueces, con un mínimo grado de sumisión o de disculpa, Jordi Turull se reafirma sin medias tintas: «Soy independentista, no lo voy a esconder, lo soy y lo seré».
Pero si alguno de ellos debería tener asegurada la pena máxima, a juzgar solo por su alegato, ese es Jordi Cuixart: «No hay ningún tipo de arrepentimiento. Todo lo que hice, lo volvería a hacer». El presidente de Omnium Cultural hace un valeroso esfuerzo de rebeldía y lealtad a la lucha soberanista, llamando a los catalanes —ante la mismísima cara de jueces y fiscales— para la movilización permanente. Y en esta línea, Jordi Cuixart acaba su intervención con una promesa: «Ho tornarem a fer» («Lo volveremos a hacer»).
Frente a las temerosas evasivas de Rajoy o Soraya, la insultante mediocridad de Zoido o la manifiesta incompetencia de Nieto, estos líderes —políticos y sociales—, encarcelados desde hace casi dos años, lo son de verdad.
Porque, entre otras muchas razones, son valientes y sin complejos.




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